Lo que yo quiero decir es América Latina...

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jueves, 2 de diciembre de 2010

Arequipa o el hilo del recuerdo.

Dentro del bus unas mujeres con sus trajes típicos; aunque esta vez predomine el negro, tejen y sin despegar sus ojos de las agujas hacen bromas y conversan animadamente. Afuera voy adivinando el panorama que se presenta de una aridez y soledad abrumadoras. Es un pequeño punto que se mueve en medio de la nada este transporte. Voy jugando sobre cómo pudo haber sido este trayecto en la bicicleta, eso siempre pasa cuando debo tomar un transporte que no sea el de mis dos ruedas. Pensaba en la posibilidad de haberlo hecho en ella o no, entonces cada cuesta es un descanso y la desolación una batalla que se ha ganado sobre esta decena de ruedas.

No pasa mayor tiempo sobre este desvencijado bus que quien sabe cuántas veces habrá hecho este mismo monótono trayecto y ya voy entrando a la blanca ciudad de Arequipa. Aquí me asalta el recuerdo de la juventud, no vengo a conocer, vuelvo a reconocer. Hace diez años con todo el candor de mi juventud, una mochila al hombro y la compañía de un gran amigo veníamos dando desprevenidos saltos hasta esta parte del continente, este en aquellos tiempos fue nuestro punto más lejano, nuestro desparpajo no nos permitió llegar más lejos, en esta ciudad hicimos cuentas que nuestro dinero no daría para recorrer un país más. Llegada esta pues a esta, ciudad de gran significación para mí, con ella cerraba un ciclo, completaba Suramérica, ya podía decir que le había dado la vuelta, pero el viaje no termina, el viaje nunca termina. Aquella vez con mochila y menos años, ahora con bicicleta y más kilómetros.

No atinaría a decir si todo estaba igual o se encontraba diferente. La ciudad era un vago recuerdo, yo tenía que ir identificándola de nuevo. Después de la aridez del camino a la entrada de la ciudad una porción de verde, unos sembrados desconocidos refrescaban el paisaje, luego adentro la ciudad antigua y la nueva se confundían. Sin vacilar había que ir en búsqueda del centro, no contaba esta vez con una posada solidaria y tendría que vivir de nuevo la urbe desde los hoteles de paso con su encanto especial. Siempre he dicho que me gustaría vivir algún fragmento de mi vida, periodo corto de tiempo en algún cuarto de hotel, no sé que tipo de hotel, cualquiera, desde una humilde pieza, esos hoteles tan chicos donde el portero termina sabiendo tu vida, hasta los grandilocuentes donde eres solo un numero de cuarto. Me gustaría tener que ir en esos chicos siempre al restaurante de la esquina a buscar la comida, donde llegue y me conozcan, ubicarme siempre en la misma mesa con horarios casi fijos, hasta estar en esos donde el servicio al cuarto de la posibilidad de no salir si se quiere uno quedar y ver el mundo solo desde la ventana o el balcón si así lo permite. Me parece que por los pasillos del cuarto de cualquier hotel pasa toda la vida, vienen todos con su mundo de trabajos, de viajes, de penurias, de amores al vuelo y las habitaciones son guaridas para escapar, no son refugio como lo puede ser un hogar, la esencia de un viaje de un viaje se completa en un cuarto de hotel cuando se abre la maleta adentro de él y te das cuenta que ahí está la vida entera y además de que esta vida es prestada, alquilada en este caso, que poder ejercen esos cuartitos para mí.

Ahora bien, hablando de instalarse, buscar ese refugio, albergue, posada, hotel, motel, hostal, tantos nombres y solo uno. Qué momento placentero esa incertidumbre de cual será nuestro espacio. Es como un anaquel de pequeñas casas, un desperdigado anaquel de fachadas que hay que ir descifrando y cuando tus pesos son pocos descartar y descartar. Si hay una calcomanía de máster card o visa en la puerta, olvídalo, no es para ti, de seguro vendrá con desayuno incluido, pero eso será en otra ocasión, es como si tuvieras que escoger la mujer con la que vas a pasar la noche, para aquellos que las buscan, entre un ramillete de doncellas de saldo y esquina como dice Sabina. Te vas por la más recatada, la de maquillaje caído y desdibujado, la que no sobre sale sobre las demás, la que se junta con sus compañeras y no destaca. Entre callecita y callejuela vamos encontrándola y como dije antes su fachada sin pretensión nos abre las puertas.

Paredes rayadas por los amantes que las habitaron, pasillos oscuros y estrechos, una mosca que se quedo atrapada y no puede salir de allí pues no hay ventanas y torpe se golpea contra las paredes del desespero, tenemos compañía y un televisor en lo alto iluminando de imágenes vacías las cuatro paredes, ese es nuestro palacio. El baño queda afuera y es amplio, como olvidado, aparte, bien aparte, una escueta cortina que no abarca la inmensidad de la bañera, la vieja bañera y un chorrito que cae como desde el cielo en un hilito de agua, todo lo necesario para volver a la vida.

La ciudad blanca la llaman, Arequipa, un cielo azul donde es posible ver cóndores que esta vez no se dejaron ver. Blanco el cielo también, blancas las paredes de bloques macizos, antiquísimos, bloques con inscripciones, filigrana de cemento, en cualquier pared, en cualquier fachada, el hombre escribiendo sobre su morada, un territorio marcado. Mucho más significativa la de las iglesias, las innumerables iglesias desperdigadas por toda la ciudad. Su frente cubierto por escudos, rostros, frases en latín recordándonos el yugo español, el poderío esclavista de su palabra, sus imágenes queriendo tocar el cielo.

Pero la ciudad es mucho más que esas iglesias de belleza ancestral, son sus calles de piedra también, blanca piedra curtida por el paso del tiempo, las letras de quienes la toman por papel, pasillos que en la noche son iluminados por faroles. Vagamente me llegaba la imagen de aquella noche de una década atrás, nunca pude identificar con exactitud donde fue que estuve, problemas de alcohol y me memoria claro está. Se encoge la ciudad al darle vueltas y más vueltas, el centro está en cualquier parte y adivina uno si ya paso por aquí o no. Los arcos de la plaza en el parque son altísimos, uno detrás de otro dibujan un circular túnel a su alrededor por el que discurre un número considerable de turistas indagando como siempre por lo que hay que ver. Por curiosidad morbosa preguntamos por cierta excursión turística, el valle del colca esta vez y entonces claro, el discurso de siempre, de vendedora paisajística: el bus los recoge a, hace una primera parada en, estaríamos visitando tal, a eso del medio día tiene usted la posibilidad de, ya en horas de la tarde nos estaríamos acercando a, tiene usted la posibilidad entonces de, allí podrá apreciar a o b, con la posibilidad también pagando una cuota extra de ir a c y conectar con d en una viaje de aventura, para luego de varios días u horas dependiendo de su tiempo y posibilidad económica, llegar a casa y conocer el lugar por medio de las fotos o videos que logro usted captar. Gracias señorita ha sido usted muy amable, veremos las fotos por google imágenes o buscaremos la información por wikipedia o lo que es mejor, empezaremos a ahorrar para un próximo viaje.

Vámonos a tomar un pisco le digo al Juan. Ya ha caído la noche y hay que iluminarla con algunos tragos, saludar a este nuevo país con su bebida, que mejor homenaje, ancestral bebida hecha de la uva, diáfano trago que es disputa entre chilenos y peruanos. En las calles se escuchan voces, muchas, diferentes voces, discordantes voces de todas partes. Por esta temporada parece que hubieran soltado a todos los franceses posibles y hubieran escogido como destino común Suramérica, uh la la, cest la france. También y como una plaga nuestro acento colombiano no es ajeno y esa tonadita revolotea en el aire. No sabíamos porque, pero veníamos huyéndole a ella, corriendo de la compañía de la patria. ¿Por qué?, le pregunte al Juan, porque hacemos esto. Bien, decidimos abrirnos, no al mundo, al mundo hace rato nos habíamos abierto, abrirle la puerta a los nuestros, volver a ellos. Nos dijimos que de encontrarlos departiríamos con ellos y así nos lanzamos a la calle para conversar con la ciudad, ver su mejor cara de noche en la compañía del pisco.

Entrada la noche, disminuido el pisco y con las luces mas centellantes divagábamos en busca de un no sé qué. Comíamos un buen plato de chaufa, ese arroz que da cuenta de la mixtura de orientales en el país de los incas. Plato de arroz abundante y generoso que se ve en toda la extensión de esta nación. Entraba el espíritu burlón de la música, invitaba con unas notas que cantábamos y empezamos a buscarla y no la encontramos, ella nos encontró a nosotros. Venida de una guitarra, de cuatro sujetos y una chica, venida de un rincón de la calle, venida desde Colombia. Si, habíamos invocado la patria y ella tan buena en su infinita misericordia nos trajo algunos de sus hijos. Con esa ebria tonada inconfundible le hicimos un guiño e inmediatamente respondió y de la mejor manera que sabe hacerlo, con una copa en la mano, que patria ebria tenemos. Rasgando la guitarra con clamor nos fuimos instalando en una cera de cualquier calle en construcción y se junto la bulla y la algarabía de un país. Discurría de mano en mano las copas de trago barato sin identificar la calidad de él. Tonadas de la tierra que solo serían cantadas en esas circunstancias se entonaban con un impresionante júbilo.

La noche se diluyo sin saber cómo en otra posada que no fue la nuestra, la patria seguía cantando exacerbada, se estrechaban los abrazos, se levantaban las voces, tanto como para que fuéramos arrojados de allí, y tener que volver al cuarto de hotel, dulce hotel.

Arequipa volvió a ser lo de antes, casi lo de hace diez años atrás, lo cual quiere decir que no he cambiado mucho. Pero todavía nos faltaba una ciudad por conocer, con la lentitud y el paso tranquilo que debe hacerse. La excusa para caminarla fue buscar un mapa de Perú que hasta el momento no tenía. Me había estado moviendo con pedazos del que traíamos del país anterior.

De una librería a otra iba preguntando por el mapa que no aparecía, así dibujaba el mapa de Arequipa. En ese andar tope con el mercado central, ese lugar donde siempre se puede uno perder horas entre sus particularidades, de puesto en puesto. Entre hortalizas miles, carnes, trozos de pollo sobre la blanca loza, mariscos y la rareza de los anfibios colgados sobre un hilo, así como se lee, pequeñas ranas secas pendiendo en el aire como un exótico manjar, del que hasta jugo sacan, el letrero reza: Jugo de Rana, allá ellos. La fila de mujeres que venden jugos naturales, bendito trópico que calmas nuestra sed con papayas, fresas, maracuyá, carambolos, moras, mangos, piñas y cuanto fruto brota de estas sagradas tierras. Mas allá el sector de las comidas donde hay que ceder ante un ceviche, es imposible no detenerse y dejar que una de esas mujeres ponga un plato ante ti. Ese pescado marinado con jugosos limones, pedazos de algas, morada cebolla, picante por doquier, batata dulce, frijol, todo, todo en un solo plato y además, una refrescante chica morada para calmar la sed.

Pudimos encontrar el mapa que mostraba en toda su extensión al Perú, volví a recordar a Graham Green con aquello de que “no hay mejor materia para un sueño que un mapa”. El ultimo y dada la laboriosidad de mi compañero de viajes nos dimos a la tarea de acicalar un poco a nuestras compañeras de viaje, en una pequeña terraza de nuestra posada y con el amparo de un radiante sol, hacíamos esas tareas propias de la errancia, lavar algunos ropajes, limpiar, poner todo en orden, hacer algunas compras como combustible y víveres para enfrentar lo que faltaba de camino, que no era poco. Así volvíamos al camino alejándonos de Arequipa y su estela de recuerdos.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Rumbo a la ciudad blanca.



