Lo que yo quiero decir es América Latina...

Lo que yo quiero decir es América Latina...

miércoles, 23 de enero de 2008

Si. De esta absurda comodidad. De todos estos años vividos sin sentido, sin saber que buscar, solo mal esperando lo que a mal tenga por llegar. Del ruido, de este ruido fruto del desespero y la soledad de los otros que de ellos es y jamás será mía. De su estruendo que se convierte en una sorda algarabía que no dice nada. De la falsa idea del progreso que hace rato viene cobijando esta ciudad apta para consumir y producir cuanta idea pase por la cabeza de alguien. De esa ida de progreso que acabo con los cimientos de una memoria arquitectónica para dar paso a ladrillos baratos y mal puestos. De esa idea del progreso que desemplea a tantos activos inútiles que no saben cultivar el buen ocio. De esa falsa idea de progreso que crea parques paradójicos que no hacen honor a su nombre, solo deseos y nada de realidades, solo oscuridad en los parales de la luz, pies descalzos en los parques de lisiados sin hogar, y en el de la presidenta acentuando la ironía de la identidad sexual de nuestros mandatarios. De lo propio también. De lo más, de lo mió, de lo íntimo, de lo que me circunda, de lo degustado día a día en estas cuatro paredes adornadas como un pesebre, fruto del tiempo que le sobra a mi madre y la falta de gusto y de imaginación que siempre ha poseído mi padre. De esta falta de aire ante tanto objeto que no tiene su lugar en este espacio, mientras el mió sigue igual e inmutable por años, entra algo y sale lo otro. Del ruido propio de este espacio como también lo tiene la ciudad. Por momentos se hace más insoportable el ruido de aquí que el de afuera. Esta es la pelea de la falsa comodidad. No hablo del teatro de los otros, hablo del mío, que los otros si quieren sigan con el telón abajo sin querer darse cuenta de su ridícula función. De este ruido que puede ser tan fastidioso como el zancudo que te visita cuando estas cerrando tu acto y emprende su sinfonía de locura en la oscuridad, a las puertas de tu oído y cuando ya las luces han caído. De este ruido que no puedo dejar de odiar como me odio a mí mismo por odiarlo también. Este ruido que habla en los momentos más inesperados y no me deja ser, cuando simplemente quiero estar. Pareciera que este pequeño espacio se multiplica y son todas las calles y todas las voces de ellas que pregonan la desesperación de la soledad. Una casa es eso, el encierro del pregón de la soledad. Por eso existen aparatos como los teléfonos, para seguir amplificando la angustia y contar a otros nuestros pesares, y la televisión como un grito prolongado de muchas voces, de extrañas voces que mutan en seres increíbles anunciando su desesperación. Las ventanas son la indiscreción, las cortinas son la moral, por eso aquello de que la moral es doble. Hay un tela transparente que roza el vidrio haciéndole un leve coqueteo, pero atrás hay una tela que nada deja ver. Los hay entonces que en las más de las veces habitan su prisión, encienden el medio ciego en el cual la fealdad se oculta y crean monstruos horripilantes, con voces salidas de cavernas mitológicas, hablo como no, de la radio, invento detestable para difundir la ignorancia y las formas del mal hablar, aparato en el que el pueblo errado se agazapa y se solaza. El loro, el lorito, pica que repica, en la casa, en los buses, en los almacenes de ropa (Absurda idea de marketing), altavoces en el puesto de salud, musiquita bastarda de fondo en los supermercados y los grandes almacenes de cadena, que encadenan, falso asomo de cultura en los restaurantes. El loro, el lorito, pica que repica. Bocinas agujereadas expeliendo una agonizante compañía que nunca se ve, despistando las soledades de muchos, “Vea préndame ese radio que esto esta como un cementerio”, exclama alguna voz. Benditos muertos descansando en la paz de la nada, pero tampoco, aquí estos sufridos muertos que sufrieron en vida; vaya uno a saber sus pesares y sus pocas dichas, siguen sufriendo si van a dar al San Pedro, no pueden descansar, donde los saltimbanquis, maromeros y cuanta propuesta artística ramplona se le ocurra al que vive de las musas que nunca lo visitan, hacen el mas mundanal ruido, pobres almas que siguen atormentándose, en el cielo, en el infierno, en el purgatorio donde estoy seguro llega toda esa bullaranga. De este ruido de hogar, desdeño mientras lo tengo, no se si llegara el momento de extrañarlo. Por ahora propondría el humilde voto de silencio y la santa paz de la gestualidad o por lo menos la letra que necesariamente ha de decirse. La comunicación certera, eficaz y edificante esta en la letra de menos. Del ring, ring, ring, del que se desprenden preguntas sin dirección e intereses sin intereses. Exclamaciones programadas y gestos ciegos. Del otro lado de la pantalla con canales programados solo se puede emitir el más perfecto curso de ignorancia y consumismo, de parámetros a seguir.

