Lo que yo quiero decir es América Latina...

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lunes, 12 de abril de 2010

Puerto San Julián – Ushuaia. Etérea crisis a la llegada del fin del mundo.

Me había tenido que quedar en ese perdido camping de Fitz Roy un día más. A la mañana cuando abrí mi carpa el panorama era bastante desalentador para salir al camino, un horizonte absolutamente gris lo congelaba todo.

Al día siguiente partí, con una meta en esos puntos que te plantea el mapa. Una estación de servicio quizá, una posada, un hotel, cualquier cosa y el frio que no me soltaba. Balanceabase mi bicicleta por efecto del viento, como un pequeño barco en medio de la mar. De nuevo la mente en blanco y solo pensar en poder avanzar haciendo jornadas impensadas, no hallaba lugar y el panorama comenzaba a ser desalentador por el cansancio y el infinito horizonte. Sin mayor remedio tuve que volver a recurrir al aventón, era pasar tres días a merced del viento o tratar de avanzar. Tengo que reconocer que me veo un tanto derrotado cuando tengo que montar mi bici sobre un carro, siento que pierdo el paisaje debajo de cuatro ruedas pero no hay más opción, el viento habla y así es, es el soberano de estas tierras. No es difícil que alguien te lleve, los mismos carros saben lo duro que es transitar por esta zona y no te dejaran perdido allí. Las camionetas pasan raudas y cortan el viento. Me veo sobre una de ellas yendo hacia San Julián.

En puerto San Julián me abre las puertas una familia que amasa sueños. La Panadería La Pancha es su negocio hace veinte años, entre panes y repostería exquisita esta familia me da la bienvenida. El día que llegue conté con la suerte de probar una de las delicias de esta tierra, el famoso cordero patagónico. Un asado familiar con amigos y demás era mi bienvenida. Las brasas van cocinando el animal que abierto va soltando la grasa que lo protegía del frio y ahora hace las delicias para nosotros. Es el momento justo para conocer a la familia. El negro, Natalia, su madre y un numeroso grupo de gente se reúnen alrededor de la mesa y no me siento extraño. Por aquí pasan viajeros que acogen de la mejor manera, inclusive meses atrás paso otra ciclista amiga mía de suiza que viene andando el mundo. El Fernet con coca y los aperitivos previos corrían como corría la charla para conocer a esta maravillosa gente. En la noche en medio de la conversación ocurre un hecho maravilloso, se va la luz, entonces aparecen las velas y seguimos conversando mirándonos las caras en la bruma, nada se detiene, todo continua.

Fueron días tranquilos en puerto San Julián, días de descanso donde el sol volvió, una mujer de la panadería dijo que yo lo había traído y tal vez sea así, yo vengo de la tierra del sol y lo llamo para que venga, ahora quería que estuviera con nosotros. Todos los días me levantaba con ese majestuoso olor a pan, siempre me ha parecido bella la labor de quien amasa el pan, esa comida tan legendaria, humilde y que nunca falta en la mesa. En las tardes me paseaba por la panadería para llevarme algunos biscochos y tomar el algo o la leche como la llaman aquí.

En el puerto tuve la oportunidad de conocer algo que me dejo maravillado. En este punto, muchos muchos años atrás anclo un barco especial. Fue la Nao Victoria, comandada por el navegante portugués Fernando de Magallanes. El primer hombre en circunnavegar la tierra. Aquí comenzó el mito patagónico que dio nombre a todas estas tierras. Los patagones, el estrecho, la fauna, todo adquirió el nombre de este hombre. Hay una réplica exacta de la Nao y yo la tenía que conocer. No puedo explicar la emoción que me dio cuando conocí el barco. De alguna manera Magallanes fue un motor para mí, para hacer lo que ahora estoy haciendo. Ese aventurero se lanzo al mundo para buscar un paso entre las Américas y el pacífico pasando todo tipo de penurias. De hecho su barco anclo cinco meses en este punto y por eso el homenaje de hacer una réplica de la Nao. Allí estaba, como si el tiempo no hubiera pasado, la Nao Victoria, la única que retorno de tamaña aventura. Con sus hombres a bordo, sus toneles de provisiones, su proa, su popa, sus velas que la llevaron a recorrer el mundo entero. Allí estaba el mito que seguí y leí por tanto tiempo para llenarme de valor y a mi manera recorrer el continente. Tenía que transportarme al momento en que la Nao estaba activa y sentir el temor y la alegría que sentían aquellos hombres que la habitaron siglos atrás. Allí no estaba anclado un barco, estaba anclado el sueño de un hombre y yo bien lo entendía. Ese fue el gran regalo que me dejo Puerto San Julián.