Empieza el juego con la geografía variada. Hay que remontar una cuesta para salir de Puno. Entre calles estrechas y de curvas cerradas sorteo la salida. Esto todavía es la puerta de entrada al Perú, las gentes de este acogedor país me lo recuerdan y un hombre a la salida de la ciudad, en todo lo alto de ella me dice: Bienvenido al Perú. Se aprecia desde lo alto la ciudad y el lago que la acaricia, la última mirada al lago sagrado.

Me desprendo en un largo descenso, de nuevo otro ascenso y por último la llanura, constante llanura. A pesar del sol no está de más el abrigo cuando se corta el viento. En las fachadas de las casas hay mil y una pintada con propaganda política, diseminados partidos alzando sus voces en los olvidados muros de ningún lugar.

Llegando a Juliaca se sucede la despedida con nuestros amigos, ellos van en pos de otros rumbos, se dirigen a la mágica ciudad de Cuzco, puerta del imperio inca. Que recuerdos me traen esas tierras visitadas hace tanto. Nuestros caminos no son los mismos, Cuzco es una ciudad potencialmente turística, ciudad que junto como mi compañero en momentos distintos visitamos, por lo que optamos virar nuestro camino. Nunca se acostumbra uno a ese extraño acto de despedirse. Entre los ruidos de las moto taxis y el éxtasis del medio día cerramos con un abrazo, un afectuoso hasta luego seguros de que nuestros mapas nos traerán de vuelta en este continente que se va achicando más a medida que lo recorres.

En el mentado Taiwán peruano; como nos comentaron que le decían a esta ciudad, debo ir en búsqueda de mi aro y empezamos a indagar donde se ubica el ojo del huracán de las ventas. Por caóticas calles nos vamos abriendo paso, es tal el desorden que prima allí que un buen hombre desde su auto nos ofrece guiarnos, así que somos peces pilotos siguiendo la cabeza de cuatro ruedas. Una vez allí estalla un mar de gritos, ofertas de todo tipo entre alimentos, enseres, juegos, herramientas. En verdad aquello era un pequeño Taiwán. Dada la imposibilidad de circular por esos pasajes atestados de gente y productos, Juan cuida las bicis mientras voy preguntando por un aro de 32, marca Maveric. Empiezan las negativas y mi desconsuelo, pero siempre se levanta una voz de no sé donde que me da una luz. Bien al fondo en otro de esos pasajes un hombre afirma tener lo que busco, a un precio cómodo mi bicicleta volverá a rodar como es debido.

Me seguiré sorprendiendo de la presteza de aquellos que saben bien su oficio. Dejo en sus manos a mi compañera y mientras este hombre hace lo que a bien sabe hacer nos tomamos un respiro, volvemos a nutrirnos de jugosas mandarinas que a bien quiere invitarnos este hombre sabio y aparecen historias de otros que por allí pasaron con sus bicicletas recorriendo el mundo.

Ha llegado la hora de la comida, esa adormilada hora donde los alimentos entran como el mejor de los sedantes y luego se hace difícil volver al camino, pero hay que comer. Uno de esos almuerzos baratos con sopa y segundo hace nuestra delicia. Preguntar luego por la salida de estos laberintos y volver a la santa paz del camino.
Cambia la geografía y ahora aparecen unas inmensas montañas teñidas de verde, aunque con suerte seguimos en la planicie. Con el objetivo en mente, como siempre, nos repetimos el nombre del pueblecito donde pernoctar, juntando kilómetros y avisos se deja ver no muy lejos de allí.

Cabanillas se llama. Más chico que grande. Uno de esos lugares que plantean un problema al buscar una posada solidaria. Uno de esos que son casas a lado y lado con una diminuta plaza y una despoblada alcaldía donde tocar las puertas. Un tanto de aridez como para imaginarse un lugar donde sentar campamento. Irrumpimos entonces por esas calles de hombres que se asombran al paso de las dos ruedas y un mundo en ellas. Las posadas de paso entonces se perfilan como el lugar donde pasar la noche y se cuenta con suerte. Donde menos se espera se abre una puerta de garaje y hay cuartitos como de cuento para mitigar el cansancio de la jornada. 6 soles el cuarto y tres por la ducha que esta fuera de ellos. La ducha lo vale todo, más que una cama se necesita el agua caliente que espante el cansancio. Resulta esta una de las mejores posadas, una ducha para gastarse todo el tiempo y el agua posibles, un cariño al cuerpo venido de este precioso liquido que lo cura todo.

Pueblo pequeño por donde pasaba el fantasma del tren, un espectro de rieles que lo visitaron en antaño. Pueblo que se alista para la feria en la noche, con sus desvencijados artefactos de apuestas, de juegos, de diversión y piensa uno entonces que se puede ser feliz con tan poco. Una feria, una musiquilla saliendo de rústicos parlantes y solo eso basta para existir en esos parajes visitados por nadie.

La jornada de este día traería retos geográficos importantes. Viendo el mapa no se puede adivinar mucho, se divaga. Vuelve uno a indagar sobre puntos perdidos y distantes sin saber qué es lo que existe entre uno y otro. Ya no jugábamos sobre terreno plano, de nuevo el fantasma de las cuestas aparecía y de qué forma, solo nos fueron regalados 33 kilómetros de planicie para luego molernos el cuerpo con esos ascensos sin tope. En esos ires y venires, en ese camino de tobogán como me gusta llamarlo, de montañas donde te sientes que pedaleas en un mundo que solo existe para ti y donde te pierdes entre el verde, una gran laguna refresco el paisaje, regalos del camino rompiendo con la monotonía del cansancio. De pronto, allá a lo lejos se divisan unos coloridos y diminutos puntos naranjas, más adelante reconocemos a otros viajeros de dos ruedas, alemanes ellos, sus alforjas refulgen entre el gris del asfalto. De nuestra parte siempre hay alegría por estos encuentros casuales con los que creemos nuestros semejantes. La barrera idiomática se alza, además de la cultural. Hacemos gala de nuestra fraternidad contándoles como viene el camino para ellos y proveyéndolos de datos que le sean útiles a futuro, como casas de ciclistas, resguardos solidarios y demás datos. De su parte solo obtenemos la parca información de que más adelante vendrá una gran cuesta y así cada uno sigue su rumbo.

En efecto venia algo para sacarnos de casillas y enfrentarnos a un animal colosal. Hay subidas de subidas y esta no era una entre las más. Cuan pequeño te sientes cuando tienes ante ti el comienzo de un camino que parece eterno. Allá a lo lejos ves la cima, piensas en el tiempo que te llevará remontar aquello, el cansancio físico que demandara, miras el reloj, haces cuentas, vuelves a mirar el mapa y entonces se apodera de ti un desasosiego. Vez las nubes que amenazan con mandar sus goterones encima de ti, la carretera se siente aun mas desolada, no pasa ningún auto, eres tú, el camino y la bicicleta como único instrumento para salir de allí. Intercambio jugadas con mi compañero de viaje, decidimos ver cuán altiva es la montaña y tratar de coronarla. Nos bastan dos curvas para darnos cuenta que aquello nos llevará una gran cantidad de tiempo y el reloj juega en nuestra contra, no hay de otra, necesitamos el auxilio de los motores. La suerte sigue de nuestro lado y no hay si no que levantar el dedo, para que una grúa remolcadora se detenga ante nosotros para sorpresa nuestra. Amables hombres ayudan a que nuestras compañeras tomen posesión de su nuevo vehículo. Dada la precariedad del espacio Juan va haciéndose cargo de que las bicis mantengan su sitio atrás, a mi me es dado el puesto delantero y la conversación de nuestros amigos que de nuevo indagan y se asombran de nuestra procedencia.

Decidimos ir hasta donde nos pueda llevar el auto, que efectivamente tiene que remolcar un camión de cerveza que ha volcado en el camino ya avanzará unos buenos kilómetros. El trayecto que teníamos que atravesar no era nada amable, el mismo auto con dificultad pasmosa escala la cuesta y luego en el punto más alto de nuestro viaje un cartel nos avisa que estamos 4550 metros sobre el nivel del mar, no es ningún chiste este camino.

Al descender del auto todavía tendremos que pedalear 20 kilómetros para llegar a nuestro destino y ahora otro nuevo reto se posa sobre la ruta, es el viento, ese fantasma que aparece cuando menos te lo esperas. 20 kilómetros suponen una hora de pedaleo, pero bajo estas circunstancias el tiempo se dilata y esa meta que vemos no bien hemos tomado las bicis se hace esquiva por un tiempo mucho más prolongado como un espejismo. Mecidos y golpeados en ocasiones por los tirones del viento que agotan nuestras fuerzas y paciencia nos acercamos con lentitud a nuestro objetivo. Al llegar el hambre y el frio aprietan. Lo primero se resuelve pagando un costoso almuerzo debido a lo olvidado del lugar, Imata se llama el pequeño paraje, nunca podría olvidarlo por su intenso frio y desolación.

Con el estomago a punto, el problema ahora es donde dormir. No se reconoce nada que sirva como albergue y la policía que entre amable y parca responde con una negativa nos deja sin ninguna posibilidad, hasta de posadas carece este lugar de paso. Entonces, en esa indagación desesperada alguien nos cuenta que un hombre de cierto restaurante nos podría ofrecer su garaje para pasar la noche. Efectivamente el hombre responde con un gesto que parece sincero y tenemos de nuevo un lugar para ampararnos. Es tal el cansancio que desfallecemos no siendo hora de dormir y el suelo recibe nuestros cuerpos agotados. Solo el hambre al comenzar la noche nos levanta para degustar una sabrosa trucha y luego volver a caer en brazos de Morfeo.

No recordaba un frio como este, desde aquel helado norte argentino. Di vueltas dentro de mi bolsa como si quisiera convertirme en un capullo para sacar calor no sé de donde. En la mañana me percate de que mi frio anterior tenía fundamentos. Las ventanas de nuestro cuartito se encontraban cubiertas de una delgada escarcha y un tanque de agua, afuera, en el baño, este que servía para vaciar el mismo, se encontraba con una inmensa capa de hielo de varios centímetros que había que cortar a golpes si querías tener un poco de ella. Esa mañana también nos dimos cuenta que el albergue no fue tan solidario que digamos ya que debimos pagar un precio por él. También supimos que los alemanes del día anterior habían pernoctado allí, información que no fue compartida por ellos cuando les preguntamos por la ruta.

Planteaba este día interrogantes sobre donde llegar. Ya lo dije que sobre el mapa todo son divagaciones. Todo parece tan cerca y a la vez tan lejos que es una total incertidumbre. Cercanos a la ciudad blanca, Arequipa, pensamos que nos bastarían dos días para llegar a ella. Las montañas verdes habían desaparecido para dar paso a las rocosas y arenosas habitantes de la lejanía. Ni asomo de alguna población cercana, rectas interminables, soledad total. Arena volando en finos hilos. De pronto, al mucho rato de pedalear el camino planteaba un desvío que iba a dar al Cuzco, camino que no nos pertenecía. Unos modernos molinos daban cuenta de la fuerza eólica que aprovechaban los pobladores, lo que también nos avisaba que ese factor podría ser des estabilizante y amenazar el camino. Con un horizonte incierto y la cercanía de nuestro destino próximo y siendo fieles a nuestra filosofía económica y de pensamiento convenimos en que lo mejor era llegar a la ciudad, esta vez en más de dos ruedas. En uno de esos viejos buses peruanos fue como entonces fuimos transportados hasta la ciudad de Arequipa.

Al alto Perú.



Diez años ha que no pisaba tierras peruanas. Levantarse para ir en busca de una nueva frontera tiene un encanto particular. Los kilómetros bajo ese propósito se diluyen y solo existe la meta. El paisaje acompaña mucho mas como resguardando el objetivo. Seguía con la compañía de la dulce agua del inmenso lago Titicaca escoltando mi paso, llevándome.

