Lo que yo quiero decir es América Latina...

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martes, 10 de abril de 2012

Cómo terminan las cosas.

El viaje nunca terminó. Podría decir que el viaje tal vez empezó a terminar cuando montaba la bicicleta aquella noche en el bus que de Pasto se dirigía hacia mi ciudad, Medellín, un 11 de octubre del 2010, pero no, así no se cerraba la cuestión. Como tampoco se cerraba cuando baja la bicicleta en el alto de minas, 40 kilómetros antes de arribar a la ciudad para montar por última vez las alforjas. Un día frío, engalanado con nubes grises y un vientecito helado que se cortaba con el descenso curveante desde la montaña. El camino que zigzagueaba hacía el llamado a la prudencia y al accionar de los frenos, lentamente se me presentaba la ciudad.

Iba reconociendo el camino que dibuje años atrás para mi llegada. La vieja carretera de Caldas, ese antiguo municipio perteneciente al área metropolitana de esta ciudad primaveral que ahora el invierno cobijaba. El invierno que aquí son las lluvias y no ese frio gélido del cono sur del continente. Me abrí paso entre los muchos colectivos que se apelmazaban por la vieja carretera y fui dando con la ciudad. Entre desconcertado y alegre, era un extraño ser que se movía con mundo en la parrilla, nadie entendía, yo no entendía.

Ese gusano gris seguía moviéndose en dirección sur norte, norte sur, a la vista de todos, a mi propia vista que todavía no daba crédito. No lo veía pero la mucha gente que se agolpaba esperándolo en cada una de las estaciones daba cuenta de él. Empezó a abrirse el día como para que yo recordara aquello de la eterna primavera, necesitaba sol, pedía sol y me fue dado.

Mas ladrillos, más polución fue lo que encontré a mi llegada. Enormes construcciones donde antes había vacio llenaban los huecos de esta ciudad que se ufana de progresista entre sus avances tecnológicos y digitales, desamparando cada vez más, sumiendo cada vez más a sus ciudadanos en un espejismo de progreso que les llena la boca más no el espíritu. Sin embargo el río todavía estaba allí. Sucio, canalizado, muerto, siguiendo la misma dirección de siempre, recibiendo los nuevos desechos de las nuevas industrias y las de siempre también, para convertirse en espuma más adelante y luego perderse en el magdalena y luego en el mar y luego quien sabe dónde, cómo esta humanidad sin cause.

Pero ese rayito de sol que me era regalado desde el cielo iluminaba otro sentimiento, el de volver a casa, ahora con todo un continente a mis espaldas, mil historias en mis mochilas que paradójicamente venían más ligeras.

Vieja carretera de caldas, la avenida del río, avenida San Juan. La ciudad plantada de centros comerciales, negocios, locales, la gente adormilada en el estupor de las tres de la tarde. En sus oficinas quizás, en sus miles de locales tal vez. Creía que nadie me veía mientras espiaba a la urbe desde mi bicicleta que tampoco conocía a la misma, mientras rodábamos y yo se la presentaba. Un latido más fuerte en el corazón, directo al vientre materno, como un eterno retorno, irse para volver, volver sin haberse ido. Carrera 65, pasaje habitual de tantas andanzas sobre dos viejas ruedas que ya no están conmigo. Vuelvo a toparme con los rieles del gusano en la altura, una llamada para dar parte de vida y del otro lado de la bocina la voz de la madre que nunca se fue, que siempre estuvo. La canalización, tan estrecha como siempre. La unidad deportiva que ya no reconozco, emperifollada con trajes nuevos para presentaciones pasadas, ¡viva el progreso!, estoy a un paso de casa, pero ya no sé si tengo casa yo que tuve tantas en el camino.

Una curva, dos curvas y salta el corazón, llega primero que yo a la puerta de la vieja casa que me vio partir y golpea la puerta con fuerza. De ahí en adelante todo es confusión y lágrimas. Abrazo al mundo entero que es mi madre y creo que ya llegue a casa, creo que el viaje ha terminado pero sé que no es así. Mi bicicleta se ve despojada de sus ropajes y descansa, pero yo todavía no puedo descansar, creo que ya nunca descansare, tengo en mí todos los cansancios del camino, las hambres de las eternas jornadas que me sobrevinieron y al entrar a la vieja casa entro en un mare magnum de cariños y abrazos que se acaban de robar los pocos fragmentos de corazón que ya me venía quitando todo el continente.

La madre, el padre, la abuela, despellejan mi alma que es de ellos y de nadie más, del amigo y del amor quizás. Traigo unas gotas de sudor del último trayecto las cuales comparto en cada abrazo de los que amablemente quisieron estar allí conmigo para darme esta afectuosa bienvenida. Escudriño rostros de antiguos familiares, me sorprendo del paso del tiempo, el propio reflejado en el ajeno. Hablo poco, hablo mucho, respondo más cada una de las preguntas que me hacen, ellos tiene sed de curiosidad, yo tengo sed, física sed que calmo con frutos de esta tierra que mi madre guardaba para mí.

Indago en las paredes de este, mi antiguo hogar, este pequeño laberinto adornado hasta la saciedad. Tengo que tomar asiento y no por el cansancio si no por la falta de aire y vuelvo a pensar que ya llegue, que todo termino, pero no es así. Tengo que seguir cumpliendo con esos pequeños rituales de siempre y tomo una ducha, en mi baño, en el baño. A solas conmigo vuelvo a pensar que ya llegue, que estoy en casa, que afuera hay júbilo por mi llegada, pero mi pensamiento sigue por cualquier carretera del continente dando pedalazos.

Ya más calmo me dejo colmar de abrazos y besos, nos regalamos caricias como si no nos hubiéramos visto en una eternidad y soy como un niño estrenando una familia. Corren las bebidas, los alimentos, las preguntas, las respuestas, la fluida conversación en un acento hace tiempo no escuchado y que degusto como ninguna otra cosa, como degusto el sol que todavía brilla y más cuando me dicen que en días anteriores reinaba la lluvia sobre la ciudad, así que el cielo también ha puesto lo suyo a mi llegada.

Vienen los amigos, los regalos, viene la noche, viene la ebriedad de la felicidad. La mesa se llena de platos soñados en jornadas atrás, delante de mí desfila el mundo entero, mi mundo. Las notas de un par de músicos de clásicas guitarras en mano sueltan los acordes que todos queremos escuchar, las viejas canciones, las de siempre, las que todos disfrutamos.

Así voy volviendo, así creo que voy volviendo y todo se apaga, pero no. No he vuelto hasta que cumpla con ciertos rituales, con ciertos encuentros. Tengo que encontrarme con otras voces que cierren este periplo que nunca ha de terminar, tengo que monologarme con los míos para encontrar esas voces que resonaban conmigo en la distancia, esas voces que nunca me dejaron de alentar.

En una jornada las reúno a todas que siento mias y entonces cantamos en un júbilo que más parece una orgia, un éxtasis de amistad. Pero siento que algo queda pendiente. Faltaba una voz que tenía que encontrar en soledad para sentir que ya por fin había llegado. Era la voz del amigo, del albacea de toda esta odisea, del custodio de todos los pasos, en este caso de todos los pedalazos, del que alentó desde el comienzo cuando nadie creyó que esto fuera posible, cuando nadie dio crédito a esta aparente locura y él con su bendita terquedad, tanto como la mía alentó y alentó y alentó.