Pero la Patagonia no terminaba para mí y había que salir a remontarla, saber si el viento me permitiría continuar mi aventura como se lo había permitido a Magallanes hasta ese punto. Con un camino tremendamente agotador de subidas y bajadas, curvas cobijadas por el viento pude llegar hasta Piedra Buena y anclar en la isla Pavón. Un camping bien equipado fue mi refugio por un par de días. En verdad era una pequeña isla y allí fui soberano. El Río Santa Cruz pasaba por sus riberas y sentado en confortables sillas a su lado pensaba en todo lo que había hecho hasta ahora. Veía caer la tarde y como el cielo se llenaba de colores, nada como un atardecer patagónico de los más variados colores. Un rosa que llena el cielo en diferentes tonos y luego un naranja cuando el sol se apaga. Fumaba mi pipa y pensaba en el futuro, en la gente que iba dejando atrás, en los que se habían robado mi corazón, en este camino que todos los días me planteaba un nuevo desafío, en lo que faltaba por conocer, me sentía con fuerzas pero también con una nostalgia terrible, eso hacen los bellos paisajes, esa es la saudade de la que hablan los portugueses.

Fui al pueblo para conocerlo, acompañado por mi compañera de dos ruedas que también es curiosa como yo y pide que la lleve a todos lados. Piedra Buena está llena de murales hechos por artistas de la región, estos adornan sus avenidas y todo en la ciudad es pulcro, hasta los cestos de basura están adornados con peces de madera, truchas que pululan por sus ríos.
Al día siguiente trate de avanzar lo más que pude, solo logre hacer 40 kilómetros, ya lo he dicho, la palabra la tiene el viento y esta vez como en ocasiones anteriores me frenaba en seco y no me dejaba avanzar. Un aventón más, simple recorrido en automóvil, esta vez en la parte de atrás sintiendo todo el poder del viento que no te dejaba mover avance hasta la ciudad de Rio Gallegos.
Rio Gallegos es la meca del viento, en ninguna otra ciudad sentí su poderío como en esta. Hasta para transitar caminando se torna difícil la situación. Me han contado que en ocasiones las ráfagas alcanzan tal magnitud, que tienen que poner lazos para que la gente se prenda de ellos y pueda caminar sin ser víctima de él. Mientras esperaba a mi anfitriona que me iba a hospedar tuve que resguardarme en una esquina porque ese día como otros rugía ferozmente. Al interior de las casas puedes sentir su poder, sientes como golpea en las ventanas y silba como un desesperado, miras los arboles como resisten los embates y algunos ya tienen la marca de la dirección en que normalmente sopla, se han inclinado a merced de la naturaleza. Mi anfitriona, Mónica es una mujer que gusta de la bicicleta, junto con un numeroso grupo de amigos formaron el equipo de ciclo turismo Koyen Aike, que significa lugar del viento. Ellos lo conocen bien, pero cada vez que pueden y quieren salen a desafiar al viento sobre sus bicicletas recorriendo la región y sus alrededores. Fue interesante compartir con ellos y conocer sus historias sobre ruedas. Me contaban que tranquilamente cuando el viento a estado a su favor, en terreno llano han podido alcanzar velocidades de 70 kilómetros por hora, esto para una bicicleta es una locura, debe ser exactamente como volar, desplazarse sobre el pavimento. Caminando por su costanera sientes el poder del viento cuando te dejas ir hacia atrás y el te sostiene, caminas en su contra y es como estar arrastrando una pared.