Las fronteras son como un degrade de pueblos, un leve cambio, un tonito diferente, tal vez algunos nuevos ropajes, otras costumbres, pero todo en un manto de sutileza. Del lado boliviano el cobijo del lago y su extenso pasto amarillo, casitas parapetadas en la hierba. Solo ocho kilómetros para ir en búsqueda de la frontera, calma frontera, nuevo premio de montaña. Siempre los ingenuos hombres de migración sin poder acreditar nuestro paso, un sello más y la sorpresa de su parte por las mochilas de la bicicleta. Algunos curiosos indagan por el viaje, hombres que reconocen un sueño, gente que se ve viajando contigo.

Una inscripción que recuerda el lago sagrado del Titicaca y una puerta de entrada al Perú. Un pequeño arco que me marca el nuevo país, un país que en viejos tiempos era un vasto territorio que abarcaba más de lo que es ahora. Recuerdo que en un pequeño pueblo del norte argentino, La caldera, un cartel anunciaba que por allí pasaba el camino que conducía al alto Perú. Desde allí se me dibujo el país de los incas, un pueblo que iba y venía como en una eterna procesión nómade conversando con los suyos, llevando e intercambiando sabiduría.

Gratamente sorprendido entro a este país que me recibe con cientos de sonrisas y saludos desde el costado de la carretera. Brazos de hombres laboriosos que se alzan para dar la bienvenida, tímidas sonrisas de mujeres que caminan lento, coquetos y juguetones gestos de niños que admiran el paso de mis dos ruedas. Es la región de Puno con sus 3.825 metros sobre el nivel del mar. Hermosa planicie que sigue teniendo como compañera al sagrado lago. Somos ahora un grupo de cuatro pedaleando, sigo con la compañía de Carlos y Sonia, nuestros amigos españoles y la siempre fiel compañía de mi amigo Juan. Me desprendo en una alargada solitaria como queriéndome comer el país primero que ellos, ver todo antes que nadie. No cesan los saludos que tan importantes son, yo los siento como un sinónimo de hermandad, algunos indagan por mi origen y entonces Colombia no se les hace ajeno ni lejano cuando lo grito desde mi bicicleta.

Va terminando esa primera jornada para empezar a sentir en Perú. Nos detenemos a la entrada del primer pueblo que será nuestro resguardo, una agradable jornada de setenta kilómetros. Desde lo alto del pueblo, a la vera de la carretera divisamos el que será nuestro hogar. Las calmas aguas del Titicaca con una porción de hierba nos llaman para armar campamento, siente uno entonces que es tierra de todos, como debe ser. Me detengo un momento para observar a mi compañera como escrutando su estado y observo un imperfecto en ella. Su aro trasero está resentido, es el peso y los sobresaltos del camino que han hecho mella, uno, dos, tres, cuatro rajaduras me alertan, hay que cambiar el aro. Empieza entonces el juego de los kilómetros. Donde estamos, cuánto durará, donde podre cambiarlo, son las preguntas que me hago. Más adelante aparecerá la ciudad de Puno, tal vez allí sea.

No nos equivocamos en el lugar escogido para pernoctar. Con el permiso de la policía bajamos hasta el lago y hacemos campamento. Sorprende la belleza del pueblo, con su inmensa plaza y como no, la iglesia ponderosa de belleza, ese legado español sembrando su semilla cristiana por todos los rincones.
Cae la noche y con ella el frio. Metidos en nuestras bolsas de dormir comiendo unos trozos de pollo nos alcanza la oscuridad quebrantada solo por las miles de estrellas en el cielo, las aguas mansas del Titicaca y su niebla nos adormecen.

Se abre el día y con él un nuevo objetivo, la ciudad de Puno. En estas tierras de la abundancia y el buen comer las costumbres son otras, sobre todo para quien no es de estas tierras. Un desayuno es algo más que unos cereales o un escueto pan con café. Bien lo sabemos nosotros acostumbrados a ello. Nuestros asombrados amigos españoles abren los ojos ante el tazón de caldo de pollo a ingerir en la mañana. Juan y yo tenemos una mirada cómplice y de gusto ante este manjar. Flotan los trozos del animal en un caldo exquisito. Carlos se suma y se aventura a ingerirlo, Sonia por su parte es más clásica y pide lo habitual. Con el estomago lleno nos aprestamos a una generosa jornada de pedaleo. Continúan las planicies y vuelvo a escapar de la manada en pro de mi soledad, la mejor compañera del camino. No cesan los saludos y kilómetros más adelante retorna la panamericana, esa vía que como una flecha con curvaturas atraviesa este continente, ancha, plana en este caso nos lleva con dirección a Puno. Las mandarinas y variadas frutas son el alimento que nos proveen esos pueblos donde hacemos un alto. Un jugo tal vez, un yogurt cuestiones tan comunes para hacer fuerza y seguir.

La alegría de ver una ciudad nueva que te da la bienvenida es incomparable. Sigue extendiéndose el Titicaca, bordeando la ciudad de Puno. Hay cantos y risas al entrar a ella. Hay impaciencia también por llegar a su centro. La fiebre del mundial de fútbol paraliza el tiempo, yo, escéptico del juego de la pelota, huyo de mis compañeros que van al ritual de la observación y el aliento. Tengo un momento de paz cuando decido apartarme de ellos y regalarme un tiempo para mí. La alcaldía abre sus puertas para resguardar a nuestras compañeras de viaje. Un libro y la certeza de noventa minutos de juego son mi espacio, pero es difícil escapar a la convocatoria de la pelota, en cada pequeño televisor transmiten el juego, me doy un almuerzo rápido para huir de la hipnosis del balón. Una vez terminado el juego y con las risas de mis amigos españoles por la victoria de su equipo nos separamos nuevamente, vamos cada uno en procura de nuestro hogar de paso.

Una casa se nos abre en esta ciudad. Hay que hacer el trámite necesario, las llamadas, la espera posterior. En la plaza principal hay sol, pero a la sombra sin embargo hay frío. Las palomas siguen visitando las estatuas y cagándose desprevenidamente en ellas mientras los turistas van desorientados de aquí para allá, mientras tanto en una de esas bancas de parque un hombre nos aborda, con sonrisa amigable y el tiempo se deja ir entre charlas que nos van acercando al pueblo. La constante de siempre, indagar por la situación de ellos, el verdadero dialogo, con las bicicletas de por medio y siempre, ser hermano en los problemas y las desventuras de pueblos vecinos.

Tenemos un cuarto más no un hogar, cada espacio es diferente. No hay agua, viene a ratos y uno esperando el ansiado baño. Nuestro anfitrión apenas se deja ver y nos deja allí en ese cuarto desordenado, con algunas indicaciones sobre la ciudad. Ya con otros ropajes nos damos a recorrerla, ella, que entre provinciana y medianamente grande sigue siendo visitada por muchos. La catedral ampara a esos que siguen teniendo como punto de encuentro su parque. Las calles y las viejas casas de diseminan en un laberinto lleno de colegiales y caras que notoriamente no son de aquí. Como riachuelos las calles van dando a uno que otro parque, banderines y ruido, la luz de la noche entonces. Hay una calle principal con ínfulas de boulevard, exhibiendo menús costosos para nosotros y confort para los extranjeros, casas de cambio en cada esquina para que el dinero de los otros valga. El mío aquí no costaba nada cuando me encontré con la no grata sorpresa que me llevo al desespero cuando mis viejos billetes eran rechazados de casa en casa, el valor relativo del dinero, de una moneda que va de mano en mano deteriorándose y valiendo cada vez menos. Una leve resquebradura del billete bastaba para ser rechazado, así que tenía y a la vez no tenía dinero. Busque entonces mis mejores billetes para salir del aprieto, los que tuvieran las sonrisa mas reluciente del personaje central y los menos ajetreados, este hecho me crearía un trauma de aquí en adelante para cambiar dinero. Definitivamente no me la voy con el vil metal ni el conmigo, como diría cierto escritor de mi tierra.

Como siempre se presentaban los variados planes turísticos para incautos viajeros. Esta vez y como atractivo mayor, las islas flotantes de lo uros, cuestiones que originariamente eran bellos espacios navegando en el lago, morada de pueblos. Ahora y para entrar en el juego solo eran vacios espacios seudo teatrales para apreciar una representación que se repite sin sentido, así que cuando ya sabes que te van a presentar y mas algo tan sin sentido, es mejor no ir.

En aquella primera estación de Perú un hombre, un maestro me había hablado sobre conocer un pueblo cercano a Puno, Chucuito, así que en un tranquilo paseo retomamos camino hacia el mentado lugar. Unas tímidas ruinas evocando la fertilidad eran el atractivo de este lugar. Deambulábamos entonces como por entre un pueblo fantasma, viendo sus varias y viejas iglesias como evocando espíritus, un pequeño canal de agua atravesaba el pueblo de antiguas casitas y uno que otro local de suvenires aparecía en alguna esquina. Retornamos pronto a la ciudad y así nos íbamos despidiendo de Puno.

Infructuosa resultó la búsqueda del aro para la Maleva. En uno de esos mercados lo busque con desespero intentándolo hallar en cada tienda que exhibía aros, ruedas, marcos y todo tipo de partes para bicicletas. Mucha oferta pero nada se ajusta para la rueda de mi compañera. A veces se ponen quisquillosas y solo se quieren vestir con las mejores galas, pensé que por ser una ciudad grande allí lo conseguiría. Había uno que no se ajustaba a su mecanismo de 32 radios y entonces volví a las cuentas del camino para saber cuánto más podría durar el que tenía e indagar donde podría encontrarlo. Me hablaron de Juliaca entonces, la Taiwán peruana, si allá no lo consigue en ninguna parte lo hará, me dijeron. Así que a aguantar querida compañera, por suerte el camino era plano y sin sobresaltos.









martes, 28 de septiembre de 2010

Bebiendo del Titicaca


Vuelvo a comenzar por el Alto. El Alto ahora es salida de La Paz. Un pequeño carro remonta la subida y arriba comienza el camino. Arriba todo es confuso. Ventas y mas ventas, la mañana que hierve, los carros que atropellan, la gente que grita, la ciudad que late cerca, el camino que hace guiños en el fondo. Es la ciudad del alto de donde vienen artesanías y productos que bajan a la Paz.

Hay que salir entre una interminable y arrolladora jauría de carros que te quieren comer. Un quite, otro más, ahora entre dos buses, te zafas, pedaleas, uno por el lado, cuidado con la moto, esquivas el hueco, viene otro, otra vez, más buses, uno por detrás, cuidado con el de adelante, sigues pedaleando cuando puedes, lo más rápido que puedas, le das duro por una hora y así, estas fuera de la ciudad.

Ahora viene la soberana soledad del camino, la inmensa y alegre soledad del camino, que te cobija con sus montañas, esta vez cubiertas de nieve en la lejanía que sientes próxima. Amarillo del pasto, blanco de la nieve.
Si atrás, en la ciudad tenia la sed en el alma por la falta de verde, ahora el paisaje me regalaba algo para calmar toda la sed posible. Me regalaba el precioso y apabullante lago Titicaca. Ya al término de una placida jornada de pedaleo va apareciendo de a poco, porque es imposible abarcarlo todo de una mirada, no cabe tanta agua en el cuerpo. Bolivia volvía a sorprenderme, primero lo del salar y ahora este gigantesco lago, este majestuoso lago. Juro que grite de emoción sobre la bicicleta, me fui cantando no se qué canción al lado del lago y cada vez que veía una parte de él gritaba mas y corría más, era imposible contenerse sobre aquella visión. El lago más grande de América Latina se aparecía ante mis ojos, con su azul profundo y esas montañas formando islas en su interior como acompañándolo para que no se sienta solo. El pasto amarillo y con algunos tonos de verde, los fardos de paja, el ganado pastando, la gente tranquila recorriendo sus orillas, saliendo de sus humildes casas como si nada les importase. Rodar y rodar en esa abrumadora belleza. Este lago bendecido por los dioses, lago sagrado de los incas, lago ritual, lago infinito, lago océano, entendible del porque es tan querido y cuidado por los pueblos que lo precedieron.