Tenía que encontrarme con esa voz, que eran todas las presencias del viaje, con ese espíritu que resumía los olvidados del camino, las historias que nadie cuenta, los lugares que nadie visita, la gente en que nadie cree. Tenía que encontrarme para saber que por fin estaba poniendo los pies en tierra y que ya no estaban más sobre el pedal, por que él con eterna sabiduría me ayudaba desde su cubículo estático a no perder el rumbo siempre, porque como dicen por ahí: “la felicidad solo es real, cuando es compartida”. Tenía que terminar entonces de compartir mi felicidad con mi otra parte, venir a dialogar y contarle que había llegado más vivo de lo que me fui, que era el mismo, pero que ya era otro, que no se puede ser el mismo cuando todo un continente te pasa por el alma y en especial uno como este, Sur América. Él ya lo sabía, el supo todo de este viaje, más que nadie y yo tuve la fortuna de tener un interlocutor. Todavía me rio cuando recuerdo la pregunta de siempre en todo lugar, ¿pero, viaja solo? Yo nunca viaje solo, mi bicicleta tenía varios tripulantes y cada vez se sumaban más en todas las hermosas presencias que fui habitando durante el recorrido.

Nos sentamos esa noche, en frente de una botella de cachaça, ese néctar brasilero a hacer lo que mejor sabemos hacer, hablar y escuchar. Hablar como hable con Sur América y a escuchar, porque a eso me fui de viaje, a saber cómo suena este continente.

Y nos vio el amanecer hablando como me vieron tantos amaneceres en estas tierras que recorrí.

La última capital, la última frontera, el primer país.

En las calles de Puerto López se escucha un rumor, todo el pueblo se agolpa frente a los televisores, por las aceras todavía llenas de barro, vemos un movimiento que nos desconcierta, algo pasa, algo extraño está sucediendo. Llegan noticias de la capital, pero hasta ahora nada entendemos. Hay murmullo, incertidumbre, caras largas y angustiadas, no es lo de siempre o si, lo mismo pero con distinto matiz.

Habíamos decidió salir de allí, pero al acercarnos a las correrías de gente convocadas por la pantalla nos damos cuenta de algo no tan bueno para nosotros. Hay un intento de golpe de estado en la capital y las cosas están feas. La radio no deja de trasmitir y entre ondas cortas y largas nos va llegando la noticia, no entendemos bien lo que pasa pero algo huele mal, huele a podrido, a culebrón. Otra función más de los dirigentes de turno, otro de sus actos por perpetuarse en el poder, muchas luces, mucho flash de cámaras y una inmensa cortina de humo.

Un presidente retenido en el hospital por policías rebeldes (en sí, el concepto es contradictorio), hay cruce de fuego, hay bombas lacrimógenas, hay heridos y un gran despliegue de la prensa que todo lo magnifica. El pueblo se rebela, lo mismo hacen las autoridades. Barricadas en las calles, fuego cruzado, caos, desconcierto, incertidumbre y nosotros en medio de aquello tratando de llegar a la capital. No hay de otra que avanzar en esa dirección. Indagamos con algunos amigos sobre la verdadera situación y como es de esperarse no es como lo pintan los medios. Debemos procurarnos un pasaje en bus para llegar a buen puerto y esto ya suena a odisea. Escasean los buses, el camino por el clima se hace difícil y además constatamos que los colombianos en este país no son muy queridos, es así, tristemente.

Cansados del rechazo por nuestro acento atinamos a preguntar a una vendedora de tiquetes la razón de su odio y me encuentro de nuevo con la absurda constante, el vecino nunca es bien visto. Los colombianos, según ellos, cruzan la frontera cada vez en números mayores para delinquir en nuestro país, nos dicen. Se nos señala de ladrones, de irrumpir en su espacio y los precios para nosotros y el trato no son los mejores. Cargados con bicicletas y nuestro equipaje por fin podemos obtener un bus que sale en las horas de la noche y pareciera entonces que vamos a la boca del lobo.

La noche se disuelve rápidamente dentro del bus y en la madrugada vamos entrando a Quito. Hay cierto temor, es innegable, la ciudad esta desoldada, es una especie de pueblo fantasma y todavía en los cruces de avenidas vemos los restos de las llantas quemadas el día anterior, pero ninguna bala ni horda salvaje viene a nuestro encuentro, solo el frío de la capital nos recibe mientras vamos en busca de la casa de nuestros amigos, esos que ya en un tiempo lejano nos encontramos trasegando con sus bicicletas en el norte argentino, los mismos que en manada buscaban el camino del agua, pedaleaban con un fin, los Yakuñan.

Con dificultad llegamos a nuestro nuevo hogar, perdidos entre túneles urbanos erramos nuestro camino y de muy mala gana un agente del orden y la ley nos lo hace saber, pero por fin llegamos a buen puerto y allí las cosas son a otro precio. Es grato volver al calor de hogar, al abrazo de amigos que comparten una causa común. Estas mujeres y hombres que tomaron sus bicicletas desde Quito y llegaron hasta las cataratas de Foz de Iguazú para enseñarle al mundo sobre el cuidado de algo tan vital como lo es el agua, bien sabemos que hoy en día ya hay guerras en el mundo por el preciado liquido, el petróleo no se toma, el agua sí.

Hay momento para compartir historias, dar cuenta de un camino, lavar el cansancio de jornadas anteriores y disfrutar de un café, una cama, una ducha y el calor de hogar. La ciudad se encuentra en una tensa calma y el teatro presidencial se va aclarando, ya han tenido suficiente prensa para seguir adelante. El centro de Quito se encuentra militarizado y es bastante molesto caminar por allí con hombres armados en todas las esquinas como si la guerra fuera a estallar, la presencia de las armas intimida, habla de su miedo, de su inseguridad. Las pintadas en las calles gritan: “Chapas, Hijos de Puta”, los chapas es como se les llama popularmente a la policía. El cielo es de un gris particular y a la gente no se la ve muy cómoda con esta situación. A lo largo del país y en especial aquí el gobierno promulga su consigna de “La Revolución ciudadana está en marcha” como perros rabiosos gritando al viento y en la plaza algunos carteles dicen: ¡América despierta!, y otro ¡Libres naturalmente!

En Quito me sorprendo de buena manera con la organización del movimiento de ciclistas urbanos. Constituidos en bloque peleando con el pedal, proponiendo, luchando por sus derechos, el derecho a circular libremente, a desintoxicar las ciudades del smog de los autos con sus caballitos de acero. Hay hasta un espacio en la radio para hablar semanalmente de todo esto y junto con los Yakuñan vamos a conversar de lo que nos gusta, a hablar de nuestras proezas por hacer algo diferente, ellos cuentan de su viaje por el agua y yo hablo de mi experiencia en solitario tratando de re escribir esta América.

Hay un espacio bello, “La Cleta”, un bar hecho por y para ciclistas. Todo gira en torno a la bici, por supuesto su dueño junto con su esposa son amantes de las bicis y han hecho sus viajes, ahora la pelea es desde otro flanco. En ese espacio te sientes como en casa, además de lo agradable que es estar allí, somos como una familia, afuera las bicicletas apiñadas, seguras, mientras adentro se habla de la vida. La decoración por supuesto va de acuerdo con el tema de la bici, todo el mobiliario, las sillas, las lámparas son hechas de partes de bicicletas, así que te sientas en un sillón hecho de aros de bici y las lámparas tienen pedales y cadenas que cuelgan formando un decorado precioso. Se me ocurre entonces que es un espacio propicio para compartir mi experiencia del viaje, que tendré receptores que gustarán de escuchar a este viajero que tiene kilómetros encima y armamos mi primer y único conversatorio en todo el viaje.

No puedo ocultar la emoción al poder compartir con otros estas vivencias. Desde que comencé siempre he dicho que este es un viaje literario por la América que me propuse descubrir en bicicleta así que además de los kilómetros y las fotos, fui juntando experiencias que se veían transmutadas como ahora, en palabras que daban cuenta del recorrido. Por vez primera tenía un auditorio que aunque pequeño esperaba expectante mis palabras. Adelante las caras atentas, atrás las fotos del viaje que iban pasando lentamente y desfilaban en la pared, las carreteras colombianas de los primeros días, la sabana venezolana, los ríos brasileros, la rambla uruguaya, la Patagonia argentina y en medio yo y mis palabras, las palabras que cuentan lo que somos como diría el maestro Eduardo Galeano. Me impresionaba la atención de la gente a medida que se sucedía el discurso, luego como amigos venían las preguntas e inquietudes normales ante la vivencia, yo tranquilo compartía mis vivencias y así el dialogo quedaba establecido.

