Lo que yo quiero decir es América Latina...

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lunes, 29 de noviembre de 2010

Rumbo a la ciudad blanca.



Empieza el juego con la geografía variada. Hay que remontar una cuesta para salir de Puno. Entre calles estrechas y de curvas cerradas sorteo la salida. Esto todavía es la puerta de entrada al Perú, las gentes de este acogedor país me lo recuerdan y un hombre a la salida de la ciudad, en todo lo alto de ella me dice: Bienvenido al Perú. Se aprecia desde lo alto la ciudad y el lago que la acaricia, la última mirada al lago sagrado.

Me desprendo en un largo descenso, de nuevo otro ascenso y por último la llanura, constante llanura. A pesar del sol no está de más el abrigo cuando se corta el viento. En las fachadas de las casas hay mil y una pintada con propaganda política, diseminados partidos alzando sus voces en los olvidados muros de ningún lugar.

Llegando a Juliaca se sucede la despedida con nuestros amigos, ellos van en pos de otros rumbos, se dirigen a la mágica ciudad de Cuzco, puerta del imperio inca. Que recuerdos me traen esas tierras visitadas hace tanto. Nuestros caminos no son los mismos, Cuzco es una ciudad potencialmente turística, ciudad que junto como mi compañero en momentos distintos visitamos, por lo que optamos virar nuestro camino. Nunca se acostumbra uno a ese extraño acto de despedirse. Entre los ruidos de las moto taxis y el éxtasis del medio día cerramos con un abrazo, un afectuoso hasta luego seguros de que nuestros mapas nos traerán de vuelta en este continente que se va achicando más a medida que lo recorres.

En el mentado Taiwán peruano; como nos comentaron que le decían a esta ciudad, debo ir en búsqueda de mi aro y empezamos a indagar donde se ubica el ojo del huracán de las ventas. Por caóticas calles nos vamos abriendo paso, es tal el desorden que prima allí que un buen hombre desde su auto nos ofrece guiarnos, así que somos peces pilotos siguiendo la cabeza de cuatro ruedas. Una vez allí estalla un mar de gritos, ofertas de todo tipo entre alimentos, enseres, juegos, herramientas. En verdad aquello era un pequeño Taiwán. Dada la imposibilidad de circular por esos pasajes atestados de gente y productos, Juan cuida las bicis mientras voy preguntando por un aro de 32, marca Maveric. Empiezan las negativas y mi desconsuelo, pero siempre se levanta una voz de no sé donde que me da una luz. Bien al fondo en otro de esos pasajes un hombre afirma tener lo que busco, a un precio cómodo mi bicicleta volverá a rodar como es debido.

Me seguiré sorprendiendo de la presteza de aquellos que saben bien su oficio. Dejo en sus manos a mi compañera y mientras este hombre hace lo que a bien sabe hacer nos tomamos un respiro, volvemos a nutrirnos de jugosas mandarinas que a bien quiere invitarnos este hombre sabio y aparecen historias de otros que por allí pasaron con sus bicicletas recorriendo el mundo.

Ha llegado la hora de la comida, esa adormilada hora donde los alimentos entran como el mejor de los sedantes y luego se hace difícil volver al camino, pero hay que comer. Uno de esos almuerzos baratos con sopa y segundo hace nuestra delicia. Preguntar luego por la salida de estos laberintos y volver a la santa paz del camino.
Cambia la geografía y ahora aparecen unas inmensas montañas teñidas de verde, aunque con suerte seguimos en la planicie. Con el objetivo en mente, como siempre, nos repetimos el nombre del pueblecito donde pernoctar, juntando kilómetros y avisos se deja ver no muy lejos de allí.