Terminando la jornada en la población de Huarina, había que buscarse un lugarcito para descansar el cuerpo. Una escuela, una escuela que siempre es un hogar con su cancha de futbol, unos hombres y mujeres que pisan unas papas, unos hombres y mujeres que siguen trabajando lo que les da la tierra, esos mismos que ni se dan por enterados cuando llegan estos extranjeros, cargados con sus bicicletas. Un saludo a la distancia, un permiso correcto para no perturbar su tierra y listo, ya se tiene un hogar con la mejor vista, vista al lago sagrado, al Titicaca.
Instalado el campamento, me gustaba ir casi a su orilla y quedarme mirando el lago, su quietud, su inmensa paz, ese azul que simulaba galones y galones de pintura fresca, eso era el lago, una pintura fresca, fresquísima. Todavía desde allí se podía ver la cordillera blanca que a lo lejos lo circundaba. Un buen hombre en aquella quietud se acerco para conversar. Curioso pueblo este y eso está bien. Al contarle de dónde veníamos inmediatamente, o sea de la Paz, nos increpa diciéndonos que allí no aceptan gente de la capital. Alegamos entonces que no somos de allí y todo se arregla, cambia el tono de su voz y el sentido de la conversación, igual no deja de inquietarme de que las cosas sean así en todo lugar, que siempre al capitalino se le tenga bronca, que sea mal visto. Caída la noche un fuego calienta el frío que amenaza, una fogata en la cercanía del lago para dormir a su abrigo.

El día siguiente vamos en pos de Copacabana, la ciudad limítrofe con Perú, ya voy buscando el nuevo país. La ruta sigue plagada de belleza. El lago jugueteando con las montañas, las cuestas que lo esconden y luego lo dejan ver. No hay cansancio ante tanta belleza, no es posible, aunque las pendientes sean duras, volver a pasar los 4000 msnm, ir en picada viendo ese lago que se confunde con un océano. A Bolivia no le fue dada una salida al mar pero fue bendecido con la gloria de este lago que dibuja playas en sus bordes y cuando hay viento pinta algunas olas.
El lago corta el trayecto en alguna parte y hay que recurrir a un pequeño bote que cruza carros, animales, mercadería, gentes de un lado a otro. Siguen las subidas que ya van agotando para luego regalarte el pueblo, brindarte a Copacabana que descansa directamente al lado del lago.

Copacabana es otra de esas ciudades contradictorias que se juega su belleza al amparo de ciudad comercial y netamente turística. Bajas al puerto y ves los barquitos para pasear en domingo, con formas de gansos y patitos, están los puestos, más de 15 que te venden las mismas variedades de truchas, esta la calle de siempre que te ofrece artesanías y fiesta gringa, all in english, ¿nobody here speak spanish?, ni idea. Se agota Copacabana en dos o tres calles que juegan a lo mismo y eso aburre bastante. De otro lado está la oferta turística. No hay que irse sin haber estado en la isla del sol. Decenas de empresas te llevan, todas por el mismo precio, todas en el mismo barco, no lo entiendo, no entiendo el marketing, ni la economía, en fin.

Te embarcas hacia la isla del sol. Lento va el barquito atravesando el lago. El azul es cada vez más intenso a medida que te adentras en él. La ciudad se pierde y avanzamos, ya nos hemos perdido y en verdad sientes que estas en el océano. Muy a lo lejos se dibuja una montaña, un contorno de casitas donde vive quien sabe quién. El barquito va tan tan lento que se adormece uno con el ritmo más la quietud del agua, pero cuando llegas a la parte sur de la isla te despierta una avalancha de gente, un alud de nativos que te cobran por todo, según ellos para el mantenimiento de la isla, vaya usted a saber si es cierto. Te cobran por pisarla, por verla y por recorrer sus diferentes puntos.

Habíamos dispuesto que la recorreríamos y empezamos nuestra tarea, luego del primer golpe, de que te cobren, de ver el desfile de gente que poco a poco se va dispersando, ya sea porque los atrapo algún hotelito de esos que parece increíble que existan en un lugar como ese o porque solo llegaban hasta allí, sigues el recorrido y la compañía de la soledad vuelve a dar lo suyo. Pagamos por que nos vayan marcando el camino, eso no está mal, el camino te va llevando al otro lado. Un camino de piedras dispuestas uniformemente cuestión que no dificulta mucho la caminada. El sol está en el cenit calentando la jornada. Hay momentos en que desde la cúspide se puede apreciar la verdadera magnitud de este lago y pienso que Latinoamérica toda, tendría que venir a beber de esta agua. Uno que otro caminante se cruza en el camino, algún nativo va pasando de punta a punta, callado, silencioso pero con respeto saluda. Va cayendo el sol conforme avanzan los pasos, las montañas dejan pasar el viento que refresca los pasos, alguien ha jugado con las piedras del camino formando montículos, no es ningún hallazgo arqueológico pero resulta interesante el juego de paciencia que hizo ese alguien. Con la caída del sol viene otra luz y la sombra de las montañas se dibuja sobre el lago, los matices del cielo cambian combinando colores y así llegamos a la cara norte de la isla, una cara totalmente diferente a la del sur. Un hombre te saluda al paso dándote la bienvenida, un atardecer con colores increíbles tiñen el cielo y una playa de agua dulce y calma te recibe. Se posa la carpa para ver la caída del sol mientras todo se apaga en este tranquilo pueblito, este es el Titicaca en pleno. Cobijamos la noche con vino barato y conversaciones que van hasta la madrugada, el agua del lago y el vino mojan la palabra que cada vez se ve mas exaltada.

El mismo barquito nos va llevando de regreso a la ciudad, parando en todas partes, volviendo tedioso un viaje que ya de por si es lento. Es una larga despedida de tan glorioso lago. Una vez en la ciudad el camino nos trae más alegres encuentros con amigos. Nuestro argentinísimo Ariel por un lado que nos cuenta de sus periplos en la selva y de otro nuestros queridos amigos españoles con los que nos seguimos pisando los talones. Hay espacio para una comida, la rica trucha que son los frutos del lago, entre otros, así vamos dándole la despedida a Bolivia que tanto trajo, que sorprendió de tan bella manera.

Me llevo los colores de los faldones de estas mujeres, su raza indígena, su dignidad para pelear por lo que es suyo, me llevo su hermosa humildad, su manera de festejar la vida, me queda el alma un poco más en blanco como su salar y refresca todos mis cansancios el agua de su magno lago. Me deja cansado sus cuestas pero me relajan sus aguas cálidas y su comida que me acerca a mi país, voy sintiendo profundamente los lazos que hay entre nosotros.

La Paz



Desde lo alto y desde el alto se llega a la Paz, la capital, el centro de esta particular Bolivia. Iba buscando una ciudad grande desde que entre al país y nada aparecía. Ciudades pequeñas, pueblos, poblaciones, caseríos es lo que vas viendo por todo el país. Parece que solo existiera la Paz como centro, eso fue lo que yo conocí.

Precedida por esa ciudad también caótica que se llama el alto, vas viendo a la Paz, allá, metida en un hueco. Me recordó a mi Medellín, a una mayor escala y sin el verde de sus montañas. Kilómetros de adobes apilados unos sobre otros. Te da una sed en el alma al ver la ciudad que se extiende hasta donde te alcanza la vista con sus miles de casitas, un gran pesebre es la Paz. Ligeras montañas que son los cerros de adoquines hace mucho despojaron al verde que me imagino hubo alguna vez aquí.

Hay que entrar en varias ruedas a las grandes ciudades. En estos centros urbanos se suele acumular todo. Siempre
el sueño del progreso se instala en las capitales, con ellos vienen los problemas, la delincuencia, sobre población, sueños truncados en última instancia. Por esto hay que tener precaución y guardar la bicicleta en la bodega de un bus y así llegar un tanto más tranquilo.

Es difícil que no te encuentres con el panorama habitual al entrar a la Paz, es decir, con una manifestación. De cualquier índole, de cualquier sector, siempre el grito en la calles por los derechos, por lo que falta, lo que es negado, lo mal pago, por la diferencia. Recordaba a Asunción el día que contabilice cinco marchas al entrar al centro de ella, lo de siempre, educación, transporte, salud, lo básico, lo negado. Esta vez era un grupo de mujeres pregonando por sus derechos, esta vez los faldones de colores engalanaban las calles con gritos, pancartas y coros de voces por un futuro mejor. Es triste que nuestro panorama sea la protesta, el reclamo, que la fauna común sea la ausencia de derechos, eso sumado al caos habitual de estas ciudades que siguen prometiendo el cielo cuando lo que brindan es el mismísimo infierno.

Kilómetros atrás un bici viajero nos comenta que hay una casa de ciclistas en la Paz y con dirección en mano nos dirigimos a ella. Después de sortear la manifestación tomamos calle abajo por esa principal que te lleva a la iglesia de San Francisco. Revienta la ciudad en gritos, transeúntes que van de aquí para allá tratando de pasar una calle o comprar uno de los miles de productos que te venden por ahí. Empiezo a buscar la dirección como un pirata con un mapa busca su tesoro. Una pregunta, una indicación, una calle que no se puede pasar debido a los arreglos en ella hace que tengas que dar una vuelta inmensa y te alejes de tu objetivo.

Nuestro hombre se ubica justo en esa calle donde confluyen todos los turistas queriendo llevarse algún “recuerdito”, cientos de artesanías, baratijas, tejidos, paños, camisetas con el nombre de Bolivia bien en el centro y así. Pasadizos que nos llevan al fondo de la entrada del café Chuquiago. Y bien interesante resulta ser nuestro anfitrión. Entender bien al hombre será la tarea más difícil de la humanidad, desentrañar sus intenciones, encontrar el quid del asunto. La verdad nunca supimos bien las intenciones de este hombre con la famosa casa de ciclistas. En este largo camino donde se me ha tendido tantas veces la mano, he tratado de leer la intención de esa mano que me abre puertas y que también me las cierra. La hospitalidad no tiene que ver solo con esa cama que brindas o ese vaso de agua que ofreces. La hospitalidad va más allá del ofrecimiento, es la intención que ha bien guardas detrás de ese ofrecimiento. Si bien es cierto que obtuvimos una casa, un espacio para resguardarnos, un baño donde tomar una ducha, una cocina donde preparar nuestros alimentos, nunca se nos fue dado una conversación amistosa, un encuentro para un café, un espacio para multiplicar nuestras experiencias de vida.

Recuerdo el día que íbamos hacia la casa aquella. Después de haber esperado un buen rato a que nuestro anfitrión nos condujera a la casa, consumiendo uno de esos partidos mundialeros que tan poco me importan pudimos ponernos rumbo al hogar. Aquello de que las grandes ciudades te tragan resulto casi verdadero en ese trayecto. Yo iba adelante siguiendo las indicaciones de mi anfitrión y mi amigo Juan detrás de mío. En una de esas interminables filas de carros, en una esquina y sin saber cómo ya no estaba Juan, así sin más ni más se lo había tragado la ciudad. Llegamos a casa sin él y deje mis cosas resuelto a encontrarlo, pero nada, la ciudad lo despisto y lo perdió. Si hubiéramos estado en Colombia hubiera pensado que lo habían secuestrado, pero igual tampoco, no valemos mucho en dinero los ciclistas. El caso fue que un rato más tarde apareció Juan, en efecto la ciudad se lo trago por un rato y luego lo volvió a poner en ruta.