En Quito ocurre un hecho tristísimo para mí que merece un texto aparte. El Juan se me fue, partió antes que yo de la ciudad por esas cosas del amor y otro tanto del destino y la economía, no lo pude retener y se fue unos días antes. Yo me quede descansando otro poco y compartiendo con mis amigos, pero para mí también llego el momento de la partida y había que montar de nuevo la bicicleta.

Fueron cuatro meses pedaleando en compañía, tomando decisiones en conjunto, viendo al Juan delante de mí en el camino o sintiendo su presencia cuando se quedaba atrás. Llegando juntos a pueblos y ciudades, comiendo del mismo plato y compartiendo las más variadas posadas, fue una experiencia tremendamente enriquecedora para mí, pero hoy tenía que salir de nuevo solo al camino. La consabida despedida en la mañana, bien temprano como siempre y el abrazo de mis amigas que se quedan con otro pedacito de corazón.

Era muy extraño volver a esta soledad que tanto habite por los caminos, Juan ya no estaba, de nuevo el camino y yo, de nuevo las decisiones en solitario, esa autonomía, pero claro que se le extrañaba, se extraña al amigo de tantas correrías, con ninguna otra persona viviría algo así. Serpenteando entre autos que corren veloces a sus trabajos en el caos de una mañana capitalina fui saliendo de Quito y las montañas me saludaban, fui juntando kilómetros con el corazón en la mano, por un sin número de circunstancias, mucho por la soledad que pesaba y otro tanto por la inminencia de Colombia, la sentía tan cerca que podía la oler. Viendo el mapa por delante ya no quedaba nada y esto también me asustaba.

En este trayecto ocurrió algo bien extraño. Yo que trasegué las alturas de un Perú o la misma Bolivia, nunca sentí el llamado mal de altura, pero después de unos buenos kilómetros el cuerpo se manifestó sin saber que pasaba en esos momentos. No respondía, en absoluto, daba dos pedalazos y tenía que bajarme de la bici, no podía respirar, arrastraba mi pobre humanidad pensando solo en los kilómetros que me faltaban para llegar a mi próximo destino. Cada curva se presentaba más agresiva que la anterior y las cuestas aprecian con una extensión que me dejaba sin aliento. No supe como hice esos kilómetros para llegar a Tabacundo. Me dolía la cabeza, el cuerpo no respondía, me sentía mareado, pero por fin pude llegar.

Una vez allí lo primero que hice antes que nada fue comer, entrar a uno de esos restaurantes de paso atendido por una humilde mujer y comer lo que se me presentara, pensé que calmando el hambre mi cuerpo volvería a la vida, pero no sucedió, los síntomas seguían y hasta alguna medicina hube de tomar. Tome un poco de aire sentado en aquella posada porque no había alientos de ponerse en pie siquiera. Con las pocas fuerzas que poseía tenía que procurarme lugar para dormir y esto también fue tarea laboriosa, nada aprecia en el panorama que se tornaba más oscuro, nada solidario en el camino. Decidí buscar ayuda en la alcaldía y entonces sucedió de la manera más inesperada. La alcaldía como tal no pudo brindarme ayuda pero un buen hombre que trabajaba en ese lugar me acogió así sin más ni más. Pude tomar un baño y descansar en una cómoda cama que era lo único que quería. Ya en la noche hubo espacio para la conversación con mi salvador y el día paso rápido.

Cada vez más cerca la frontera y hoy rumbo a un lugar conocido por mí, la bella ciudad de Otavalo, esa que también visitara en mi temprana juventud en compañía del amigo. Con la presteza que me ha dado el tiempo y la experiencia me dirijo a la estación de bomberos para buscar una posada y como siempre estos buenos hombres abren sus puertas, hoy igual me encuentro un poco mareado, la altura me sigue afectando y eso que este no es uno de los lugares más altos por los que he pasado.

Otavalo es reconocida por su feria de tejidos y artesanías, el cuerpo de bomberos donde me instalo queda cerca de allí pero a esta hora en que llego ya han ido cerrando algunos, igual puedo pasearme entre esos bellos tejidos a mano, vestidos, bolsos y demás. La población tiene esta tez indígena tan particular de estas tierras, me produce fascinación sobre todo ver la gala con la que visten las mujeres, que entre esos faldones negros, sus largas cabelleras y unos cinturones de colores parecen reinas, un reinado que sigue imperando a través del tiempo y es que no son nada baratas estas vestimentas. Preguntando en alguno de los locales que venden estas ropas me doy cuenta de su elevado precio.

Hay espacio para recorrer las ferias de comida, ir a comer un buen pescado, ver como cuelgan esas carnes y se fríen otras tantas y al hablar de frutas ya estamos en la misma línea que Colombia, los bananos, esos que hacen tan famosos este país imperan por doquier. Con paso tranquilo recorro estas calles que he olvidado con el paso del tiempo, sus iglesias varias y sus calles empedradas siguen allí, los mercados inmutables a no ser por la proliferación de propaganda y un clima que se hace más frio por ser temporada invernal, siento un aire de nostalgia en el ambiente, ¿cercanía con Colombia?, tal vez. En las bancas de los parques duermen los viejos, hombres y mujeres pequeñas que como a niños les cuelgan los pies y dejan pasar el tiempo mientras un hombre vende algodones de azúcar. La noche cae y los jóvenes dan vuelta al parque, recorren las calles donde se mueve más gente y aparece otra vida, me parece entonces que tengo que ir dejando a Otavalo, que otro país queda atrás, que Ecuador se va yendo.

Despierto y no sé que pase hoy, miro el mapa, ese mapa que se gasta de tanto mirarlo, desde Perú lo veo una y otra vez queriendo borrar las fronteras que tengo para comerme, todo sucede como si el paisaje se difuminara.

Saliendo al camino por entre un tumulto de gente llego a la salida del pueblo, carros vendiendo comida, puestos de comida, comida en las calles, comida por todas partes, transito de chanchos, de gallinas, mercancía, todo esta tan vivo y me detengo al lado del camino para comer algo que soporte la jornada. Tengo algún punto marcado en el camino para llegar, pero algo dentro de mí me dice que tendré otro destino, todo tan cerca y tan lejos, de igual manera empiezo a avanzar. Las montañas me acompañan, esa infinita cordillera que va desde el sur del continente naciendo, muriendo, levantándose y que se bifurca allá en Colombia con sus tres cordilleras.

Contados lo kilómetros siento un agotamiento y el sol se ha puesto bien arriba, de pronto, una cuesta, una interminable cuesta aparece y ya no tengo ganas de hacerme el heroico y enfrentarla, me detengo, no sé qué pasa. Entonces empiezo a maquinar pensamientos, a jugar con las proporciones de camino en mi cabeza, pensaba que la llegada sería de otra manera, el cansancio y las ganas de estar del otro lado ganan la batalla, estoy dentro de un auto yendo a la frontera con Colombia y mi corazón se acelera corriendo más rápido que los autos, mis ansias van adelante. Bajo en Tulcán y sigo pensando. Del otro lado esta Colombia, no es tarde para avanzar, pienso en quedarme y ver la frontera más temprano al otro día, tengo la posibilidad de alguien que ofreció una posada aquí, hago un par de llamadas pero ese alguien no está. Vuelvo a pensar en la frontera, miro el cielo encapotado y con algunas nubes grises que amenazan con soltar sus goterones, pienso, me quedo pensando y luego estoy pedaleando lo más rápido que puedo a la frontera, mi frontera, mi primera frontera allá en el año de 1999 y mi última frontera en este periplo que parece cerrase. Entonces el cielo deja caer un diluvio como queriéndome detener, lo hace, lo logra por unos minutos, pero parece que el también al igual que yo está indeciso, se calma, se abre el cielo, yo me abro paso y continuo, huele a Colombia, aunque no sé bien a que huele Colombia. Veo algunas placas de autos de mi país, lo presiento, estoy cerca, una avenida grande, un par de curvas y entonces aparece el puente internacional de Rumichaca. Elevo un grito altivo al cielo y sé que tengo que entrar a Colombia.