De todas estas malas yerbas creciendo como una gran maleza, desplazándose en las más variadas plataformas que da la vida, estos pedazos de humanos enmarañándolo todo, tomando múltiples formas, abarcando todos los espacios posibles con su hedor. Yerba mala, rastrojo que ya no se quita ni con el más duro y afilado machete. Crecen estas personillas y los vez desplazándose en sus automóviles de lujo, sintiéndose dueños del mundo, conduciendo con las vendas de toda una vida, una magna sonrisa tan perfecta como su falta de lucidez. La maleza crece y crece y los autos pasan a colonizar el cielo en edificios que se pegan como enredaderas en el aire, entonces si, la industria del ladrillo prospera, las compañías de lo efímero triunfan para hacer desaparecer las montañas y pegar árboles artificiales. Ahora los árboles no crecen, se trasladan, la maleza humana no los deja ser, tumbándolos para dar paso al ancho de cemento, para prolongar la risa de quien pilotea a los dioses de cuatro ruedas. Este rastrojero humano imposible de acabar planta semillas por doquier. De sus malas construcciones, artificiales como sus vidas, de sus huecos de pájaros plásticos para anidar cómodamente mientras vengan las lluvias que son más y más y cada vez más, alto alto bien alto como su mentira se erigen sus viviendas como el monumento único al despilfarro y entonces las casas, las pocas casas que quedan son museos a los que se mira raro. Dejemos el cemento y las moradas. Pasemos al otro teatro. De la academia, de la loca carrera por ser alguien, la compra de títulos para ser y pertenecer. Médicos, abogados, ingenieros, constructores, informáticos, carreras con futuro, lindos cartones que no tapan nada, colgados a una pared que deslumbra cuando se lee en voz alta. De ese otro discurso que nos tuvimos que tragar como tontos, como lelos, bajo esa otra dictadura del rigor, un rigor que tampoco era tanto si uno sabía no dejar consumirse, si se sabía “astuto” para trasegar entre esos discursos rimbombantes en boca de tímidos profesores que si acaso invitaban al conocimiento. Repetir y repetir, para al final poder seguir al parloteo, olvidando lo esencial: la memoria. La memoria como pasado, como cimiento para construir futuro, memoria como orientación. Pero aquí es imposible, todo se nos olvido, inclusive desde el almuerzo, por eso hay que repetir lo que nos acaban de decir, de dictaminar. Academicomicos, tragedia que muchos quieren seguir por años para sumar cartones, construir una caja y enterrarse con ella, como construir su propia tu tumba, ese parece ser el único trabajo del hombre. Que lucido me suenan las palabras de Vicente Huidobro cuando dice: “Soy abogado, soy ingeniero, soy… ¿y a mi qué? Eso sólo prueba que posees un diploma de limitación”. Ahí están entonces los miles de limitados que se siguen limitando aun más en la carrera de ratas. Es igual el mendigo que duerme en la calle al académico que todavía no se cansa de albergar “el alma mater”, la de aquí y la de allá y la de más allá que por supuesto siempre será la mejor, digo que son iguales porque a los dos no les queda más que cartones para cubrirse, los dos los exhiben y cubren con ellos su miseria. De esa limitación, de comprar conocimiento, de comprar prestigio, de esa inversión a años, años luz diría yo, invertir en dinero para tener tiempo y después volverse locos cuando no saben que hacer con el. Recodemos las palabras del joven Werther diciéndonos: “los más de los hombres trabajan la mayor parte del tiempo para vivir, y la pizca de libertad que les queda los atosiga tanto, que buscan por todos los medios verse libre de ella”. Luego de todo esto quedan los rostros de siempre. Los que ves todos los días así no los conozcas, o lo que es peor conociéndolos. De este espacio diminuto lleno de aeropuertos, un gusano gris que atraviesa y se trepa por cada resquicio de esta ciudad. Un espacio con cientos de salas de cine donde no encontrarse y no verse. Las caras, las caras, siempre los espacios comunes, donde vuelves y los ves, los ves, te cansas de verlos, con otra ropita, la misma de siempre, la niña nueva, la moda de ayer con otro doblez. Las mismas épocas encontrándose en el mismo espacio, espacio asfixiante, insuflado por olor a frituras, cerveza en vaso de plástico y en el aire el inconfundible olor de la hierba de siempre, que flota para perderse en el aire y así todos tan etéreos, pero todos tan de aquí. Pero el capitán me recordó una frase capital que no se me borrará nunca: no soy de aquí, ni me parezco a nadie. Por eso, por todas estas cosas que acabo de nombrar y por tantas otras gigantescas pequeñeces que se me quedan en el tintero, quiero gritar a viva voz las palabras de Montaigne: “A quienes me preguntan la razón de mis viajes les contesto que sé bien de que huyo pero ignoro lo que busco”