La estancia en aquella casa fue bastante placentera, apenas para esos días que la precedieron que entre cuestas y cansancios atrasados agotaron los cuerpos. Volvimos a encontrarnos con nuestros buenos amigos españoles, la pareja de ciclistas conformada por Carlos y Sonia. Había que festejar el nuevo encuentro. Digo nuevo porque ya venía esa constante en este viaje. Ellos adelantan, paran, nos encontramos y viceversa, así es el juego del camino.

La Paz fue eso, Paz para el cuerpo. Se me hace difícil siempre hablar de las capitales. Hay tanto y a la vez no hay nada. Para uno que viene en un ritmo tan lento, tan piano, entrar en este ritmo discordante de ellas es un choque directo. En esos pueblos tan amables todo es cerca, todos se saludan, la gente existe. En la ciudad es todo lo contrario, todo es lejos, el tráfico te atropella, me siento absolutamente descolocado en estos lugares de nadie. Las ofertas se supone son tantas que no sabes por dónde empezar, que hacer, a donde apuntar. Menos mal sigo siendo un viajero tranquilo y poco ansioso. Yo las cosas me las voy encontrando y me vienen como deben llegar si es que tienen que llegar. Como sigo sin guía, mi guía son los desordenados pasos que doy en cualquier calle y el mayor atractivo turístico son los sitios sin nombre.

Las capitales que he encontrado en Sur América parecen todas hermanas. Tienen ese aire frio y apático entre sí. Se ubican en las alturas, tienen sus cerros cubiertos o no por la nieve blanca o por la espesa niebla. Su gente camina rápido, muy rápido. La Paz se me hermano mucho con Bogotá. A pesar de que La Paz esta mucho más alta, a 3800 msnm no es tan fría pero tiene ese frio bogotano tan sabroso para el cuerpo, basta una chaqueta y listo, así anónimo como caminaba las calles de Bogotá camine estas de la Paz, las de mucha publicidad en las aceras, las de buses que van por todos lados y las rutas que se pregonan desde las puertas de ellos en movimiento, la de las caras cuadriculadas por el estrés del trabajo, la de la guerra del centavo. Cartelitos ofreciendo trabajo por doquier, como por doquier se sabe la paga miserable. Un sueldo mínimo en Bolivia son 100 dólares, definitivamente es poco lo que se puede hacer con tal cantidad de dinero. Sin embargo esta la oferta en todos lados, trabajo hay, dinero, no sé. Seguía leyendo una ciudad de muchas caras en La Paz, seguía necesitando el verde que no veía, ni desde sus miradores ni desde la calle, así como quien nació al lado del mar necesita el sabor de la sal en sus labios y el ruido de las olas en su piel, yo soy monte, arboles, montañas que sigo buscando por todas partes, soy directamente lo que se dice, un montañero.

Hablando de miradores es todo un espectáculo llegar a uno de ellos en la Paz. Primero hay que ir en uno de esos buses urbanos piloteando cuestas, callecitas empinadas y pequeñas, estar en el barrio de verdad, el barrio que veías desde lejos, estar en el cerro. Otras caras, otro aire, sangre maleva por ahí que mira diferente al extraño, humos de diferentes colores, tienditas de ventanas pequeñas y luego un mirador que se encumbra en todo lo alto. Como lo he dicho la vista se cansa y a mi alma le da sed mirar las capitales, sobre todo en esta donde solo hay casas y mas casas, apiladas no se sabe cómo ni hacia donde. ¿Dónde termina y comienza la ciudad? ¿Tendrá esto un fin? Es una batea deforme La Paz, metida en un valle como mi Medellín.

Su centro tiene sabor indígena. Es innegable la raza en este país, además teniendo en cuenta que aquí sucede lo que en toda gran capital, la migración de sus pobladores hacia ella. En la famosa calle de las brujas encuentras la pócima, el brebaje para todo tipo de enfermedad. Curioso ver fetos de llamas colgando disecados en las tiendas, una ofrenda para la madre tierra. Frascos y frasquitos, polvos, yerbas, menjunjes de todo tipo de tienda en tienda, una cuadra entera con el mismo espectáculo.

En otra calle unos hombres juegan a leer la suerte con todo tipo de formas. Una clara de huevo que cae en un vaso medio lleno de cerveza, la mirada concentrada en él y el discurso del hombre sobre la suerte de su comensal. Otro juegan con una aleación parecida al aluminio que derriten y posteriormente leen la forma que ha quedado de esta, ahí está el destino, metido en un vaso o transfigurado en metal, el destino que el hombre lee a su antojo, como a su antojo debería estar el de forjárselo. Son rituales que se repiten de tiempo en tiempo, la curiosidad, las ganas de saber lo incierto, la vida sobre el papel, el vaso, la figura, el cigarro, el chocolate, la taza…y ¿la vida?.
En la Paz hay una feria, una celebración, a un santo, a la tierra, a todo, es un pueblo que agradece y celebra, a su manera, con sus trajes de colores y su música pausada de bandas que desfilan por las calles o se agolpan en las plazas.

Me queda el recuerdo de esa casa donde pase los días en la Paz. Una casa antigua que fue de un famoso artista Boliviano, Paceño. Conitzer era su apellido, una casa como la ciudad, abarrotada de figuras y figurines, una casa donde en cada rincón hay una sorpresa si te detienes a observar, una casa desordenada lista para ordenar, una casa lista para recibir amigos si se quiere, una casa que puede ser como nosotros queramos, si es que queremos.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Camino a la Paz.


Bajar de las alturas, caer a la tierra desde la ciudad de Potosí, ir en un interminable descenso. Surcar montañas en una extensa bajada que nos sacara de la ciudad. Para nuestros cansados cuerpos aquello venia de maravilla, era volver por los caminos de Bolivia, atravesarla, ir rumbo a su capital pasando por parajes desolados, ir a su centro.
En un terreno desconocido fuimos sumando kilómetros. Muchas veces el mapa no dice mucho y solo queda preguntar a los locales y es allí donde te das cuenta que poco saben sobre su propio lugar. Un eterno sube y baja de montañas, verdes montañas, curvas inquietas, subidas desafiantes, es la hermosa soledad del camino y el querer descifrar su verdad que no es otra que el horizonte. El sol que entra por un lado y sale por el otro y se esconde y se vuelve a dejar ver entre montículos.
Cumples con tu jornada y te encuentras un pueblecito que es un rejunte de casas a la vera del camino, juegas con los nombres tratando de retenerlos en tu memoria mientras avanzas por los caminos, es difícil, entre la disposición de los nombres y la forma como es dada la información se hace imposible retenerlos.
Tambo Alcalá es el primero de la jornada. No hay mucho, unas pocas casas y mujeres que lavan sus ropas en un hilo de agua canalizado. Una desolada edificación cerrada nos cobija y el campamento está instalado. Coquetea el frio, se sortea el hambre, cae la noche. Un pedazo de luna acompaña los alimentos que se cocinan tratando de cortar aquel vientecillo.
La jornada anterior define lo que serían los días venideros, la constante de agotadoras subidas. De nuevo la desalentadora noticia de no saber a cuanto esta el próximo pueblo ni de tener noticia, si es llano o en cuesta el terreno. Un dicho boliviano se escucha en cada rincón cuando preguntas la ubicación de un lugar: “Ahí sito no más”, expresión que denota una incertidumbre total, ya que puede ser una distancia que está a la vuelta de la esquina o como bien sucedía, una extensión interminable de kilómetros. La mentada expresión viene seguida de otra que podría denotar nuestra tranquilidad pero que poco se da, nos dicen que después del “Ahí sito no más”, seguirá “Solo pampa” y ni lo uno ni lo otro. El pueblo esperado se hace esperar por interminables minutos y cuestas y la tan mentada pampa nunca llega más que al término de la jornada. Lo que salvan esas jornadas es la belleza de esas montañas que se pierden en la inmensidad, que se juntan como gigantes a dormir sobre la cordillera, montañas que van pintando de otro color la caída del sol, montañas que son valles y hermosos despeñaderos ante los cuales hay que rendirse.
Hay jornadas que terminan con la caída del sol, el agotamiento de toda fuerza, de saberse casi perdido y de pronto encontrar algo para pernoctar, otro de esos pequeños pueblos, esta vez Tola palca.
Luego de este pueblo el paisaje regala descanso y llega la esperada Pampa, un regocijo para las cansadas piernas. Te vas perdiendo entre ríos y montañas que están a lo lejos, ya no surcas sus costados, las ves apenas allá, algunas pequeñas y otras inmensas. Por kilómetros me pierdo solo, como si el viento me llevara y me dejo ir viendo cómo nacen y mueren pueblos en mi camino, lugares de nadie, de pocos. El camino me recuerda lo vulnerable que puedo ser y me sucede un pinchazo, hace rato no pasa, no es nada para preocuparse. Poner a la maleva llantas arriba y manosear sus ruedas, un juego como otro.
Challapata se llama el nuevo destino, ciudad un tanto más grande que las otras y debido a nuestro cansancio buscamos resguardo en esas humildes posadas de paso. La aridez lo domina todo pero una tonada de nuestra tierra colombiana no deja de sonar en el ruidoso parlante de una tienda, hay otros aires. Son las notas de algún viejo vallenato que te recuerda la Colombia fiestera, ruidosa y caliente, esa de la costa Caribe, la del ron y el mar.
Un baño de agua caliente me devuelve a la vida y no hay mucho que ver por las calles de este pueblo. Entre el confort de la tarde apremian algunos antojos y los lácteos que hace rato no probamos nos seducen. ¡A por ellos! Un buen pedazo de queso, mermelada, buñuelos (que son una especie de hojuela de harina) y una bebida local llamada Api, calman nuestras ganas. Se llena la calle en la noche de puestos que venden todo tipo de comida, chicharrones, pescados, sopas, fritos y demás, vamos a la cama con el espíritu y la barriga llena.
Cambia un tanto el paisaje, montañas amarillas y rectas en el horizonte, casitas olvidadas al lado del camino y escuelas con su respectiva cancha de futbol, de futbol que muchos en esta fiebre mundialera juegan a cualquier hora del día. La carretera es tranquila, muy tranquila, atrás han quedado esas agotadoras colinas donde tenía que arrastrar la bicicleta y donde rogaba al cielo que la próxima curva trajera un descenso, esa inolvidable altura de 4.275 metros sobre el nivel del mar alcanzada en alguna montaña.
Aparece el pueblo de Poo Poo y kilómetros atrás nos informan de unas termas que gustosos visitamos. Esta agua caliente venida de la montaña, pequeños cuartos privados para sumergirse en el salado liquido que repone como ningún otro el cansancio de la jornada. Luego a buscarse esa posada solidaria, la de siempre, jugando en contra de las reglas del dinero.
La municipalidad siempre es una buena casa en los pueblos chicos. En la secretaria una mujer me dice que para obtener el permiso debo hablar con el alcalde, el cual se encuentra afuera bebiendo cerveza con otros paisanos, estas son las cosas de mi continente. Se encuentran celebrando la entrega de una herramienta para trabajar la tierra. Su fraternidad no se hace esperar, se cruzan palabras, se pregunta por recorrido, origen y hasta un libro de visitas firmamos.
Ese particular movimiento de la tarde en estos pueblos donde luego de la hora del almuerzo todo queda quieto, como un animal que apenas se mueve. Algunos puestos todavía venden comida. Como olvidar unas tajadas de plátano maduro que te recuerdan la tierra, te hablan de que somos una misma manta con distintos parches pero que cobija una misma tierra. Vence el cansancio y hay que dormir un poco, tirarse donde se pueda en la municipalidad que por supuesto no tiene un lugar concreto donde dormir, donde recibir a ese desprevenido viajero que viene de paso pidiendo una mano. Un corredor hace las veces de morada, pero la fraternidad tiene otro rostro y nos es ofrecido el mismísimo salón de reuniones. Piso de tablas, un viejo piano que no se sabe quien tocara con sus teclas empolvadas y balcones donde pienso en algún tiempo se promulgo algún discurso. Cae la noche.
En el camino que no cambiaba mucho con sus planicies y sus llamas saludando al paso aparecería la ciudad de Oruro. Cifrada estaban las esperanzas de hacer un alto en el camino, varios días de pedaleo tenían el cuerpo más que exhausto, pero esta ciudad mostraría una cara no muy amable. Se iba dejando ver a lo lejos y su centro se perdía entre pedalazos viendo como las casitas coronaban los cerros, esos famosos cordones de miseria de nuestra Latinoamérica. Ventas de todo tipo a las afueras de la ciudad, esos mercados llenos de verduras y frutas que ya pasando el día dejan las sobras y sus frutas podridas a los al rededores. La típica desorientación a la entrada de una ciudad grande nos lleva al centro, un centro sumamente caótico y sin orientación, perdidos vamos entrando sin saber a dónde ir, sin un lugar donde dormir. Más ventas al interior de la ciudad, entre comidas, víveres y enseres de cocina, de casa, prendas de vestir, dulces y cuanta cosa se pueda uno imaginar debe uno abrirse paso para buscar una morada. La morada aparece y no es lo imaginado. Barata, fría, un tanto sucia, acomodada al presupuesto pero no apta para el descanso nos hace pensar que solo un día podemos estar allí. El día de descanso se convierte en una larga jornada capoteando las horas para que el día más frío del año, donde la gente come perros calientes, hace fogatas y enciende fuegos pirotécnicos, pueda pasar, pasar en ese cuarto de pensión, cansados y al cobijo de un vino barato.
Sacando fuerzas de donde no hay, se remonta el camino, de donde pensábamos parar un par de días. Reconforta que el camino no lleve muchas cuestas, que el paisaje aunque seco sea agradable, con unas montañas entre verdes y amarillas, un viento peina las ruedas mientras se suman kilómetros y ya se presiente la capital.
Konani se llama el pueblo. Árido por supuesto, calmo, un tanto apagado. Su plaza central es apenas un pasto seco cercado por unos adobes y el movimiento esta dado por la cercanía con la capital, buses que van y vienen cargando y descargando gente. Entran y salen bultos de esas bodegas que parece que no les entrara un bulto más.
Regresa el dilema de donde parar, donde pernoctar. Una banca del parque calienta la tarde y quema las ideas, nada pasa, nada sucede. Hay un gran caserón que parece tiene que ver con la municipalidad. Acercándome a ello constato que si lo es. Adentro muchas mujeres con esos faldones beben cerveza, a cada trago ingerido va uno al piso en ofrenda a la tierra. El interior huele a cebada y comida. Se supone, es una reunión política. Hay un hombre que viene de la paz a dictar una charla sobre no se qué. Nadie nos presta atención, nosotros solo queremos un lugar donde dormir. Después de mucho intentar y preguntar, indagar por quien sería el encargado, sabemos que hay que hablar con la sub alcaldesa. Nos animamos a entrar y este buen hombre nos ofrece de su cerveza, ya nos han dicho que efectivamente tenemos posada, otra victoria, pensamos que es un gesto desinteresado, el de la cerveza, pero cual sería nuestra sorpresa cuando la misma sub alcaldesa nos pide una gran suma de dinero y en dólares por que dice ella que nadie beberá gratis de su cerveza. No se da cuenta esta señora, que particularmente encarna la autoridad, que si no tenemos plata para pagar un hospedaje, menos tendremos para comprar una caja de cervezas, no es nuestro objetivo. Así y después de nuestros argumentos, nos mandan a descansar con marcada diplomacia.
Abajo comienza un jolgorio de grandes magnitudes entre cumbias locales y un ruido que menos mal no se extiende mucho, debido a la borrachera temprana que llevaban todos allí. Nuestros cansados cuerpos caen en un par de colchonetas de aquello que pareció ser la municipalidad de Konani.
El día siguiente tiene una gran meta, la capital, La Paz. Mi compañero de viaje vuelve a ser víctima de la comida boliviana y lo que pensamos como jornada de pedal, se convierte en un tranquilo viaje en bus para remontar esos últimos kilómetros. El paisaje no cambio mucho, nos vamos acercando al alto, la ciudad que precede a la paz, un espectacular caos, de autos y gente por doquier y allá, allá abajo en un hueco esta La Paz. Con su inmensidad y su cemento, su falta de verde, sus casa que se extienden a lo lejos y te resecan la garganta, otro monstruo, otra capital por descubrir.