Cabanillas se llama. Más chico que grande. Uno de esos lugares que plantean un problema al buscar una posada solidaria. Uno de esos que son casas a lado y lado con una diminuta plaza y una despoblada alcaldía donde tocar las puertas. Un tanto de aridez como para imaginarse un lugar donde sentar campamento. Irrumpimos entonces por esas calles de hombres que se asombran al paso de las dos ruedas y un mundo en ellas. Las posadas de paso entonces se perfilan como el lugar donde pasar la noche y se cuenta con suerte. Donde menos se espera se abre una puerta de garaje y hay cuartitos como de cuento para mitigar el cansancio de la jornada. 6 soles el cuarto y tres por la ducha que esta fuera de ellos. La ducha lo vale todo, más que una cama se necesita el agua caliente que espante el cansancio. Resulta esta una de las mejores posadas, una ducha para gastarse todo el tiempo y el agua posibles, un cariño al cuerpo venido de este precioso liquido que lo cura todo.

Pueblo pequeño por donde pasaba el fantasma del tren, un espectro de rieles que lo visitaron en antaño. Pueblo que se alista para la feria en la noche, con sus desvencijados artefactos de apuestas, de juegos, de diversión y piensa uno entonces que se puede ser feliz con tan poco. Una feria, una musiquilla saliendo de rústicos parlantes y solo eso basta para existir en esos parajes visitados por nadie.

La jornada de este día traería retos geográficos importantes. Viendo el mapa no se puede adivinar mucho, se divaga. Vuelve uno a indagar sobre puntos perdidos y distantes sin saber qué es lo que existe entre uno y otro. Ya no jugábamos sobre terreno plano, de nuevo el fantasma de las cuestas aparecía y de qué forma, solo nos fueron regalados 33 kilómetros de planicie para luego molernos el cuerpo con esos ascensos sin tope. En esos ires y venires, en ese camino de tobogán como me gusta llamarlo, de montañas donde te sientes que pedaleas en un mundo que solo existe para ti y donde te pierdes entre el verde, una gran laguna refresco el paisaje, regalos del camino rompiendo con la monotonía del cansancio. De pronto, allá a lo lejos se divisan unos coloridos y diminutos puntos naranjas, más adelante reconocemos a otros viajeros de dos ruedas, alemanes ellos, sus alforjas refulgen entre el gris del asfalto. De nuestra parte siempre hay alegría por estos encuentros casuales con los que creemos nuestros semejantes. La barrera idiomática se alza, además de la cultural. Hacemos gala de nuestra fraternidad contándoles como viene el camino para ellos y proveyéndolos de datos que le sean útiles a futuro, como casas de ciclistas, resguardos solidarios y demás datos. De su parte solo obtenemos la parca información de que más adelante vendrá una gran cuesta y así cada uno sigue su rumbo.

En efecto venia algo para sacarnos de casillas y enfrentarnos a un animal colosal. Hay subidas de subidas y esta no era una entre las más. Cuan pequeño te sientes cuando tienes ante ti el comienzo de un camino que parece eterno. Allá a lo lejos ves la cima, piensas en el tiempo que te llevará remontar aquello, el cansancio físico que demandara, miras el reloj, haces cuentas, vuelves a mirar el mapa y entonces se apodera de ti un desasosiego. Vez las nubes que amenazan con mandar sus goterones encima de ti, la carretera se siente aun mas desolada, no pasa ningún auto, eres tú, el camino y la bicicleta como único instrumento para salir de allí. Intercambio jugadas con mi compañero de viaje, decidimos ver cuán altiva es la montaña y tratar de coronarla. Nos bastan dos curvas para darnos cuenta que aquello nos llevará una gran cantidad de tiempo y el reloj juega en nuestra contra, no hay de otra, necesitamos el auxilio de los motores. La suerte sigue de nuestro lado y no hay si no que levantar el dedo, para que una grúa remolcadora se detenga ante nosotros para sorpresa nuestra. Amables hombres ayudan a que nuestras compañeras tomen posesión de su nuevo vehículo. Dada la precariedad del espacio Juan va haciéndose cargo de que las bicis mantengan su sitio atrás, a mi me es dado el puesto delantero y la conversación de nuestros amigos que de nuevo indagan y se asombran de nuestra procedencia.