De esta ciudad partí con una alegría inmensa pues me debía internar en la isla de Tierra del Fuego, cruzar una frontera, pasar por ese pedacito de Chile que comparten con Argentina, cuestiones de la geografía. Hace mucho rato no cruzaba una frontera y para mí siempre supone una especie de pequeño triunfo remontar una. Agradezco andar en bicicleta cuando paso una frontera, nunca tengo mayores inconvenientes como si los tienen los que viajan en bus y tienen que descender, mostrar su equipaje y demás. A mí solo me sellan el pasaporte y ni se fijan en la bici. Primero sellas la salida de Argentina, luego cambias de sala y ya estás en tierras chilenas. Un cartel te anuncia la llegada y como es habitual te insertas por parajes solitarios en el nuevo país. Tenía que hacer unos cientos de kilómetros, cruzar el estrecho de Magallanes y luego volver a tierras argentinas. El objetivo de este día era otro de esos parajes que moría por conocer. El estrecho de Magallanes, el sueño de aquel Fernando, del navegante. Lo primero que comí en tierras chilenas fue un plato de lentejas en uno de esos restaurantes perdidos en la nada. En chile gustan del picante, así que bienvenido, soy bueno para él. Con ese calor en el cuerpo me fui al estrecho, cada vez me acercaba más y de pronto, luego de algunas horas apareció.

No sé cuantos viajeros desprevenidos pasan por este punto sin saber qué es lo que están cruzando. El punto se llama primera angostura, es como su nombre lo indica la parte más angosta del estrecho. Habría que imaginar a aquellos hombres viendo por primera vez el paso que tanto estaban buscando, debió haber sido como la luz que vez al final cuando estas cruzando el túnel. Ahora un enorme ferri te pasa de lado a lado, son solo veinte minutos atravesándolo. Cuando llegue, el ferri salía inmediatamente, no me dio tiempo de digerirlo, estaba por fin cruzando el estrecho de Magallanes. Me vi sobre aquel enorme aparato cruzándolo, deje mi bici instalada y subí a ver el paso, no lo podía creer, fue uno de los momentos más emotivos de todo mi viaje. Hubiera querido que el ferri demorase más tiempo en cruzar, sentía que iba demasiado rápido. Me vi del otro lado, ahora con tiempo de observar este mítico paso. Me tome el tiempo para observarlo y pensar un tanto en Magallanes. Lo bueno de todo esto es que debía pasar una noche allí así que tenía más tiempo para digerirlo. Solo hay un restaurante del otro lado y conté con suerte para instalarme. Había un puesto de gendarmería abandonado y a su lado un par de casitas que fueron mi refugio. Me instale con la maleva y fui a comer. Otro regalo con buena comida para celebrar el paso. La tarde se fue lenta mientras comía y pensaba en el estrecho. Un letrero gigante te avisaba que entrabas a tierra del fuego.

Desde este paso ya empezaba a pensar en una de las metas más deseadas de todo el viaje: Ushuaia. El camino de hoy me iba poniendo en ruta. No sabía lo que me esperaba. Era una paradoja pero con más de 16.000 kilómetros andados era poco lo que había hecho por carretera destapada en esta Latinoamérica que muchos piensan rural y el día de hoy tenía ese planteamiento. No quería creer lo que me había dicho lo mujer en el restaurante, tenía que sortear 100 kilómetros de ripio. Este día me proponía hacer solo la mitad pues ya había cumplido con lo del día. Podría decir que desde este punto empezaron para mi ciertas enseñanzas que hasta ahora el camino no me había dado. Cada viajero tiene su estilo propio de moverse. Yo viajo bastante ligero de equipaje, en la mañana como algo y espero para llegar hasta un punto para volver a comer, por suerte siempre encontré algo, para mí el continente no resultaba tan inhóspito como muchos de afuera piensan. El sur y sobretodo esta parte está plagado de viajeros que quieren conquistar Ushuaia, ya sea en moto o en bicicleta. Europeos, Canadienses, Australianos en su mayoría. Yo contaba aquel día de camino de ripio esperar un pueblito donde parar a comer pero esta vez no resulto. Me vi en medio de curvas pedregosas con una casita de lata puesta por quien sabe qué mano sagrada para pasar mi noche, un paquete de galletas y dos botellas de agua, de pronto y no sé de donde detrás de mí apareció otro ciclista, un canadiense, de estos que andan lo suficientemente equipados como para llegar a la luna, con todos sus buenos jugueticos de camping que impresionan a cualquiera. Ese día fui aprendiendo, después de tanto tiempo, que no viene mal llevar un tanto de comida extra. Aquel hombre salvo mi estomago ese día. Compartimos algunas experiencias de viaje y dormimos viendo guanacos saltando afuera de nuestra casa.