Potosí, Visión de un saqueo.

De los balcones de Potosí cuelga el olvido y la miseria, el tiempo y el vacio. La encumbrada Potosí, la ciudad más alta del mundo, descansa sobre el recuerdo de lo que fuera el mayor punto de la explotación minera en el tiempo de la colonia, la fiebre de la plata se apodero en el pasado de su espíritu.
Corría la opulencia por sus calles empinadas. Putas, oro, plata, todo la revestía con un aire de ciudad cosmopolita, una de las mayores del mundo. Venían los españoles y demás arañando las entrañas de las montañas, sacando cualquier cantidad de plata posible y discurría el dinero en todos los bolsillos y la ciudad seguía creciendo, creciendo a ningún lugar.
De sus balcones colgaban las guirnaldas de plata, esos bellos, bellísimos balcones hechos en madera, balcones que abarcaban toda una esquina y abrazaban los hogares. Balcones tallados con la mejor madera, balcones que eran en si una pieza de arte, balcones hechos para perdurar, con los mejores acabados, con toda la elegancia posible. Colgaba la opulencia en aquellos tiempos. ¿Y hoy?, hoy no queda nada. Queda la vieja pintura en las fachadas, queda la caída pintura en las puertas de entrada, queda el olvido y el dolor en las calles. Ha ganado el espacio la pobreza y la tristeza de la que fuera una de las ciudades más alegres.
Potosí iba hacía el cielo, iba para arriba, Potosí siempre va para arriba, es una ciudad empinada. Si alguien de mi tierra antioqueña la definiera diría que es la ciudad de las tres efes, Fea, fría y falduda. Pero le sobra una efe a Potosí porque aun sabe guardar la belleza a pesar del saqueo. Su belleza se esconde en cada callecita que lleva un nombre de época y descubres en otra esquina que no habías visto si te atreves a recorrerla despacio y observando bien.
Difícil pensar que este pudo haber sido el centro del mundo por aquellos tiempos, que el auge de la plata extraída de la tierra lleno miles de bolsillos y se engalanaba la ciudad entonces con vestidos, tabacos y joyas. Difícil pensarlo si miras el rostro actual de Potosí y conoces aunque sea un poquito de su historia. Con sangre y muertes prematuras de esclavos se escribió su grandeza, que fue a la vez su caída, no es posible que se le trate tan mal a la tierra, que se le explote de tal manera, una peste habría de caer sobre la ciudad para terminar el saqueo.
Toneladas de plata bajan del aquel entonces cerro rico, toneladas y toneladas camino a Europa. Quiero pensar en esa imagen de la que hablan, aquella que dice que con toda la plata sacada de aquellos cerros pudo haberse construido un puente desde América hasta Europa. No creo que sea ingenuo pensar en aquella imagen de un inmenso puente que se extiende a través del mar, que surca las aguas cual delfín plateado para atracar en tierras Europeas y enchapar bancos y más bolsillos. No lo creo si tenemos en cuenta la magnitud de estos cerros, su estado de virginidad en esos tiempos, el hambre de riqueza que tuvieron los colonizadores y el manantial que encontraron en el cual saciaron su sed. Manantial que por supuesto secaron hasta que ya no hubo una gota y las miles de vidas que se extinguieron no importaron más que como cenizas que volaban de los cerros y se iban en el aire por toda la inmensa América.
Iglesia tras iglesia se aprecia por las calles de Potosí, bendiciendo la plata y el saqueo, bendiciendo la muerte y la explotación, bendiciendo la mano española que aniquilaba la indígena, bendiciendo su riqueza bajo la muerte local. En esas calles estrechas y empinadas se aprecian iglesias de todos los tamaños, que quitándoles la carga moral quedan como preciosos templos para adorar al viento. Casas y caserones de señores desde donde se delinquía, donde se comerciaba todo lo que bajaba del cerro.
Potosí ejercía una gran fuerza sobre mí, había visto muchos lugares que me interesaban en todo mi recorrido por Latinoamérica, pero esta ciudad me atraía de manera especial por su historia de dolor y muerte, por ser este uno los pilares del exterminio español, por ser metáfora del tiempo actual y de los futuros. Una fuente, un descubridor, un saqueo sin piedad y la posterior muerte del lugar. Quería constatar con mis propios ojos el cerro por el que en antaño muchos aventureros se jugaron la vida, otra especie de dorado, pero esta vez encontrado y de plata. Quería ver esa montaña, no tan inmaculada ya, manoseada, un poco triste en este paraje árido, reseco, donde el verde brilla por su ausencia, en un paisaje que no te pasa por la garganta cuando lo vez, no pasa por la garganta y lo que es peor te raya el corazón cuando te lo quedas viendo.
Al propio cerro había que subir, claro, caminar sus senderos y sentir como palpitaba la tierra ahora desde allí. Pero no subir como lo hacían y lo están haciendo muchos turistas. Es triste ver que las formas de explotación han cambiado de forma pero todavía subsisten.
Hay un tour para ir a ver el cerro, ver cómo trabajan los mineros, bueno, trabajan es una forma de decir. Es como ese tour del que supe hay en Río de Janeiro para conocer la miseria de la favelas, ni más ni menos. En el de Río no se les disfraza de malandros a los turistas para que se adentren en ellas, poco falta para que lo hagan, pero en el de cerro rico si, se les disfraza a los turistas como mineros, con su casco y herramientas y me imagino que hasta los dejaran arañar la tierra en algunas picadas, cuestión que me parece más que absurda y sin sentido. Van allí mientras estos humildes hombres, con los más rudimentarios elementos y en las más precarias condiciones, se parten el lomo por extraer cualquier roca que luego será procesada por una máquina para sacar de ella lo valioso que pueda tener. Yo no quería hacer parte de este horrendo juego, consciente de la explotación de hace de 500 años, no quería jugar a lo mismo en estos tiempos, pero si sentía la curiosidad por indagar cual era la realidad de ahora.
Un bus local nos deja en las puertas del cerro, este no se separa tanto de la ciudad, la gente convive con él. En el campamento de entrada hay un inmenso dibujo con una frase que reza lo siguiente: “Sin mineros no hay Potosí”. Todo es tan árido, tan rocoso, que en verdad sientes que de allí no podrá brotar nada, que todo está seco. Una vieja y obsoleta maquinaria se encuentra esparcida por la tierra, pedazos de ella por aquí y por allá. Solo existe el mínimo de movimiento, el calor y el viento frío conviven, parece tierra de nadie ya que algunas familias se han tomado pedazos de cerro para con sus propias manos y en los huecos ya hechos por otros excavar rudimentariamente las minas. Algunos niños te ofrecen tures para ver las minas, por unos pocos bolivianos, la moneda nacional puedes ir a ver como los hombres rasgan la tierra, no tenemos dinero ni nos interesa, por respeto más que todo. Uno de ellos enseña unas rocas que todavía se sacan de la mina, coloridas piedritas que los hombres buscan en la oscuridad de la tierra.
Vamos rumbo de la cumbre donde vemos un Cristo alzarse de brazos en lo que pare ce una capilla. En el camino, hombres, mujeres y hasta niños, llevan rocas de aquí para allá, son como topos desnudos que quisieran roer la tierra para sacar cualquier cosa. A cada tanto puedes ver uno que otro hueco de cierta extensión que va hacia el centro de la mina, son cientos de pasajes que hay por ahí. Carretas viejas que ya solo taren algunas rocas y de pronto, Pum, una explosión, otra, otra más, hay que darle como sea a la tierra para que se desprenda y nos muestre su interior, les muestre más bien a estos hombres que se juegan su vida por alguna piedrecita.
De camino a la cumbre, esta la que parece ser una oficina. Un hombre nos recibe amablemente y nos comparte sus experiencias como minero. Dice que el estado no se preocupa en lo más mínimo por su condición, ni siquiera servicios higiénicos tienen, es así como el cerro se llena de deposiciones por todas partes, siguen haciéndolo todo por su propia cuenta, comprando materiales costosísimos para explotar la mina, cuenta que así ha sido siempre, casi desde tiempos de la colonia. Este hombre no es tan hombre, es muy joven, tiene 28 años, la mina se les va comiendo la vida, el color, la alegría, la mina no da mucha expectativa de vida, comen gases tóxicos y es una lotería lo que puedan o no encontrar, puede ir desde una piedra preciosa, hasta la misma muerte.
En la cumbre hubo una capilla, ya no hay nada más que la imagen de Jesucristo convertido en un hogar donde vive una señora con sus hijos y sus animales, algunas antenas repetidoras y nada más. Ese Cristo se debe de haber cansado de mirar a la ciudad árida y seca, debe dirigir su mirada a algún punto de la montaña o del firmamento para ignorarla, como la ignora el estado y el mundo, menos los turistas que quieren ir allá a disfrazarse de mineros y jugar ser un topo sin futuro por unos momentos.