Decidimos ir hasta donde nos pueda llevar el auto, que efectivamente tiene que remolcar un camión de cerveza que ha volcado en el camino ya avanzará unos buenos kilómetros. El trayecto que teníamos que atravesar no era nada amable, el mismo auto con dificultad pasmosa escala la cuesta y luego en el punto más alto de nuestro viaje un cartel nos avisa que estamos 4550 metros sobre el nivel del mar, no es ningún chiste este camino.

Al descender del auto todavía tendremos que pedalear 20 kilómetros para llegar a nuestro destino y ahora otro nuevo reto se posa sobre la ruta, es el viento, ese fantasma que aparece cuando menos te lo esperas. 20 kilómetros suponen una hora de pedaleo, pero bajo estas circunstancias el tiempo se dilata y esa meta que vemos no bien hemos tomado las bicis se hace esquiva por un tiempo mucho más prolongado como un espejismo. Mecidos y golpeados en ocasiones por los tirones del viento que agotan nuestras fuerzas y paciencia nos acercamos con lentitud a nuestro objetivo. Al llegar el hambre y el frio aprietan. Lo primero se resuelve pagando un costoso almuerzo debido a lo olvidado del lugar, Imata se llama el pequeño paraje, nunca podría olvidarlo por su intenso frio y desolación.

Con el estomago a punto, el problema ahora es donde dormir. No se reconoce nada que sirva como albergue y la policía que entre amable y parca responde con una negativa nos deja sin ninguna posibilidad, hasta de posadas carece este lugar de paso. Entonces, en esa indagación desesperada alguien nos cuenta que un hombre de cierto restaurante nos podría ofrecer su garaje para pasar la noche. Efectivamente el hombre responde con un gesto que parece sincero y tenemos de nuevo un lugar para ampararnos. Es tal el cansancio que desfallecemos no siendo hora de dormir y el suelo recibe nuestros cuerpos agotados. Solo el hambre al comenzar la noche nos levanta para degustar una sabrosa trucha y luego volver a caer en brazos de Morfeo.

No recordaba un frio como este, desde aquel helado norte argentino. Di vueltas dentro de mi bolsa como si quisiera convertirme en un capullo para sacar calor no sé de donde. En la mañana me percate de que mi frio anterior tenía fundamentos. Las ventanas de nuestro cuartito se encontraban cubiertas de una delgada escarcha y un tanque de agua, afuera, en el baño, este que servía para vaciar el mismo, se encontraba con una inmensa capa de hielo de varios centímetros que había que cortar a golpes si querías tener un poco de ella. Esa mañana también nos dimos cuenta que el albergue no fue tan solidario que digamos ya que debimos pagar un precio por él. También supimos que los alemanes del día anterior habían pernoctado allí, información que no fue compartida por ellos cuando les preguntamos por la ruta.

Planteaba este día interrogantes sobre donde llegar. Ya lo dije que sobre el mapa todo son divagaciones. Todo parece tan cerca y a la vez tan lejos que es una total incertidumbre. Cercanos a la ciudad blanca, Arequipa, pensamos que nos bastarían dos días para llegar a ella. Las montañas verdes habían desaparecido para dar paso a las rocosas y arenosas habitantes de la lejanía. Ni asomo de alguna población cercana, rectas interminables, soledad total. Arena volando en finos hilos. De pronto, al mucho rato de pedalear el camino planteaba un desvío que iba a dar al Cuzco, camino que no nos pertenecía. Unos modernos molinos daban cuenta de la fuerza eólica que aprovechaban los pobladores, lo que también nos avisaba que ese factor podría ser des estabilizante y amenazar el camino. Con un horizonte incierto y la cercanía de nuestro destino próximo y siendo fieles a nuestra filosofía económica y de pensamiento convenimos en que lo mejor era llegar a la ciudad, esta vez en más de dos ruedas. En uno de esos viejos buses peruanos fue como entonces fuimos transportados hasta la ciudad de Arequipa.

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