Estos serán los últimos trámites fronterizos, siento un poco de nostalgia cuando imprimen ese sello, siento que todo se va apagando que el pasaporte también muere, que no seguirá siendo útil más que para el recuerdo. Un sello en Ecuador, un aviso que me indica de mí último país y entonces cruzo la frontera como en un sueño, pensando en todo lo hecho atrás, rostros colombianos van de aquí a allá y entonces el sello final que cierra todo. Bienvenido a Colombia.


Cuestiones del trópico

Calor, calor y más calor. Estas en Guayaquil e indefectiblemente empiezas a traspirar junto con la ciudad que se mueve rápido, rapidito, entre el tumulto y el gentío, sea la hora que sea, entres por donde entres, esto es el trópico, estamos cerca a la línea ecuatorial, estamos en otro puerto.

Allá por el año 1999 yo caminaba lo que sería el gran Malecón 2000, ni siquiera habíamos llegado por ese entonces al temido fin del mundo de aquellos días pero el hombre seguía inventando estructuras y al lado del tremendo río Guayas, del mismo nombre de la región, empezaba a armarse ese paseo peatonal, con tablas muy bien puestas para que la gente pasee sus días y sus noches, para que se encuentre con sus amores mientras el rio moja sus penas para otros. Apenas había unos tramos, poca iluminación, pero ya era fascinante mirar desde su altura como la noche se sumergía en las aguas del rio y en el día la gente como iguanas mostraba su piel, al fin y al cabo esto es el trópico donde somos de piel.

Pasaría de largo en el año 2002 sin saber cómo iba la obra, pero ya de oídas Guayaquil sabía que seguía creciendo. Hoy en un presente 2010 regresaba y Guayaquil abría sus puertas para recibirnos colándonos por alguna de sus concurridas calles en la hora en que todos corren a sus casas.

Lo del calor en Guayaquil se queda corto, hasta las palabras se consumen. Una buena amiga nos brinda la mano para ofrecer su hogar, un pequeño departamento donde nuestras bicis lo llenan todo, pero el amor hace un campito para los forasteros. En estas tierras y más en estas condiciones el baño es anhelado para quitarse todo el agotamiento de la pedaleada.

Hay que volver a reconocer la ciudad, palparla bajo las plantas de los pies que es la mejor forma, sentir su latir. Así que empezamos con pocas indicaciones a encontrar lo que haya que encontrar. Encaminados al famoso Malecón con este sol abrazador vamos a su encuentro. Recuerdo que la primera vez que lo pise era de noche y además víspera de navidad, las calles hervían de gentes, dejando basura a su paso, la ciudad me pareció eso, un solo basurero, pero afortunadamente hoy me encontraba con otra ciudad, no sé si sería la hora o una ínfima cuota de civismo.

La obra estaba ya terminada, el Malecón era una realidad y así empezamos a desentrañarlo. Dividido por espacios y colores, módulos, y ese afán de progreso que es medido hoy en día por cuantos centros comerciales quepan en un solo espacio, aquí habían varios, somos una copia en todos lados, la idea es la misma pero multiplicada, fotocopias de fachadas y seres. Igual resultaba agradable caminar por aquí, ver las familias y parejas pasearse, dejarse ir mientras el astro rey hace lo suyo.

El Malecón discurre por toda la orilla de la ciudad acariciando sus calles y allá al final, los próceres y sus banderines, una estatua más y más, más allá un barrio pintoresco y particular, el cerro Santa Ana con sus cientos de escalones y fachadas de colores en el barrio Las Peñas. Todavía hay tiempo y vamos a la cumbre pero sin prisa, contando escalón por escalón y empezamos a dejarnos perder por los pasadizos, seguros de que nos llevarán a la cima. Los más variados negocios se encuentran en el camino, cafés, bares, tiendas de suvenires, en fin. Llegando a la cima todavía hay que sortear otro laberinto para encontrar la cumbre donde claro, hay una iglesia y un mirador precioso donde se ve la extensión real del rio. Pudimos ver el puente aquel antes de llegar a la ciudad y nos admiramos de su extensión, siempre a la distancia todo adquiere otros matices, digamos una realidad. Hay espacio para dejar hablar al viento desde aquí arriba sentir como soplan otros aires.

Ciudad de agua, ciudad liquida para soportar tanto calor y calmar tanta hambre en el Mercado Caraguay, que espectáculo, que cuadros. A veces me avergüenzo profundamente de ser tan citadino, porque quiérase o no soy hijo de la urbe y del asfalto, no tuve más Malecón que la avenida La Playa y las frutas y verduras para mí no venían más que de algún almacén, lo reconozco con un poco de pena, así que cuando sobre una blanca loza observo un pescado de tamaño descomunal que ha perdido su cabeza y lo nombran como un atún, me mortifica más la pena, porque para mí; aunque sepan que son peces, estos vienen en las latas de van camps, y en cada nueva loza cuando camino por los pasillos de este santuario de frutos del mar los hay más y más grandes, viendo sus cortes transversales pienso en esos enormes árboles caídos cuyos círculos se ven al interior, los atunes tienen lo suyo también. Qué decir de los camarones. Ahora entiendo aquello de camarones ecuatorianos, la progresión del tamaño y al llegar los langostinos se entre corta el aliento, se confunden sobre las lozas el picudo, la albacora, corvina, el robalo y también hay espacio para las frutas y aquí es dónde uno sabe que inevitablemente esta en el trópico y se desparraman colores y aromas entre verduras y frutos que no me son ajenos y me van aliviando el alma.

Aquello era el movimiento normal de un día en el mercado, pero hay un dato que nos es proporcionado por nuestra anfitriona y es que en la noche es cuando en verdad cobra vida este mercado en la sección de frutos del mar, aquello es un total trafico de peces, no paran de llegar camiones con ejemplares aún más grandes que los vistos en la tarde, entonces si se corta el aliento y se confunde con el frio de los hielos que se van derritiendo conforme pasa la noche para mantener frescos esta delicias. Y en algún callejón están los crustáceos, hordas de cangrejos vivos, tocando un pasodoble con sus tenazas, clic, clac, clic, clac, cajas y cajas de cangrejos apelmazados, hombres que gritan la mejor oferta mientras todavía están con vida los cangrejos.
Con este preámbulo de Guayaquil nos dirigimos a la mar, al océano, al punto de partida de todo y recordamos las palabras del maestro Álvaro de Campos en su “Oda marítima”:

“Los viajes de ahora son tan bellos como los de antes y un navío será siempre bello sólo por ser un navío. Viajar aún es viajar, y la lejanía está donde siempre estuvo: ¡en ninguna parte, a Dios gracias!.

Vamos bordeando esta costa pacífica que nos regala el sol y así buscamos nuestro primer refugio en un apacible lugar llamado San Pablo, tan pequeño como para que la emisora del pueblo todavía sea el método para dejar recados que son oídos por toda la comunidad y el mensaje llegará a buen puerto. En alguna parte de la arena al lado de las barquitas de los pescadores armamos nuestro hogar y no hay de otra que contemplar el espejo azul, arriba y el del horizonte con espuma que forman las olas y la noche que cae bajo ese manto.