Camino a Potosí


El más, el menos. Aburrido, divertido, seguro, peligroso, alto, bajo, frio, caliente. Así se la pasa uno definiendo los caminos, las gentes, los lugares, las ciudades y así en definiciones se va yendo el rumbo. Cuando crees que has vivido algo y nada lo puede cambiar llega otra situación a mostrarte una cara más cruenta o amable de la moneda.
Que el mundo no es plano eso ya lo se hace rato. De vez en cuando llega una cuestica a recordármelo. Viene detrás de la curva, escondida y en una larga sonrisa me muestra su extensión. Otras veces me muestra solo un pedazo, una curva que te deja en el vilo de saber que habrá después. Están las dos caras del camino, la del asfalto y el ripio. El monótono asfalto con su uniformidad bendita. Bendita para las ruedas, espalda y riñones, en suma, para la salud y no tanto la física, la mental inclusive, la de saberse cómodo por algunos kilómetros, para mí no es monótono esa extensión de asfalto que a veces se sucede por días enteros. La otra cara es el ripio. El despiadado juntarse de rocas y arena sin uniformidad alguna. La carretera destapada como la llamamos en mi tierra. Los agrestes caminos virginales. Solo que uno va preguntando aquí y allá, esquivando estos caminos que no vienen nada bien para la bicicleta y los instrumentos llevados en ella y por supuesto para quien la maneja, en este caso yo. Así esquivando estos caminos cuando se puede se da uno por bien librado y les hace el quite, viéndolos de lejos apenas presumiendo su dificultad. Pero esta Latinoamérica que tiene lo suyo te lleva en ocasiones por esos caminos ineludibles. En Bolivia estos caminos son la ley, no hay forma de no transitarlos y hasta he escuchado en que bus son igual de tortuosos.
Saliendo de Uyuni nos esperaba el que es sin duda alguna el camino más difícil de todo el viaje hasta el momento. Por eso me refería a esas categorizaciones de más y menos. Desde la ciudad se divisaba esa primera subida, empinadísima he infinita. Uno no sabía que le depararía ni como la enfrentaría, solo la veía allá a lo lejos tenaz e inquietante.
En la mañana hay sol y uno no sabe si eso es bueno o malo. No es un sol que queme, en estas tierras es difícil eso, es un sol que apenas batalla con la brisa que trae siempre el frio. Hay expectativa por remontar el camino, sobre todo para mí por ir en búsqueda de Potosí, una ciudad que me llama poderosamente la atención.
Entre brinquito y brinquito por la cantidad de piedras del camino se puede decir que avanzo, primero en una recta que te acerca cada vez más a la temida cuesta por mí. Es particular pero todavía en estas instancias una cuesta para mi sigue siendo un reto que impone sus condiciones las cuales siempre se me hacen desfavorables.
Estas bicicletas de montaña o todo terreno, como también las llaman, se supone deben estar adecuadas para estas lides, pero resulta que a la mía tanto como a mí no nos van mucho estos retos. Me vi fatalmente derrotado por la cuesta. No me gusta entrar en el juego de la muerte con ellas, si su inclinación es demasiada, solo le sobo el lomo y me voy lento con la maleva arrastrándola, es así, sin más ni más. Solo que el camino es largo y las cuestas se extienden por kilómetros y kilómetros y entonces la acción de arrastrar la bicicleta se convierte en un pesado fardo, una tortura extensa. A esto hay que sumarle varios factores, uno y quizás el más determinante es la altura. No hay que olvidar que Bolivia se enclava alto alto. La altura te imposibilita una correcta respiración, falta el aire y a mí particularmente me empezó un fuerte dolor de garganta que hacía más difícil toda acción. Entre subidas y bajadas cambiabas absurdamente de altura sobre el nivel del mar. Lo otro era en aquellas alturas el vientecillo helado que te pegaba directo en los huesos.
Se nos había sumado una parejita de españoles con sus bicis y todos sucumbíamos ante la cuesta, unos menos que otros por supuesto, siempre están los avezados. Lo que hacía que el ritmo disminuyera aun más por uno que había que esperar en lo alto de un pedazo de cuesta.
Desde arriba podía verse una gran extensión del Salar. En verdad es un mar blanco que te nubla la vista y vuelve a dejarte perplejo. Pero ahora había que mirar hacia el frente. Unas dos horas aproximadamente para sortear solo ocho kilómetros, aquello era una cuestión de paciencia también. Entre eternas subidas y ligeras bajadas, que dado lo dificultoso del terreno tampoco podían hacerse rápido, el camino iba avanzando bastante lento. Las llamas brinconeaban por allí sin que nada les importase, sus pezuñas eran más efectivas que los piñones de nuestras bicicletas. A cada tanto un pueblecito perdido aparecía por ahí, sin dar rastro de gente, se preguntaba uno entonces como es que se sucede la vida en esos lugares, el agua, la luz, el transporte, la vida cotidiana allí tan alejado de todo.
En Bolivia las carreteras siempre están en construcción. Hay eternos carteles de “Hombres trabajando”, trabajan por pedazos y pienso yo, que por temporadas. Hay tramos en los que han intentado tirar algo de asfalto y algo parecido a ello queda en la vía. Nos regala la carretera pedazos llanos en donde soy rey y me desplazo velozmente, pero luego vuelve la montaña, la nada. El agua se agota y una fábrica de no sé que aparece en la ruta. Nos acercamos con la esperanza de obtener tan preciado liquido y obtenemos solo una negativa, agua no hay. Me pregunto cómo trabajan estos pobres hombres, aprieta tanto el calor como el frio y falta algo tan básico como el agua. Andan tan desorientados estos hombres que ni siquiera saben a cuanta distancia esta el próximo pueblo, sin embargo nuestros mapas arrojan vagas distancias.
El efecto del ripio se deja ver sobre las bicis y uno que otro tornillo se ha caído, mi prevenido compañero tiene como solucionarlo. Se han juntado las horas del día y el cansancio hace presencia y entonces algo como un pueblito, una pequeña población va apareciendo. Tica tica se llama, nos recibe calmada y tranquila, casitas a lado y lado del camino. Se hace difícil poner la carpa, hay frio, hay mucho cansancio. Pero no hay problema, llega la mano amiga. Un buen hombre nos dice: Bienvenidos a mi casa, que es la casa de Dios. Si Dios nos quiere recibir bienvenido sea. Es un humilde cuarto con una pequeña cama, hay bultos de papa y de maíz. Como siempre la presencia de los niños, eternos curiosos no se hace esperar. Con ellos departimos mientras preparamos algunos alimentos que calmen el hambre. Nos cuentan de sus vidas, de sus esperanzas, quieren ser futbolistas cuando grandes, jugar en el equipo de Potosí. Vence el cansancio una de las jornadas más agotadoras pero estamos bajo techo.
El día siguiente no cambiaria mucho la geografía, el paisaje y la carretera. Te levantas con otra cuesta bajo tus pies, hay que apretar la garganta y seguir, aquí no hay de otra. Sigue implacable esa abierta carretera y la altura y todavía quedan bastantes kilómetros por delante, digamos que unos dos días de lo mismo para arribar a Potosí.
Aparece un restaurante y decidimos cambiar las empanadas de nuestras alforjas por un suculento plato que nos regrese a la vida y eso que solo hemos cumplido con 30 kilómetros. Una gaseosa local hace lo propio con mi estomago y lo destroza en el acto, ni bien termino el ultimo vaso tengo que correr al baño. Eso no se ve nada alentador para lo que viene, sin embargo decidimos tomar camino, pero es imposible, mi cuerpo vuelve a pedir un baño, por supuesto tengo que recurrir a la naturalidad del camino, estoy destrozado, no puedo seguir así, el camino se ha pronunciado y ya no hay nada que hacer, los últimos pasos habría que hacerlos en bus. Sobre ese desvencijado aparato de muchas ruedas vamos llegando a la ciudad y me percato de la imposibilidad de haber hecho ese tramo en dos ruedas. Llegamos entonces a la ciudad de Potosí la más encumbrada del mundo con una historia que descubrir.

viernes, 20 de agosto de 2010

Uyuni, un hombre en la luna.



La pequeña población de Uyuni descansa a la sombra de su mayor atractivo turístico, el Salar, el salar más grande del mundo, una extensa blancura que lo cubre todo. El pueblo solo es un punto de paso desde donde te diriges al tan mentado salar.

Desde aquí es donde empiezo a vivir Bolivia, la del profundo rostro indígena, la de esas mujeres con sus faldones, uno puesto sobre el otro, esos colores vivos, llamativos, festivos, cortando en estas tierras la aridez del paisaje y en otras confundiéndose con él, esos sombreros que se elevan sobre sus cabezas sin entrar en ellas.

Uyuni es un pueblo chico y la vida discurre entre su calle peatonal y las cientos de ofertas para recorrer el salar. En las vitrinas y como gancho comercial los viajantes han dejado sus mensajes recomendando tal y cual agencia, diciendo lo bien que la pasaron…lo poco que vieron, en árabe, francés, inglés y quien sabe que lenguas mas, cartelitos de colores como esquelas en un álbum. Pero esto por supuesto no es lo más interesante de Uyuni. Pocas calles cortan el pueblo que se deja recorrer fácilmente. Con un par de mercados donde matronas se apoltronan como reinas de sus mercaderías y locales donde tímidos pedazos de carne cuelgan, luego se puede pasar a una serie de mesas que hacen las veces de restaurante y mujeres que te ofrecen variados menús, que entre carnes de Llama, chancho y cordero hacen las delicias de propios y viajeros de paso, aunque particularmente parece que a la guía lonely planet se le olvido mentar este lugar porque ningún extranjero se aparece por allí, como lo dije, la sombra del salar se lo roba todo. Estas cosas siempre me hacen pensar sobre los viajes, los de la gente, el mío, sobre lo que hay que ver, sobre lo que se encuentra para ver, me gusta repetirme hasta el cansancio que mis viajes son por la gente y no por los lugares, la gente da espacio a lugares y sucesos que son los que abren la verdadera brecha de la realidad.

En cierta ocasión quería comprar una cerveza, la tarde estaba apta pare ello después de un buen plato de comida y bien podría haber ido a la calle peatonal aquella y sentarme en uno de esos lugares bien adornaditos, pero la cerveza además de costosa era chica y buscando buscando di con el distribuidor de la buena cerveza potosina, la cerveza local. Un garaje en el que había que golpear una puerta siempre cerrada, se abría y una mujer mayor con presteza sacaba la inmensa cerveza y hasta un vaso te ofrecía. No era un bar, no era una tienda, era una distribuidora que olía a cebada y tenía cajones y cajones apilados, la mujer callaba pero sabía sonreír como lo hace el pueblo boliviano, con una sonrisa tímida pero sincera, no es un pueblo curioso pero sí bastante atento.

