Lo que yo quiero decir es América Latina...

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viernes, 5 de diciembre de 2008

Un ángel en la Punta del Diablo


Ahí venia el Pablo, por una de esas callecitas cortas que van al centro de Punta del Diablo, aunque no se si haya un centro aquí, el centro siempre será el mar, el punto de partida y de llegada. Venia con su matesito en la mano y paso lento, fumándose uno de sus cigarritos. Hacia un calor terrible y las montañas de arena encandilaban los ojos. Pablo era leve como el viento que venia del mar.

¿Venís de lejos?, me pregunto. Reconocí otro ángel entonces. Los identificas por su levedad, ya lo dije. Menudito el Pablo, un silbido que se suma a los aires que soplan en ese resguardo llamado Punta del Diablo, del que me cuenta ya no quiere salir. Le estaba cuidando unas cabañas al Tano, su amigo. Se quedaba en una de ellas y allí tenia su palacio. Rodeado de plantitas que el mismo sembraba. Pablo no tenia la edad que decía tener, Pablo tenia mucho menos, Pablo es un hermoso adolescente de 50 años. Me brindo una de esas cabañas sin mas ni mas. Yo solo le había preguntado por un lugar para poner mi carpa.

Y es que el Pablo es un hombre de muchas historias. Me hablaba de su periplo por el Canadá y su enamoramiento por la lengua inglesa, gustaba de hablar ingles, loro viejo si aprende a hablar, parodiando el refrán. Seguía inquieto con las palabras, un niño, jugaba con ellas y se sentía feliz al aprender tantas mas.

En el Pablo también estaba resumido el pueblo uruguayo, su amor por el país y el reconocimiento de vivir en un lugar tranquilo. Eso es la patria sin patrioterismos, el más puro amor. Me decía que no había pisado la Argentina y que tampoco le interesaba, que ya no quería salir de Punta del Diablo. Ese lugar embruja con su calma, aunque esta sea rota en los tiempos de temporada alta donde hasta los ratones tienen que alquilar una madriguera, allí todo se alquila, terreno, cabaña, cualquier cosa es apta para vivir por esos días donde los humanos aquí se multiplican como arroz y de 800 habitantes netos que son pasan a ser 22.000 mil, una cosa para no creer y sobretodo para no estar por esas épocas, yo se lo decía al Pablo. Igual los tiempos de temporada baja eran majestuosos y ese mar frío, friísimo seguía allí refrescando la arena que calienta el sol en ese pueblo de pescadores artesanales, todavía con sus barquitos viejos, esos barquitos que son poesía pura, esos barquitos que son un canto, esos barquitos que pueden ser un tango, un fado. Están atados en la playa esperando ir a la búsqueda de peces y en la punta de la punta esta el faro que indica el camino y todo parece tan quieto, tan en silencio. En esos pequeñísimos barquitos se juegan la vida los hombres que toda la vida no han hecho mas que pescar. Y esos nombres sonoros de los barcos, Lina Valeria, Victoria, Yogane, son los titulos de las poesias que son. Por eso el Pablo no quiere salir de allí, lo entiendo. Yo mismo me vi atrapado un par de días cuando solo estaría uno. Junto con el mar y la arena clara, las caminadas por la playa donde te conviertes en fantasma, el pueblo donde todos se saludan, porque todos son familia, me quedaba conversando con el Pablo, nos quedábamos cebando matesitos y no había de otra que oír sus fascinantes historias y dejar que me pintara sus narraciones de cuando trabajaba en el hipódromo allá en Canadá, porque hay que decir de su afición por los caballos que cuidaba , un hombre cercano a la tierra, un Zorba de este tiempo. Hasta tiempo para una caña y un buen asado hubo. Esa carne a la brasa chorreando finos hilos de grasa y luego sentarse a la mesa para comer como buenos hombres primitivos, pasar la carne con unas buenas migas de pan, unas galletas como la llaman aquí.

Hablo de los hombres porque son los que construyen los lugares, los que hacen una geografía, sigo encontrándome con gentes locales porque me dicen mucho mas que las guías o los encuentros buscados de gente sin eco, de turistas perdidos tratando de encontrar soledades, reuniéndose para aburrirse juntos y así ser felices. Con personas como Pablo siento que aprendo de un país, con personas como él hay silencios mas constructivos que el mundanal ruido de las hordas que se reúnen para hacer rebuznos colectivos y pasarla ¨bomba¨ .