Sigue el camino con la vegetación espesa a la derecha y el mar a la izquierda y así de resguardados voy en búsqueda de una playa que encontré en el año de 1999 cuando contaba con mis escasos 20 años, en aquella primera expedición fuera de las fronteras de mi país. Este es un lugar que con el tiempo ha cobrado más y más fama. Cada mochilero que visita ecuador tiene que venir aquí.

En aquel lejano 1999 lo disfrute como ningún otro, con el desenfreno de aquellos años, la por entonces apacible playa de Montañita recibía a un gran número de extranjeros que hacían noche allí. Cada uno iba llegando con su historia, su mochila, artesanías y malabares. El pueblito apenas se estaba poblando, eran pocos los hostales y los escasos bares que había eran lo bastante rústicos para que armaran un cuadro perfecto, llevabas dos días en Montañitas y ya todos te saludaban, todos nos conocíamos. No había llegado el pavimento y no recuerdo haber visto una escuela ni cafés internet, nada de eso, aquí venia uno a desconectarse del mundo, ese fue el apacible, pero a la vez prendido lugar que yo conocí y donde di la bienvenida a este nuevo milenio entre cientos de abrazos y jubilo. Pero ahora…, llegaba cargado de historias, con más años, menos ingenuidad, más cansado, más escéptico con todo y mis ojos no podían dar crédito a lo que allí veía.

Lo que voy a describir puede no sonar muy agradable para muchos que gustan de este lugar y que en verdad son los más, pero todo depende con el cristal que se le mire y de lo que se esté buscando. Yo ya había venido de la rumba y el jolgorio de todo un continente, de las cosas que ame cuando fueron verdaderas. El asfalto había llegado a Montañita y con el la publicidad y esa cierta idea de progreso. Antes habían unos pocos hostales disgregados por aquí y por allá, casitas a lo sumo a una que otra construcción presuntuosa hecha con madera pero que guardaba el espíritu del lugar, ahora en cambio me encontraba con mega construcciones edificios que se alzaban en medio de la calle, las calles que estaba llenas de restaurantes de todo tipo, cuando en aquella época eran glorioso los jugos y empanadas que vendía un único local. Algunos bares emulaban esos de las playas europeas ofreciendo música electrónica y cocteles exóticos, a mí me tocó ir a al el bar el chivo que quedaba a unos 10 minutos caminando por la oscura playa, ya que era un bar que quedaba al lado del mar y abría solo en la noche, como era de esperarse era otra chocita de madera, pero el ambiente era otra cosa.

No podía dar crédito a lo que veía, si bien es cierto pensé que las cosas estarían un tanto cambiadas no me espere tanto la verdad, ya dije que venía de un pueblo donde la emisora del pueblo se amplificaba en parlante y llevaba y traía recados todavía y aquí queríamos emular lo absolutamente foráneo. Hubo algo eso sí que me llenó el corazón y fue descubrir que el camping donde pernocte esos días todavía seguía en pie. Con gran alegría preguntamos y había espacio, la distribución era totalmente diferente, la parte de atrás había sido habilitada oficialmente como camping donde antes había solo maleza. La distribución de aquellos días era arbitraria y la carpa se armaba donde cayera, pero fue estimulante ver que el lugar estaba en pie. La única foto que tome en montañita fue de aquel lugar, de lo otro no quería tener más registro que el que tenía en mi corazón por los días pasados.

La lluvia hacia de las suyas por esta temporada y un día mas nos retuvo en Montañita, sin ningún gusto nos quedamos pero al día siguiente y todavía con amague de lluvia salimos al camino. Todo mas húmedo, mojado, las pocas cuestas que habían se hacían aún más difíciles. Este trópico húmedo como sexo de mujer, la Latinoamérica salvaje de pasajes que todavía el hombre no manipula tenía para nosotros como destino la playa de Puerto López, lugar desconocido para mi, pero no para mí compañero de viaje.

Puerto López posee más asomo de ciudad pero en verdad es un pueblo chico. Los días anteriores la lluvia lo inundo todo, en las calles estancadas estaba el agua todavía y en otros lugares los pantanos de lodo hacían presencia, era difícil moverse con nuestras compañeras de viaje y levemente mojados nos fuimos abriendo paso para encontrar un lugar, el dinero se hacia cada vez más escaso y las posada solidarias brillaban por su ausencia en este lugar, ni los bomberos pudieron ayudarnos esta vez. Con desgano y sacándonos unos pesos del bolsillo un hombre accede a que en su lugar donde alquila cabañas pongamos nuestra carpa pro ahí, en medio de ellas, ni un baño nos fue concedido y así con el cansancio de la jornada nos dimos a caminar las calles de este llamado Puerto donde lo único que embarcan son las ballenas que cada tanto vienen a visitarlo.



miércoles, 4 de abril de 2012

Loja – Guayaquil

Llegar tranquilo, sin una gota de sudor, solo avanzando, dejando pasar montañas, viendo como pasa la vida desde la ventana de un bus, sintiendo más cerca a Colombia en cada kilómetro invertido, percibiendo la similitud de pueblos que hablan desde sus costumbres. Nuestros productos campeando en las vitrinas de almacenes y tiendas, los frutos que se confunden y todo nos habla de la patria, pero yo no se que es mi patria y ahora que se me van hasta gastando las palabras y ahora que hablo de patria recuerdo unos fragmentos del poeta brasilero Vinicius de Moraes, precisamente del poema “Patria mía”, con esa forma tan suya de nombrar “su” patria:
Patria Mía… Mi patria no es florón, ni ostenta pendón, no; mi patria es desolación de caminos, mi patria es tierra sedienta, es playa blanca; mi patria es el gran río secular que bebe nube, come tierra y orina mar.

Y si la patria es desolación de caminos, creo que la he visto a lo largo de mi viaje y que este continente es mi patria. Si la patria tiene sed, entonces todos somos patria cuando no hayamos que beber, ya porque no hay, no tenemos o nos lo hemos acabado desde hace mucho, si la playa es patria blanca el Caribe es mi patria, la de las arenas de Colombia, las de la hermana Venezuela, la de la candente Brasil. Si la patria es un gran río, es este y uno mismo que viene desde el norte y no muere si no que se vierte en algún otro, por debajo de la tierra, brotando desde algún plantío, es el Cauca, el Magdalena, el Paraná, el de la Plata, todos y cada uno arrastrando historias, bebiendo nubes en un eterno ciclo donde acabará el último hombre sobre la tierra y ya no existirá más patria que esta tierra que vive re inventándose a sí misma. La tierra que come tierra, que orina mar, que olvida a sus hijos, la patria de todos y ninguno que encuentro en cada curva y hoy en cada pueblo y ciudad a donde llego.

Por esas extrañas razones de la vida, Loja tiene a su entrada un arco, una especie de construcción que emula un castillo y justo en la puerta el más grande y desquiciado de los viajeros con su fiel escudero, me refiero como no, a Don Quijote y Sancho Panza, sus figuras van llegando a la ciudad como nosotros, lastimosamente no tenemos la pompa de este viajero de ciudades, libros y gentes. El mismo Don Quijote lo dijo: “Cada uno es artífice de su propia ventura”, así va la nuestra entonces desandando caminos y no entuertos como lo hizo el ilustre hijo de España, aquel que huía de la vida regalada, de la ambición y de la hipocresía como bien lo decía. Mi paso siempre ha sido más humilde en esta travesía, fui a ver y conversar con las gentes que me salieron al camino.

Llegando procuramos un poco de alimento en esos sagrados comederos populares que son como establos donde en cada cubículo improvisado un fogón arde esos los calderos que se calientan y re calientan para calmar el hambre de todos. Los manteles de plástico son fáciles de limpiar y un simple trapo que pasa organiza un nuevo festín. Sentados a la mesa calmamos el hambre que este clima frio impone, a pesar de que no hay mucho agotamiento, el apetito es lo único que nunca decae.