El otro día no traería buenas experiencias para mí. Desde el despertar ya se anunciaba lo que sería un día negro. La bici estaba pinchada. El frio calaba los huesos y había que empezar a repararla, ya ese acto se robaba las primeras energías de la jornada. Es bastante desalentador despertar así. Mi compañero de viaje viendo mi lentitud en cambiar la rueda, me dijo sabiamente; yo lo entendí, Jaime tenemos ritmos diferentes de viaje, yo debo seguir. Así fue. Volví a quedar solo en aquella casita reparando una rueda y un par de cosas más que aparecieron en el momento. Solo podía pensar en los 60 kilómetros de ripio que me esperaban. El camino estaba bastante deteriorado y las rocas hacían saltar la bicicleta. De pronto empezó una racha de pinchazos que no podía creer. Tres en total, haciendo mi camino mucho más tortuoso de lo que ya era. Cambiar una rueda puede no suponer mucha complicación, pero hacerlo con viento fuerte alrededor si lo es. A la tercera reparación ya era todo un experto y encontraba el hueco reparándolo al instante. Fueron largas horas para hacer un camino que no suponía mucho tiempo. Ya pronto para llegar y debido al cansancio, al agotamiento y la desesperación me desconcentre y caí de la bici rodando unos metros lejos de ella. No fue mayor cosa, un leve raspón y sentirme como el mayor de los idiotas por caer de tan ingenua manera. Miles de pensamientos se pasan por mi cabeza, por vez primera me cuestione lo que estaba haciendo. Por vez primera me sentía equivocado en algo de lo cual tenía la más absoluta certeza de querer hacer, esto fue lo que más me conmociono. Cuando llegue a la primera frontera, San Sebastián, la salida de Chile, esperaba un buen lugar para pernoctar pero no fue así. Con suerte pude comer un buen sanduche de carne y no obtuve lo que más quería, mi anhelado baño. Ese día llegue a pensar que todo podía terminar y Ushuaia sería el último punto de mi viaje. Era triste, tristísimo que se me pasara esa idea por la cabeza, pero es lo que puede hacer el cansancio y una mala jornada de pedaleo acompañada por días ruines. En ese paso fronterizo que esta vez no supuso alegría me sobrevino la tristeza y sentí la soledad golpeándome la espalda, pero no lo di todo por perdido, me decía que debía llegar Ushuaia y pensar, pensar mi regreso, me daba esos kilómetros para reflexionar y por suerte nuevas experiencia me enseñarían que no todo estaba perdido y al camino le faltaban nuevas enseñanzas.

El camino me regalaba al día siguiente una ciudad, Rio grande, a 200 kilómetros de mi meta. Una ciudad donde posar la cabeza en la almohada y pensar. Busque un hostal, unas sabanas blancas y al lado del mar pensé. Me dije que no podía tirar por la borda todo lo hecho atrás y que todavía faltaba mucho continente por comerme sobre mis dos ruedas.

En aquel hostal paro otro ciclista, otro canadiense que venía desde su país recorriendo nuestro continente, parece que esta vez sí tendría un compañero de viaje. Se llamaba Bryan y con el haría los últimos 200 kilómetros hasta Ushuaia. Salimos en otro de esos días grises patagónicos donde la garua se mantiene todo el trayecto y tendría más para aprender. Bryan también llevaba comida para el camino, yo no. Paraba siempre en la mitad del viaje y comía, comía mucho este hombre. Se sorprendió de que yo no llevara nada y me insto a que de ahora en adelante debía proveerme antes de hacer una jornada, de él aprendí eso. Un hombre de andar tranquilo, sin prisas, como debe ser todo buen viajero. Un tipo que había encontrado su ritmo después de 40.000 kilómetros, había que aprender de aquello.