Viento grande del sur.

Había que volver a Brasil, siempre habrá que volver a Brasil. Pedalee 150 kilómetros para regresar a ese país, al estado de Río grande del sur. El pedacito de carretera Argentina me trajo satisfacciones, las satisfacciones aquí son kilómetros bien andados, son pájaros que te saludan, son árboles incólumes que a metros te miran extendiendo sus ramas al cielo y a vos.

El camino de Argentina también traería sus particularidades, de pinchazos y estrellones. La buena suerte me ha acompañado, mis verdugos y a la ves amigos, que son los camioneros me siguen coqueteando al costado de la Dama, siguen rozándome azarosamente con sus maquinas infernales que de tocarme me llevarían a otro viaje. En Argentina ocurrió el primer incidente directo con ellos. Kilómetros atrás escucho la bocina, no hay acostamiento, bajo la velocidad, no quiero meterme a ese truculento lado del camino lleno de baches que puede afectar a la Dama, ellos tienen espacio para rodar sobre su carretera de asfalto, sigo escuchando las bocinas insistentes, me da rabia, no se que hacer, respira el camión encima de mi…se escucha el crujir de espejos, dos monstruos chocan y ya no podrán mas mirar hacia atrás con sus retrovisores, existen en pedazos, desperdigados por la carretera. ¡Pelotudo! Me grita el primer conductor, el segundo me hace parar y me injuria hasta el delirio por el incidente del que me culpa. Yo pongo mis argumentos sobre el asfalto y sigo camino.

Es un paso rápido por la Argentina del norte, voy a conectar con Brasil y busco afanosamente la frontera, otra de esas desoladas fronteras donde nada acontece, el paso por Sao Borja, vuelvo a mi Brasil, pero las segundas versiones no son lo mismo, aunque Brasil nunca defraude. Igual me palpita el corazón cuando me vuelven a decir: “Ben Vindo ao Brasil”.

El viento sopla con fuerza en ese inhóspito pasaje, un puesto fronterizo en medio de la nada, sin el agite de las fronteras comerciales. Ocho kilómetros para llegar a la próxima ciudad y como casi siempre un puente que conecta.

Sao Borja vuelve a ser Brasil, el de la sonrisa en el rostro cuando trato de ubicarme preguntando una dirección, una palmadita en el lomo para seguir mi camino, un camino que se me complica para conseguir posada en esta pequeña ciudad que se me escurre de las manos. Termino en el albergue de no creer y la policía militar vuelve a ser mi cobijo. Un cuarto en caliente y con humedad en la trastienda de un batallón, de nuevo la batalla con los zancudos y su sinfonía en los oídos. Camino por Sao Borja para volver a sentir a Brasil y esa música que es el portugués y en este horario de verano el sol se pone más tarde y caliente como nunca. El nuevo día traerá lluvia y yo que pensaba quedarme en mi cuarto húmedo soy arrancado por golpes en la puerta y la noticia de que debo dejar aquel resguardo, estos policías no entienden de razones y me hacen salir al camino. Las calles están mojadas y todavía una leve brizna ocupa el ambiente, las horas tardías no me favorecen pero debo tomar camino e internarme en este estado que traerá duras pedaleadas.

El viento soplo como nunca en Río Grande do Sul. Enemigo invisible, ligeramente ruidoso, constante, insistente, arrasante. Una pared de aire a ser atravesada. A eso había que sumarle los kilómetros inhóspitos de laderas inhabitadas y cuestas por sortear. El frío, la amenaza de lluvia que muchas veces fue presente, las horas al lado de la carretera esperando que el cielo y sus gotas mil me dieran paso, donde cualquier techo fue refugio. El sur y su frío, su ganado que me mira, sus ovejas que balan a mi paso, las asustadizas ovejas que se cubren con finas pieles y no paran de masticar con sus bocas pequeñas. Las carreteras de este sur tan desolado como para que los pájaros hagan las veces de caminantes y se posen sobre el asfalto, caminen de lado a lado, hagan sus reuniones en la mitad del camino, vivan la experiencia de caminar.