Rodamos una ciudad que minutos antes fue bañada por la lluvia yendo siempre hacia el centro de ella y nos encontramos con estampas similares, esa plaza, las viejas edificaciones. Alguien se ha ofrecido a darnos posada pero hay un tiempo muerto antes de que podamos contactarnos con él, durante este tiempo entonces nos ponemos en contacto con la ciudad y desde la banca de un parque nos llegan historias.

La tecnología fotográfica muta tan rápido, tanto como se apiñan las imágenes que ahora se toman por doquier, ya todos disparan desde todos los flancos, pero por más que cambie, el hombre del parque con su cámara en mano seguirá existiendo y su pequeña legión de ponis alineados donde los niños y jóvenes montaran los corceles, se pondrán vistosos sombreros mexicanos para que el hombre de la cámara los inmortalice, esa escena de seguro no morirá. Toda la familia participa del negocio, el hombre dispara y cuadra, el hijo hace las veces de vestuarista y dispone las bestias petrificadas, la mujer hace su apunte desde lo tecnológico y ya no hay que esperar los días para ver el resultado, si no que con su impresora digital da vida a la imagen sobre el papel. Todo esto sigue pasando en algún parque de Loja, todo esto seguirá pasando en cualquier parque de una ciudad chica, de cualquier ciudad, ponis, paneles por donde sacar la cabeza, todo eso pasa en el afán de inmortalizarnos y seguir guardando recuerdos visuales para que la memoria no se pierda.

Hay espacio para la conversación mientras pasa el tiempo, el hombre de los caballos es ecuatoriano y nos cuenta que en Colombia, además de buenos caballos reales están estos que vienen de allá. Él va y los escoge, no los monta como los viejos arrieros, viajan en un vehículo sin pasar las inclemencias del tiempo y desembarcan en Loja, en su casa y todos los días hacen el viaje hasta la plaza para dar de comer a la familia.

El tiempo pasa y nos vemos en otro hogar, no tan cálido, peo al fin y al cabo otra puerta que se abre. Este tiempo pide descanso, ya no hay tanta hambre de conocer, hay hambre de estar y de llegar. Circundada por montañas me sigue evocando a la tierra esta ciudad que se cubre con el manto de nubes grises y goterones y así cae otra noche.

Todavía con cierta curiosidad indagamos por lugares interesantes y nos hablan de Vilcabamba, “el país de los viejos más viejos”, un lugar donde se ufanan por tener gente que vive más de cien años. Hacia allá nos dirigimos para develar el misterio. Son cuarenta kilómetros desde Loja. Serpenteantes y estrechos caminos entre montañas y para sorpresa nuestra el hombre caracol en dus ruedas aparece por allí, otro de esos viajeros en bicicleta aventurándose por los caminos, lo vemos como siempre con la alegría de reconocer un hermano, pero igual a medida que el bus asciende nos vamos lamentando por él, por ese camino que tendrá que sortear.

Casas de tapia, techos de teja, cafetales, sonidos de ríos que circundan el pueblo, se siente un frescor en el ambiente, es Vilcabamba y su promesa de muchos años de vida. Allí envejecer es sinónimo de juventud según dicen, todo esto gracias al agua alcalina que proviene del valle sagrado, ahí está el hombre queriendo trascender en el tiempo, perdurar para verlo todo o sencillamente en este caso seguir viviendo apaciblemente y es cierto, se percibe en el aire además de la frescura del valle esa tremenda calma, calma que ahora y por divulgación del mito se ve rota por aquello que vienen de afuera buscando ese misterio y se instalan con sus hoteles, sus tiendas, haciendo de este otro destino turístico más. Nos venden un producto y solo nos quedan las postales, por supuesto se ven algunos viejos posados en mecedoras en cualquier corredor de estas viejas casa, tanto como ellos, pero no pasa de ser una imagen común a estos pueblos donde necesariamente por la calidad de vida sin el agite de la ciudad la gente puede prolongar más su existencia, pero me pregunto si estos hombres que vieron otro mundo cuando nacieron querrán seguir de pie en este tal y como lo ven que muda, mas despiadado y siempre menos generoso. Cada vez mas rostros desconocidos y con esa aparente amabilidad que da el progreso.

Seguimos dando saltos de garrocha y nos montamos en otro bus hasta Cuenca y es mi caso entonces seguir desandando pasos, carretera desconocida pero una ciudad que no me es ajena.
Cuenca y su arquitectura republicana, Cuenca de calles empedradas y su rio que divide la ciudad vieja y la nueva, siempre los opuestos dando vida. Cuenca con otro punto de llegada. Hace diez años venia por otra carretera traído en auto por una amable pareja, hoy mi bicicleta se baja de un bus para ir en búsqueda de una dirección de amigos que abren puertas a los fatigados viajeros, fatigados por el tiempo más no por el camino.

Cuenca y su concurso de balcones adornados, flores en los corredores, vistosas, primaverales. Del uno al treinta se en numera y me los voy encontrando a medida que descubro de nuevo la ciudad. La catedral sigue en su sitio con esas enormes cúpulas celeste y sus paredes de ladrillo donde alguien pone un pensamiento o le escribe a su amor, rayan las paredes de Dios ¡Oh herejes!. Como caminando se solucionan las cosas no hay mejor manera entonces que caminar y caminar por la ciudad, un eterno recuerdo, un eterno retorno. Un hombre en la calle grita: Tinto, Tinto y vuelve nuestro café a imperar en las calles, hermanos todos del grano. En efecto es un colombiano que sale todos los días a vender eso tan colombiano como café con empanadas, gustosos saboreamos las delicias de la tierra y esta nos sigue haciendo guiños.

Rápido ahora pasan los paisajes y las ciudades, no hay tiempo ni aliento para mucho, pero hay energías para volver a retomar a nuestras compañeras y así entonces nos vemos en camino con destino Guayaquil, otro pedazo de recuerdo.

Cuenca esta en lo alto e impera el frío, hay que bajar a la ciudad de Guayaquil donde hay un calor como ningún otro, pero no todo es bajada. La salida de Cuenca tiene un encanto especial, primero vamos con toda la energía y como siempre y es constante en el viaje, el disfrute por pedalear, el placer de juntar kilómetros en nuestras compañeras de viaje.

Vamos dejando atrás la ciudad y se dibujan otros paisajes, lo rural hace presencia con su belleza de campo. En la entrada de una casa puede pastar una vaca y los perros nos ladra, pero también esa hermosa gente te saluda y empezamos a jugar con el clima. Llega el sol a saludar los primeros pasos y hacemos unos deliciosos 15 kilómetros aproximadamente para que luego todo cambie y de que forma. Empezamos un ascenso en dirección al Parque Cajas, una preciosa reserva natural, el clima cambia, con esfuerzo, mucho esfuerzo de mi parte llegamos a la entrada sorteando curva tras curva, cuesta tras cuesta. Estamos entonces a 3660 metros sobre el nivel del mar. Y todavía viene lo mejor. Hay un cartel a la entrada dando algunas indicaciones y señalando puntos en el parque. Tres cruces es el mirador, 10 kilómetros nos separan de allí, es poco sí, en teoría, el camino develaría otra verdad.