Paramos en Tolhuin antes de llegar a Ushuaia, en la famosa panadería la Unión comandada por un ángel que abría ese espacio a cualquier viajero que por allí pasara, sobre todo si iba en bicicleta. Por supuesto el lugar estaba plagado de ciclistas y como siempre hubo espacio para un par más.

Solo 100 kilómetros nos separaban de la ansiada meta, sobre todo para Bryan que allí terminaba su periplo de dos años y medio de recorrido, para mí era la mitad del viaje. El día anterior nos habíamos despachado en conversaciones mientras pedaleábamos, hablábamos como dos buenos viajeros sobre nuestras compañeras de viaje, pero esta jornada no fue así. Me gustaba pensar que para este hombre era toda una jornada de reflexión, me pensaba llegando a mi querida Medellín cuando ello sucediera y en lo que podría estar pensando en aquellos momentos.
El camino estaba plagado de verde, de montañas, de cuestas, lagos, rectas, curvas, lo tenía todo. A lo lejos se veían unas montañas ligeramente cubiertas de nieve y para mí era el más bello de los espectáculos. Pensaba en mis montañas antioqueñas cubiertas de verdor y veía estas que sugerían otra belleza con su minúsculo manto de nieve, nieve que no es común para mí. Contábamos los minutos para arribar a nuestra meta. En un tramo Bryan se descolgó en solitario, tal vez quería regalarse solo la llegada a Ushuaia, ser el primero que viera su meta. Un cartel anunciaba que a pocos kilómetros estaríamos entrando a la ciudad más austral del mundo. Aquí no había espacio para el agotamiento cuando entre curvas que iban y venían se abrió paso la ciudad y su cartel que decía: Bienvenidos a la ciudad más austral del mundo, Ushuaia. Nos abrazamos, felicitamos y saltamos de júbilo, yo tome su foto y el la mía, de pronto el cielo se partió en dos y empezó a llover, el cielo celebraba con nosotros, el fin del mundo nos recibía por fin.

Las Grutas – Fitz Roy, y ahora el frio.

Un río, un río es el que marca casi siempre la división de dos provincias, estados, pueblos, naciones. Pero solo es la geografía la que habla, es una demarcación natural de la que el hombre se vale. De un lado Carmen de patagones, del otro Viedma, de un lado, la provincia de Buenos Aires, del otro Rio Grande.

Se levantaba una tormenta de arena en horas de la tarde el día que llegue a Viedma, una tormenta como nunca había visto en este sur donde el viento tiene la palabra. Era de día y la arena volaba en partículas haciéndose casi de noche, nos resguardábamos todos en casa para no ir a volar por los aires. Fantástico espectáculo de la naturaleza para quienes no estamos familiarizados con ráfagas de esta dimensión. Pienso siempre en esa condición de quienes tienen que vivir atentos sobre cuál será la dirección en la que ira a soplar el viento hoy, que aires traerá y con qué fuerza va a despertar nuestro etéreo amigo.

Me recibe otra familia con la que sigo compartiendo vida, más amigos a la cena y esa costumbre de la buena mesa argentina, pequeñas grandes abundancias que entre empanadas, pizzas y tartas van llenando la noche. Tonada cantarina argentina, otra tonada un tanto diferente a la de los buenos aires pero al fin y al cabo una unidad entre el che, el revoleo, guarda con el postre y demás palabrejas.

Paseo por los alrededores de esta ciudad y ya voy sintiendo que entro en otros terrenos. Un cartel, bastantes kilómetros atrás me avisaba que había entrado en la Patagonia, yo todavía no registraba lo que concebía como Patagonia. Aquí hay que pensar en el clima, las estaciones y demás. Estamos en verano y las desnudas y áridas estepas se extienden por kilómetros. Salir de paseo a ver el faro más antiguo de la Patagonia que resiste en su eterna blancura desde 1887 a pesar de las nuevas tecnologías dando luz a los marinos. Más allá, visitar la mayor reserva de lobos marinos del país, esos tranquilos animales reproduciéndose en grandes cantidades, piel dura para resistir el frío patagónico, los vientos que vienen del mar, colonias de las más diferentes edades, acurrucados en manada, los ves dese la altura como si el mundo no los tocara.