En mi primera parada en la mitad de la nada, en esas villas que aparecen cuando el cuerpo no da mas, toco a la puerta de un paisano que me dicen, sabe acoger a los viajeros y así es. Su extenso terreno me sirve de cama y la carpa vuelve a ser mi cobijo, ya en la noche me veo sentado a la humilde pero gustosa mesa compartiendo unas costillas de oveja, típicas de la región. No pude haber mejor comida que esta, al calor de la mesa con gente local, tan verdadera y tan pura, tan ellos.

Junto pueblos y pequeñas ciudades hasta donde el viento me lo permite, ese viento que aquí ruge como en ningún otro lugar, ese que me pone sus hilos en la cara y me lleva hasta el delirio con su ruido constante en su devenir. Ese que en la estación de servicio donde pernocte, quería llevarme con todo y carpa y no se canso de rugir hasta el día siguiente. Traspasaba por las paredes de mi morada y se colaba por mi saco de dormir, me fustigaba. Quien sabe que furia antigua traía ese viento, con que rabias estaba cargando. Era como si se quisiera llevar a toda la humanidad con el. Sería la furia de algún diosecito.

En el camino hacia la ciudad de Pelotas, mi ultima ciudad grande en el gran Brasil, un hecho bien particular me asalto en el camino. Es un hecho que me sigue cargando de preguntas y como no, de absurdas admiraciones ante tales acontecimientos. Un hombre va en su auto, parece un trasteo. Va lleno hasta el tope su auto, lo acompaña una mujer. Yo ruedo al lado de la desolada carretera y me pregunta hacia donde queda Pelotas. Miro hacia el frente y veo una intercesión, se que allí hay un cartel indicando la ruta, le digo que tal cartel le indicara así donde debe seguir. Él es un hombre mayor de unos 40 años aproximadamente y me dice: no se leer. No me queda mas que decirle que me siga, yo le indicare cual camino debe seguir. El hombre no sabe leer, me lo dijo así no mas. Me siento consternado por el hecho y me pregunto sobre que significa la ignorancia, que es la ignorancia, hasta hoy todavía me pregunto, me seguiré preguntando como puede acontecer. No estoy hablando de que aquel hombre fuese ignorante por no saber leer, de seguro tendrá mucha sabiduría en su haber, solo que la ignorancia como todas las otras cosas del mundo, la muerte, el amor, el odio, tiene sus múltiples formas.

La ciudad de Pelotas y mis anfitrionas me reciben con sonrisas y abrazos, Brasil me sigue recordando lo que es. Esa pequeña ciudad fue casa por unos días. Ciudad de estudiantes y arquitectura conservada con un río que la saluda donde ver un amanecer es un bonito regalo que te puedes dar. La ciudad de las librerías de sebo que tanto visite. Me explicaría mi buena amiga Juliana que son llamadas así por vender libros ya leídos, lo de sebo es un decir, es por esa partícula de grasa que se ha quedado en el extremo de sus paginas al ser pasadas por sus lectores, bonita forma de nombrar las cosas. En alguna de esas librerías tuve que comprar un par de textos para seguir recordando las tonadas escritas de Brasil, seguiría mi viaje con Vinicius y Jorge Amado.

Ahora había que emprender la salida de Brasil y 300 kilómetros me separaban de mi próximo país, Uruguay. El camino en este tramo fue mas benévolo conmigo, largas rectas se extendieron hasta la salida del país. En mi primera parada me deje estar tan a gusto en una olvidada estación de policía, que no me lo podía creer. Un solo hombre cuidaba de aquel espacio, el mismo que me recibió con una amabilidad impresionante y me dijo que a las 5 de la tarde partía. Yo me quede allí, toda una tarde disfrutando de frutas, acompañado por Vinicius y Jorge Amado, acompañado por las golondrinas que en esta primavera hacían un concierto fabuloso como si quisieran que las escuchasen hasta en el ultimo rincón del mundo, acompañado por el cielo más azul posible, acompañado de mi mismo.

Unos pasos más adelante presentí a Uruguay pero antes de salir volvería a pernoctar en otra estación más de policía y como recuerdo aquel joven policía escuchando al viejo Bob Marley su ¨Redemption Song´, una de esas cosas raras de la vida, en una estación de policía suenan las notas de ¨ otra canción de libertad...canción de redención ¨

Una calle que divide dos países y otro sello en mi pasaporte y me indica que estoy en Uruguay, donde necesariamente soplaran otros vientos.