Se había formado un grupito para ir a pedalear el salar, junto con mi amigo Juan estaban Clementine de Francia y Ariel de Argentina. No había sido nada fácil conseguir las bicicletas para nuestros amigos. Pasar de lobo estepario a coordinar la manada. Igual venía bien un tanto de compañía para remontar tan difícil tramo como lo es el del salar. Con provisiones para tres días nos lanzaríamos a la blanca planicie.

Bolivia representaba paisajes de esta envergadura, un país pequeño, un tanto olvidado, que el mundo miraba ahora por tener un presidente indígena que los representase se lazaba desde siempre con estas maravillas. De haber estado solo hubiera tenido que conocer el salar bajo las caparazones de las 4 por 4 que son los animales naturales del salar, por suerte los amigos del camino dan esa entereza para afrontar nuevos retos.

Así nos mandábamos una mañana con dos bicicletas viajeras y otro par que apenas podían llamarse bicicletas. Las agencias estas, que ofrecen el oro y el moro, no tenían por supuesto un buen par de bicicletas para remontar el salar, no muchos lo hacen, solo aquellos que llegan en las propias. De todas maneras estaba el espíritu por trasegar esos blancos e inmaculados caminos.

Si uno no supiera de la existencia del salar, diría, saliendo de Uyuni, por esos paisajes extremadamente áridos, que jamás podría encontrarse con la extensa blancura de la sal. Unas casas de barro y arena, polvo, suciedad, marcan la salida de Uyuni. Un cementerio de bolsas plásticas que se queda atascado en los espinosos arbusticos que se dibujan a lado y lado del camino. El camino es de tierra y piedras sueltas que dificultan el pedaleo, pero así y todo no bajan los ánimos y vamos en pos de nuestro objetivo.

La primera jornada es corta, no hay que abusar. Nos regala el camino un pueblo más que diminuto llamado Colchani. Todo está quieto, algunas pintadas de propaganda política han manchado las paredes y otro tanto de publicidad añeja sobre el salar se ve des dibujado de las mismas, pero un renovado y verde cartel avisa que a 5 kilómetros esta el salar. Con un par de puntos marcados en el Salar, sabemos que hay que hacer noche allí si se quiere alcanzar dichos puntos.

Esto es la evocación de un pueblo que se supo con movimiento años atrás. Las vías del tren que todavía se ven agarradas a la tierra nos hablan de esas historias. Las casas derruidas al lado de estas vías nos cuentan que fue hace mucho lo del movimiento. Solo las 4 por 4 pasan raudas por allí y alguno que otro carro que abastece de alimentos al pueblo. La mujer que te vende el chicharrón con mote me habla que ni siquiera conocer el salar, su vida ha transcurrido allí sin mayor curiosidad por las fronteras.

Veo las casas construidas con bloques de sal, firme sal, imbatible, sirviendo además de sazón, de cimiento para construir un hogar. Hay algunos montículos de sal alrededor del pueblito, montículos que pasaran a ser procesados artesanalmente, como artesanalmente serán sellados por una vela en la oscuridad de la noche, eso pude ver, unas manitos laboriosas introduciendo la sal en pequeñas bolsas, que luego serían selladas ahí mismo con el calor de la luz de la parafina. El frio golpea fuerte en las inmediaciones del salar, no hay que olvidar que al fin y al cabo esto es un desierto. El día pasa viendo caer la luz en este pueblo olvidado donde luego la noche lo envuelve todo.

Es de día, hay que ir a perderse en la blancura, como un blanco océano para tener como destino una isla, una isla de cactus y rocas en medio de la nada. Nos vemos entonces a las puertas del salar donde una inscripción recuerda que algunos murieron allí, no es este motivo para amedrentarse y dar marcha atrás, en el camino no se conoce la palabra miedo, el miedo quedo muchos kilómetros atrás cuando me vi de frente con esta aventura.

Pequeñas montañas de sal, sal en estado puro, charcos de sal, caminos de sal. Todo se empieza a cubrir de blanco. Con fuerza se dan esos primeros pedalazos y uno se pregunta si todo será así. No hay más ruta que las que han marcado los carros que una y otra vez pasan por allí cargados de turistas. Es una sombra negra que dejan las ruedas y que sirven como guía, hacía la isla, hacia la isla. La isla pescado que es así como se llama dibujada en nuestras mentes. Pero luego la inmensidad del salar lo borra todo, es un papel en blanco, una extensa pizarra.

Me pierdo de la manada, no puedo andar con ellos, mi egoísmo me lleva kilómetros adelante y mi mente se pone como el salar, en blanco, no hay nada en que pensar más que en el horizonte blanco. No hay otro paisaje como este, tal vez la Antártida como espejo de este paraje se le asemeje, yo no he ido todavía allá. Por ahora ruedo sobre este suelo firme de cristales finos y el piso se seca formando hexágonos por doquier. Los lentes oscuros aminoran el brillo que viene de la superficie. Miro hacia atrás y veo unos puntos que se van perdiendo con la blancura, son mis compañeros, van quedando a lo lejos, me sumo en un transe del que nadie me puede sacar, esta es mi luna, mi superficie de cráteres planos.

Hay un monstruo en algún lugar del salar, es un hotel, con paredes e inmobiliario salado, a algunos le interesa quedarse allí, aquel exotismo turístico. Unas bandeas ondean a la salida del hotel y derrapan algunas avionetas, otros autos llegan cargados de turistas, caen desde el cielo o los traen algunas ruedas, nosotros seguimos rodando en dos y vemos como otros más lo hacen también.

Siguiendo con el camino me vuelvo a perder, por minutos, por horas, vuelvo a mi luna salada. Solo se ve manchado el camino cuando pasan las 4 por 4 zumbando a lo lejos, de resto la inmensidad y la blancura lo domina todo. Hay que detenerse por unos minutos para experimentar algo impensado en las ciudades, el silencio. Me parece que nunca había experimentado un silencio más puro, más virginal. Un silencio pintado de blanco. Si el cielo existiera debería ser algo así, no sé si exista.

Me he detenido en la única piedra que encuentro en el desierto. Por supuesto es una piedra de sal. Al lado hay un pequeño pozo, veo el agua al interior, lanzo algunas rocas que encuentro, pequeños trozos salados, juego en medio de la nada. Hay hexágonos por doquier, hexágonos de sal, resequedades simétricas. No escucho más que mis pisadas y el viento se ha ido, me ha dejado oír el silencio.

Mis cansados amigos se han quedado atrás y yo continuo llevando la bandera del egoísmo, huyo, huyo con un ritmo continuo y vuelvo a perderme, perderme en mi soledad, dejo que el desierto me trague, me envuelva y soy solo un punto que se mueve lentamente bajo dos ruedas.

Aparece la isla. Se ve a kilómetros y parece el más bello de los espejismos. Las distancias en el desierto no son lo que parece o más bien, aparece. La isla se ve, cerca o lejos. No se sabe. Se ve y el ritmo del pedal parece que te acercara a ella, pero no. Va apareciendo, el contorno, su lomo, como un animal que duerme en la lejanía. Como la boa que se trago al elefante en el principito y crece su panza. Por muchos kilómetros y minutos la ves pero no la tocas, no se hace presente, hace falta mucho tiempo para tocarla, para derrapar en ella, es un ejercicio de paciencia llegar hasta ella pero por fin lo logro.

Soy el Robinson de mi isla. Los cactus me saludan en su espinosa soledad y un animalejo que raudo se esconde a mi llegada, vaya usted a saber que es. Corono mi isla desde la punta y veo el blanco mar de sal mientras llega la noche, cae el sol y los naranjas y amarillos hacen presencia en el cielo. Sigo solo y mis compañeros no llegan, pienso que se los trago la inmensidad y tengo que hacer campamento pues ya hay un manto negro en el cielo. Salgo a la mitad de la nada haciendo luces gritando al cielo porque aparezcan y más allá unas luces me responden también. Los ha pillado el cansancio y el espectro de la isla les jugo todo el camino. En el desierto lo mental juega mucho más que lo físico. Veían la isla pero no la podían tocar y eso fue lo que los aniquilo.

Ya es de noche y mis derrotados amigos duermen, la jornada ha sido devastadora para ellos, para mí, la más bella de las jornadas, uno de los días más gloriosos del viaje, ser rey en este salar, transitar el silencio y la soledad en un estado total de éxtasis. La noche entonces me regala todas las estrellas que puede, son millones, billones, se desprenden a cada tanto en una veta luminosa, me interno un poco más en la nada del salar para que el velo negro lo cubra todo y se dejen ver más estrellas, así entonces termina la noche, mi primera noche en el salar más grande del mundo. Hay que anotar que la isla encontrada no era la que buscábamos, íbamos en pos de la isla pescado y apareció la Incahuasi, pero no había más que anclar allí.

Al día siguiente la luz lo iluminaba todo y había que remontar la última meta de este recorrido, queriendo ir al pueblo de Tahua a las orillas del salar. No serían los 80 kilómetros del día anterior, hoy solo serían 40. El salar daba las fuerzas para seguir en pie y rodando. Desde la lejanía se escuchaba una música, presagio de lo que vendría. Volvimos a errar, No era Tahua, era el pueblo de Coqueza, pero sería tal vez la más bella equivocación, el buen azar que nos quiso llevar allí.

Llegaba a una fiesta, la fiesta de San Antonio, el pequeño pueblo que miraba al salar, construido con rocas se alzaba en jolgorio y celebración. En la diminuta plaza, se levantaba la polvareda debido a la danza. Hombres con tambores y vientos resonando hacían danzar a todos. En pueblos como estos veo derrotada toda teoría política, todo falso discurso que alza el hombre. Ni comunismo, ni capitalismo, ningún ismo funciona aquí más que la hermandad. Lo digo por el movimiento de la fiesta, había un plato de comida, de abundante comida para cada comensal, incluso el despistado extranjero que llega y nada entiende cuando se le convida a tan bello gesto, hasta la bebida, cerveza por doquier era regalada. Aquí no se enarbolaba ninguna bandera más que la de felicidad y la fiesta. Paraba un grupo, seguía el otro, hombres y mujeres, extranjeros y locales se abrasaban, venia una ronda y otra y todo era jubilo. Un hermoso día de sol para cortar algún frio que quedara en el alma. La noche no lo detenía todo, al contrario se animaba más, un par de hombres traían el sonido y la cerveza y el trago local seguían rodando. No se podía negar uno a entrar en el juego, alguien te agarraba de la mano y te veías en el juego de la ronda y el baile sin poder parar. Un hombre viene con una gran bandeja una y otra vez llevando pequeñas copas, una bebida no muy fuerte para alegrar más el espíritu, otro hombre atrás con otra bandeja para no ir a dejar las copas de plástico por ahí, la acción se repetía sin cesar. Aquí no había extraños todos éramos hermanos. Ya bien caída la noche se calmo la música que no había parado de sonar desde el medio día del día anterior, ya era justo, los pies no daban más. Nos repartíamos en conversaciones en los laterales de la pequeña placita, una conversación aquí, otra allá, hermanos todos.

Al día siguiente no se había detenido la solidaridad y un hombre nos invita a un plato de sopa. Una gigantesca olla de sopa para que cada persona del pueblo venga por su plato, es de no creer tanta solidaridad, tanto espíritu de unión, tanto bello desinterés. La sopa viene de maravilla, cierra con broche de oro esa magnífica equivocación de haber venido a parar a orillas del Salar de Uyuni para obtener este regalo.

Volveríamos en carro a Uyuni, con las bicicletas en las alturas y una película blanca rodando por las ventanillas de ese paisaje inmaculado instalado bien adentro del corazón.