Para seguir camino desde ahora hay que estudiar bien la ruta, estoy entrando en verdadero terreno patagónico, lo que supone distancias larguísimas donde existe la nada de la nada, la desolación humana se hace presente. Mas o menos a cada 180 kilómetros aparece algo, una estación de servicio, un paraje y en ocasiones de mucha suerte, un pequeño pueblo y en otras se alza una ciudad. De haber salido a pedal desde Viedma me hubiera tenido que enfrentar con parajes tan desolados que realmente asustan. Esa constante ausencia de kilómetros y kilómetros golpeando a la par con el viento, estepas con poca vegetación y rectas que nunca terminan. Pero tuve la suerte de contar con un ligero aventón de mis anfitriones y así entre matesito y matesito nos fuimos en el carro mientras me maravillaba e intimidaba a la vez con el paisaje.
Tuve una despedida en un kilómetro perdido en mitad de camino, fácil para los carros y todo un reto para quien va en bicicleta. Seguía robándole espacio al viento cuando me dejaba pedalear y como siempre hacia lo desconocido, el mapa dice una cosa y la geografía otra, los consejos de las personas otra y la intuición que se va afianzando otra más, entre ese mar de voces, corazonadas y orientaciones llego a una playa bien turística, de las que no me gustan pero que resulta bien para ir de paso.

La playa las grutas, con sus formaciones para acceder a ellas en imitación al nombre que reciben alberga en esta temporada a cientos de turistas que se meten en esos campings familiares que tanto gustan los argentinos. No hay de otra que me terse en uno de esos que mucho no disfruto mucho, por el ruido y la cantidad de gente, pero contando con la suerte esta vez de que me salga gratis por la benevolencia de quienes ven en mi viaje una aventura digna de llevarse a cabo.
Estepa grande y marcada acompañada del viento, desolación por kilómetros y pueblos más adelante, Sierra Grande es uno de ellos. Un ciclista viajero se deja ver en el camino pero mucho no habla, hay de todo tipo en la ruta. Al día siguiente en una de esas paradas que no tenía prevista como muchas de este viaje supe que era alemán y trabajaba para la BBC de Londres, que se comunicaba con sus equipos satelitales desde cualquier parte del mundo. Esto me lo conto doña Elsa, un alma de Dios que me brindo un café con tostadas, dulce de leche y mantequilla, cuando yo solo le había pedido un café, además del sanduche a la noche que no me quiso cobrar. Ahí en medio de esa otra nada hace bastantes años Doña Elsa junto con su esposo montaron un restaurante casi familiar. Habituales camioneros que transitan la ruta toman sus alimentos y beben su cerveza al paso en medio de la Patagonia. Además de la charla con doña Elsa luego vienen estos personajes y toma otro rumbo la conversación. Soy de Colombia y en este país futbolero recuerdan a mis compatriotas que pasaron por sus equipos, por aquellos todavía hay gran veneración. Por ahí se deriva la conversación hacia los consabidos temas de siempre, como política y hasta literatura. De buena manera me sorprende el camionero aquel que me dice: ah sí, sos de la tierra de García Márquez, a mí me gusta, lo he leído, pero mi preferido es Hemingway. Qué bien sientan esas charlas, que tanto se aprende de ellas. Un camionero hablándote de Hemingway con total propiedad, magnifico.

El camino recto y el viento me van llevando a mi próxima ciudad, Puerto Madryn. Por un momento pensé que no podría hacer eso 90 kilómetros que me separaban de ella, el viento arremete con toda y la estepa se calla lo suyo, pero luego hay un regalo y desde lo alto se deja ver la ciudad allá en el fondo. A unas se llega subiendo y otras te descuelgas riéndotele en la cara al viento.

En la mitad de esta gigante Patagonia sobrevive y con una belleza particular Puerto Madryn, tanto como para que algunos cruceros se acerquen en temporada y descarguen su tonelada y media de turistas para que desfilen por la bella costanera que ofrece esta ciudad. De un mar calmo y un hermoso azul se tiñen sus aguas. No sé porque pero la forma que tomaba para mí la ciudad era la de un lobo marino que se acostara sobre sus costas dejando descargar su cabeza en la punta donde se divisa toda su extensión. Cada día despertaba y tenía la posibilidad desde donde estaba de ver el mar. Inclinaba mi cabeza y lo primero que veía era un sol posado sobre la mar encandilando mi vista que en segundos se acostumbraba al regalo del despunte del astro rey.