La carretera es estrecha pero bien asfaltada y empieza el real ascenso, lo otro fue sólo la introducción un prologo encumbrado. El paisaje tiene sus recompensas, empiezo a contar lagunas y cascadas, cada una más bella que la otra, pequeños colchoncitos de agua y arriba, siempre arriba. La serpiente se alarga, das vuelta atrás después de unos tantos kilómetros y no se puede dar crédito a lo hecho, pero miras el cuenta kilómetros y sabes que todavía es mucho la que falta. En estos casos mi amigo es más presto y se va alejando cada vez más de mi, se pierde de vista, los pocos parroquianos saludan al paso y dan ánimos, ánimos que recojo con afecto ya que los necesito. Con desespero veo ese último ascenso, Juan ya se ha perdido de vista, primero fue un puntito rojo que aparecía y desaparecía con cada curva y luego no lo vi más, por momentos desciendo de la bicicleta para arrastrar mi cansancio, la altura no ayuda mucho. Luego miro hacia la cima y Juan me saluda con tranquilidad y me dice: vamos que se puede. Pasa un largo periodo de tiempo cuando puedo llegar a la cumbre. Hay un espacio para descansar y pensar en lo que viene, pero el día apenas comienza.

Vendría uno de esos tramos inolvidables en todo el viaje, el descenso mas prolongado de todo ese recorrido, cosa que ya es mucho decir. Es una maravillosa descolgada de 75 kilómetros, una delicia para el cuerpo. Cabe anotar que no hicimos todo el descenso en una sola tirada, igual seguimos guardando nuestro promedio, pero si realizamos la mitad.

Como lo disfrutamos, era un goce total desde todo punto de vista. La sola descolgada ya era sinónimo de alegría. La bici se dejaba ir con nosotros y la adrenalina corría tan rápido como ella, además a la derecha solo había abismos que le daban ese toque de peligro al que nos gustaba jugar. La niebla hacia de las suyas y por momentos se escurría entre las montañas haciendo que todo desapareciera, más acción para el camino. Hasta hubo tiempo para cierto foto estudio, éramos como niños disfrutando nuestro parque de diversiones en un solo aparato. No dábamos crédito a aquello y continuábamos bajando si saber dónde íbamos a parar.

Nos detuvimos a hacer cuentas y buscar un lugar para pasar la noche. De mil amores seguiríamos rodando pero no hay que abusar de la suerte. Pueblos como tal no habían en este tramo del descenso, así que lo primero apto que vimos allí paramos. Uno de esos restaurantes al lado del camino, una vieja fábrica al lado de él y otro hombre solidario que nos abre las puertas de un acogedor cuartito, contamos con tanta suerte que hasta ducha de agua caliente hubo.

Comenzar un día rodando cuesta abajo no puede ser más agradable, sabemos que tenemos otros tantos kilómetros por delante y nos lanzamos sin pereza. Hoy la lluvia amaga con aguarnos la fiesta del día anterior, además resulta peligroso hacer el descenso así ya que podríamos resbalar, por momentos caen unos goterones que asustan pero igual seguimos rodando desafiando todo. Después de aproximadamente 35 kilómetros llegamos a terreno plano y vamos estando más cerca de la ciudad. Pasado la lluvia un bochorno se apodera del ambiente y hay que recordar de la altura de la que veníamos.

A lado y lado del camino, próximos a Guayaquil hay plantaciones de cacao, esto me hizo recordar una pasaje de mi infancia cuando en la finca de mi tío, allá por un pueblito antioqueño llamado Sucre, junto con mi primo Nando agarrábamos frutos de cacao que íbamos comiendo por el camino antes de llagar al Salto, una preciosa cascada donde refrescábamos nuestro candor juvenil.

Ahora estamos en Guayaquil y todavía la recuerdo como el primer día que la pise, un calor que no cabe en el cuerpo, un caos de ciudad de trópico y además de puerto, lo que le confiere ciertas propiedades especiales.



Cuesta arriba

Me atemorizaban las montañas que veía desde Macará. Observando el mapa, Ecuador es uno de los países más chicos de Sur América, pero no hay que desestimarlo, pues su geografía se plantea como uno de los mayores retos, está bastante hermanado con la recordada Bolivia. Si hubiera comenzado mi recorrido por el, de seguro no habría hecho lo que en el hice en esta parte de la ruta y habría recorrido la mayor parte de él en dos ruedas. De alguna manera fue muy acertado dejarlo para lo último, igual ya había estado en estas tierras que me siguen cautivando. De haber escogido este como mi primera frontera, llevaría la energía que caracterizo el comienzo de este periplo, pero como lo vengo diciendo desde unas páginas atrás ya menguados los ánimos en esta instancia toda cuesta representaba un esfuerzo mayor del que significa normalmente para mi, además para completar, el factor climático no ayudo mucho.

Jugábamos con la ruta, adivinábamos cual sería el camino menos empinado, pero la realidad nos mostraba todo lo contrario. Como en la vida, no vale lo mucho que hayas hecho si esta te plantea nuevos retos. Hacer más de 30 kilómetros en este país representaba toda una proeza. Las primeras pedaleadas nos hicieron saber que estábamos en la línea ecuatorial y lo que ello conlleva, un calor infernal. Había que ver al Juan pedaleando sin camisa; a mí nunca me ha ido aquello de quitarme la camisa, hasta pudoroso resulte después de todo.

Con una infinita paciencia sorteábamos curva tras curva por parajes desolados. Nos deteníamos, mirábamos el mapa y nos preguntábamos por ese punto que aparecía en él, era como avanzar sobre el mismo punto. Llegas a una nueva bifurcación, digamos en este caso “El Empalme” y te preguntas por el norte de la cuestión, pero aquí no hay cuestión, hay un tiendita en el cruce de caminos, hay una lata de sardinas, hay un pan para ponerlas al medio, hay una chica linda como un ángel que sale de la montaña, te atiende y luego desaparece, hay un puesto de ¿policía? Y hay sobre todo incertidumbre. Hemos hecho unos tantos kilómetros y ya estamos agotados, miro al Juan, nos miramos y por la cabeza nos pasa una serie de interrogantes: ¿le damos?, ¿Paramos?, ¿Buscamos una posada?, ¿dónde?, ¿pedimos un aventón?, no somos perezosos, como bien podría creerse, somos realistas, ahora vamos un poco a contra reloj, a contra economía a contra ánimos. Somos sensatos eso sí, pedimos un aventón. Ahora las bicis viajan sobre un montículo de arena viendo cómo pasan las montañas y por angostos caminos el calor adormece y ahí es cuando uno piensa que estos hombres que conducen estas maquinas o son unos héroes o ellos mismos se han convertido en una maquina.

Hasta acá vengo yo muchachos, nos dice el hombre y bueno, ahora todo es cariño, estamos un poco más cerca de…, bien, seguimos en camino. Y de golpe en este trópico rebelde aparece unas nubes que lo cubren todo y zas, un leven chaparrón para crear un sopor en el ambiente. En el esperar vamos replanteando todo y nos damos cuenta que cerca hay un pueblo y que para llegar a él otra pendiente debemos sortear. Todo es tan confuso en esta instancia, por momentos quisieras desaparecer para resultar en un momento con los tuyos, ya aquel ímpetu de curiosidad e indagación solo alcanza hasta la próxima parada. Unos últimos goterones nos lleva hasta el pueblo, Catamayo.

Juan llevaba un rato conmigo y nunca habíamos pernoctado en una estación de bomberos y entonces llegó la ocasión. Mi compañero es bastante tímido y esta lengua mía que se mueve siempre y en las circunstancias difíciles más, ya sea para empeorar o en algunos santos casos mejorar la cosa me ayudo ahora. Con el paso de los días afinas la mirada al llegar a un lugar y sabes donde procurarte una posada solidaria con efectividad. Este es uno de esos lugares chicos donde no hay mucho, me recordó demasiado a los pueblos de Antioquia, pero para sorpresa nuestra tenía estación de Bomberos, vaya usted a saber cuántas casas se queman por aquí. Eso tiene sus ventajas, pues al no haber tanta actividad somos recibidos sin el menor problema. Siguen teniendo la misma buena actitud estos buenos hombres. Como si nada les importara y salvaran otras vidas nos acogen.