Aquí hubo espacio para encontrarse con viejos amigos de caminos atrás en esas citas que cumplimos con la vida y que otros llaman coincidencias. Viajeros que van, viajeros que vienen, viajeros que comienzan su jornada. De bici, de moto, de carro, todos tienen sus sueños en mochilas y hay momento para hablar con ellos y sentirse afortunado de tenerlos.

Me lleva el camino a una ciudad de la que todos me dicen lo mismo: es fea, Trelew es fea. Pero bien sabemos de la relatividad de la belleza, de que ella depende de los ojos con los que se la mire y en estos desolados caminos llenos de estepa una ciudad con amigos resulta un oasis. El día que llegue a Trelew era Domingo, parecía aquello un pueblo fantasma, me preguntaba donde andarían todos. Solo como de costumbre el viento como un niño bastante loco se paseaba por la ciudad corriendo de aquí para allá y si bien es cierto que Trelew no resulta una ciudad muy llamativa son las historias que descubres tras de ella lo que le dan su esplendor. Los gigantes que habitaron estas tierras, dinosaurios y demás especies hacen de esta tierra un lugar particular. Con su museo que reúne piezas únicas se levanta como una importante ciudad patagónica. Antes la mar lo cubrió todo y a su paso dejo la vida de estos enormes habitantes que habría que imaginar paseándose tranquilos por estos lugares, en el museo se da cuenta de ello. Te paras al lado de sus huesos y eres un microbio, es una visita al pasado del pasado, a la otra vida, caracolas y gigantes por los aires, la idea de otra vida.

Otra familia me recibe, otra familia del buen comer argentino, esa costumbre tan suya. Un Fernet para abrir el apetito y esperar que la carne chorree su grasa sobre la parrilla, luego a la mesa a contarse historias. Y el viento, el viento que parece que aumentara al paso de los kilómetros. Vamos a la playa cercana, playa unión, mates y reposeras, tortas fritas y bailes juveniles, es verano y hoy el viento nos permite un día hermoso, así dejamos caer la tarde para volver a casa. No hay mucha actividad en esta pequeña ciudad, todos se conocen y se saludan al paso del viento que peina los árboles. Un pequeño canal local me hace una entrevista y hay tiempo para hablar de mi viaje, para contar historias y contagiar a otros de este maravilloso virus del viaje. Hablar del viaje es siempre re pensar el trayecto y mirar a lo que viene, tomar fuerzas y seguir camino.

Debía seguir por la ruta tres que me llevara al sur y creo que fue la primera vez en todo el trayecto que erre mi ruta pues saliendo de Trelew fui a dar de nuevo a playa unión, eran solo 20 kilómetros pero no quería devolverme cuando supe de mi error ya que me esperaba un camino incierto de 130 kilómetros hacia un paraje perdido en medio de la estepa. Decidí quedarme y hacer camping por un día, ver que me deparaba ese “error”. Pongo entre comillas la palabra error puesto que errores no hay en el camino, son oportunidades nuevas para conocer historias y la de playa unión esa vez fue diferente. Una aldea de artesanos me abre los brazos y sigo aprendiendo de la gente que es el mayor atractivo de cada paraje. Ellos con sus historias de múltiples caminos se anclan por unos días allí. Unos venden ropa, otros fabrican collares y todos se enseñan su arte. Cocinamos y nos contamos las propias. Lo que más recuerdo es a un joven que al saber que me gusta la literatura me hablaba con gran pasión de su escritor de cabecera: Almafuerte. Recitaba pasajes enteros de su obra con una pasión única, me hablaba de su labor de literato ermitaño y me contagio a que lo leyera, he ahí un gran regalo. El otro era un brasilero errante que con su júbilo era ya bastante conocido por todos en el lugar. Sin querer constituyeron una comunidad que como es normal tenía sus problemas, por eso había que seguir camino en solitario.