Encumbrado entre montañas Catamayo se mueve entre la religiosidad y las vidas de los jóvenes que dan vueltas en sus autos como queriendo escapar de allí. Escucharas dos pregones desde cualquier parte del pueblo donde te ubiques, uno es el de la santa iglesia y su pregón gastado, el otro el de la música que viene de los autos de estos chicos que dan y dan vueltas saludándose en cada esquina. La noche da para afincarse en una banca de alguna calle, ver los chicos que dan vuelta tras vuelta y escuchar como se apaga el pregón de la iglesia, de esta misma manera nos fundimos nosotros en el piso de la estación de bomberos.

La noche anterior habíamos indagado el mapa, este se convertía en nuestra luz estos que serían nuestros últimos días en ruta. Es increíble saberse pronto a la llegada de tamaño viaje. El mapa nos daba un día más de viaje hasta la ciudad más próxima, en este caso la ciudad de Loja. El cielo seguía mostrando unas nubes nada amigables, los ánimos no cambiaban mucho y el dinero iba desapareciendo con cada alimento, cada movimiento, la cuestión definitivamente no daba para heroísmo y así nuevamente nos vemos tomando un bus, que al parecer sería una constante en nuestro último país.

La mañana está tranquila y apenas va despuntando el sol y los parroquianos se mueven aun más lento, igual que nosotros, que apenas vamos arrastrando a nuestras compañeras a la esquina que sirve de paradero. No queremos indagar por la topografía de nuestro trayecto, lo suponemos como siempre, una eterna cuesta arriba y así entonces nos vemos recorriendo callados un camino de asfalto en estos buses tan parecidos a los nuestros donde sigue rodando también la esperanza. Vemos un camino que efectivamente se encumbra y en apenas unos pedazos donde la topografía regala algún trayecto plano nos remuerde la conciencia de estar ahí rodando con nuestras bicicletas, pero ya no hay nada que hacer, el bus corre y si que corre rápido, estos conductores no conocen de leyes en su territorio, van como almas que lleva el diablo quebrando curvas, así de un momento a otro aparece la ciudad de Loja.

Bienvenidos, mal venidos a Ecuador.

Un rayo roto de mi parte, varios pinchazos por parte de Juan, el calor agotador, una última Inca Cola, la cercanía de la frontera, unos soles gastados en una buena cerveza peruana y el puente allá, siempre un puente uniendo países. Así se presentaba Ecuador. Los tramites de siempre, un sello aquí y un sello…, no, un sello allá no. Por más que el inmenso aviso dijera: Bienvenidos y una leyenda dijera: Ecuador “la vida en estado puro”, el hermano país, o más bien las tontas leyes de siempre, no nos daban la bienvenida. Con la alegría de una nueva frontera nos acercamos a ese puesto fronterizo para encontrarnos con una desagradable sorpresa.

Presentamos nuestro pasaporte colombiano a un no muy atento policía el cual al revisarlo solo atina a decir: colombiano, necesita su pasado judicial para ingresar a nuestro país. Este papelito que hace casi ya tres años sacamos para cruzar las fronteras de nuestro país y que por nuestra estadía en argentina debimos dejar tiempo atrás. De todas las maneras posibles intentamos explicarle al policía nuestro viaje, el periplo de venir recorriendo en bicicleta todo un continente, nuestros propósitos, buenas intenciones, carnets que acreditaban la aventura, pero fue imposible, era como hablar contra una pared, una tosca pared. A un paso de nuestro país, con las bicicletas cargadas, cansados, con poco dinero y ante la negligencia de la autoridad veíamos peligrar el futuro de nuestro viaje. Pedíamos posibilidades para cruzar pero eran esquivas. Vayan a lima y pidan ese papel, nos decían. Claro, tan fácil como retroceder miles de kilómetros. En tiempo y dinero era imposible. Pero había una luz en el camino, un contacto en la ciudad contigua, Macará. Uno de esos hombres que abren su corazón y su casa, Byron.

Teníamos el contacto y allá fuimos. Al menos nos permitían cruzar la frontera, el pueblo solo quedaba a dos kilómetros. Fuimos pedaleando por hermosos cultivos de arroz a lado y lado del camino, este país es de verdad hermano de Colombia, sus montañas tienen mucho de las nuestras, altas, inmensas, llenas de verde, era estar un poco en nuestro territorio. Muchos de los productos colombianos se venden en estas tierras y en cuanto vimos la publicidad de algunos nos alegramos mucho, los pueblos hablan por su gastronomía, bebidas de la infancia, algún dulce, nos emocionaba de tal manera que hasta lo de la policía pasaba a otro plano. Preguntando por el pueblo la dirección de nuestro hombre se nos acerca un tipo en auto, precisamente a ofrecernos posada gentilmente y era él, Byron, saliendo a nuestro encuentro volvió entonces la confianza y el sosiego.

En esta etapa del viaje cada encuentro tiene un sabor más a Colombia. Byron es una pequeña parte de Colombia anclada aquí en Ecuador. Ahora él tiene un restaurante junto a su esposa y pequeños hijos, Guatita punto Com se llama el restaurante, con un alma grande se propone fundar otra casa de ciclistas y ya somos varios los que hemos pasado por aquí. El es ecuatoriano pero aventuro un tiempo de su juventud en Colombia, su acento, sus dichos tienen mucho de nuestro país. Sentarse en el corredor de la casa de Byron tiene un particular encanto, tomarse un tinto (como le decimos al café en Colombia), o una aguapanela, esa bebida hecha de la caña, jugar unas partidas de dominó es sentir esas singularidades de la “patria”. Y aquí estaba, tirando unas fichas de dominó, tomando tinto, putiando en acento colombiano, putiando con Byron y el Juan, volviendo a escuchar ese “Hijueputa” que tan bien nos sale a nosotros, conversando, recapitulando historias del pasado, hablando con el continente sosegadamente, haciendo lo que salí a buscar, viviendo en las andanzas de los otros, reconociendo almas gemelas, búsquedas similares. Oír los cuentos de Byron que gustaba de hacer largos trayectos con sus amigos a pie me recordó al maestro González, la vida es una serpiente que se muerde la cola y se encuentra en cada minuto hablándose a ella misma y el único momento interesante es cuando en verdad se escucha, de lo contrario todo es vacio. Este hombre era la Bienvenida al Ecuador, así se podía entonces seguir. El mismo Byron me llevo donde un hombre para que reparase mi bicicleta que le hacía falta unos pequeños ajustes para poder remontar las alturas de este país, los cambios no funcionaban muy bien y con total presteza este hombre volvió todo a su curso.

Ecuador era otro país donde desandaba caminos, aunque no en esta región que era nueva para mí. Me encontraba en un país con nueva moneda, el dólar sepulto al sucre hace mucho tiempo y me parece que descoloco todo. Los precios eran excesivos, las cosas pequeñas costaban desde un dólar o más, nosotros ya con pocos pesos en los bolsillos sufríamos los embates de esta economía. Macará resultaba la morada para irse adecuando al país y además todavía teníamos que resolver lo de nuestro “pasado judicial” para entrar a Ecuador y estampar nuestro sello. En varias averiguaciones, intentando por todos los medios, volviendo a hablar con los policías de frontera, yendo a la municipalidad donde un compatriota trabajaba (tramite que no dio ningún fruto), agotando todos los recursos, nos era imposible resolver este impase y fue así que todo sucedió de la forma más fácil. Un sencillo tramite por internet (gracias a mi amiga Karen Jaramillo) y el papelito este, con una simple consignación en nuestro país estaba en nuestro poder. Con papel en mano nos dirigimos a la frontera por tercera vez. El mismo policía de siempre, toma el papel, le da una somera hojeada, lo arroja a un rincón de su escritorio y estampa el sello, por fin entonces, estamos en Ecuador.