Al día siguiente me vi en camino con el viento a mi favor y es que cuando este etéreo amigo está con nosotros parece que volaras en la ruta. Esto fue solo por unos cuantos kilómetros, luego, lo de siempre…gigante y desolada estepa que se interrumpió por un momento cuando un despistado guanaco, esos parientes de las llamas corría como loco buscando la salida por un alambrado que luego atléticamente salto. Corrió el día y llegue a una estación de servicio donde planeaba mi estadía, pero no, no resulto así, un tanto por la mala disposición de sus dueños y otra por las escasas condiciones para hacer camping. Decidí entonces que tenía que pedir una ayuda para llegar mi próximo destino y cuál sería mi sorpresa cuando un auto se detiene y me saluda amistosamente. Parientes de mis anfitriones en Trelew. Dos camionetas repletas de gente y equipos de pesca. Se dirigían hacia Comodoro Rivadavia para un concurso de pesca. Los hay que disfrutan largas horas con sus varas frente al mar, un concurso que duraba 12 horas seguidas, divididos en equipos esperan recolectando peces. Una de estas camionetas decide llevarme, sin importar cuánto equipaje tuvieran y sin explicarme como, mi bici y mis pocas cosas entran en su equipaje y así me veo llevado por un grupo de locos a 120 kilómetros por hora hacia mi próximo destino. La cerveza y la conversación acompañaron el camino que en la noche estuvo acompañado por asado al lado del mar haciendo unas pruebas de caña de pesca, preparándose para su magno evento del que esperaban salir victoriosos. Cada uno tiene su locura. Yo me voy por los caminos en un par de ruedas y poco equipaje y estos locos se pueden pasar 24 horas con sus cañas esperando que piquen los peces y desafiar el frio y el viento para alzarse con el título.
A Comodoro la recuerdo como una ciudad árida, cuyas montañas de tierra se alzan a sus lados. Ciudad petrolera y un tanto olvidada en términos de diseño por lo que había que buscarse un lugar y salir de ella. Solo dos día pase allí, uno con los pescadores y otro en un caro hotel, pues todo en esa ciudad era costoso, cuestiones que determina el auge del petróleo. Por suerte una playa cercana, Rada Tilly a 15 kilómetros abría su mar para mí. El camping municipal barato, bien equipado y tranquilo sería mi refugio. Una playa con gran extensión de tierra y no muy apta para tomar baño por el viento y el frio. Un lugar para estar y seguir pensando en el atrás y el futuro en el horizonte.

De aquí en adelante aparecerá una compañía no muy buena para el viaje, empieza la Patagonia que me imaginaba, la fría Patagonia. Además del viento y las cuestas del camino este helado compañero hará presencia. El frío complica un poco más las cosas, debes invertir más energía por lo que el desgaste físico es más notorio, pero hay algo que lo compensa todo y es pedalear al lado del mar. La brisa, el sol sobre el agua, la estrecha carretera se extienden hasta mi próxima parada Caleta Olivia. Otro paraje de paso, otro lugar que me desafía a buscar un refugio que se me hacia esquivo. Por una información errónea fui a buscar un camping a la salida de la ciudad que no resulto cierto, había que devolverse con el cansancio de una jornada de pedaleo y luego seguir buscando hasta encontrar el lugar. Un pequeño camping del sindicato de trabajadores del mar me abre espacio, soy el único allí. Solitaria carpita amarilla y enfrente el bravo mar que mece el viento formando poderosas olas que arremeten contra las rocas, veo unos barquitos amarillos que resisten en medio de la tempestad, los mismos que un momento más tarde tienen que fugarse de allí. Es la flota amarilla. Una pintada en la ciudad decía: ¡Aguante la flota amarilla! Me entero que es la comunidad de barcos pesqueros que hace 5 meses resiste haciendo una protesta todos los días ahí en frente. Una empresa norteamericana que vino a explotar el mar hizo daños ecológicos y ha matado a todos los peces con sus prácticas sucias, es por eso que la flota amarilla se ha quedado sin trabajo, nadie responde por ello, cinco meses sin suelo, sin peces, pero estos hombres siguen allí, ahora yo también digo: ¡Aguante la flota amarilla!. El día siguiente resulta fatal para mí pues una lluvia que había comenzado el día anterior se convirtió en una gran tormenta. Había ubicado mi carpa en un lugar donde se formaba un charco, todas mis cosas absolutamente mojadas flotaban sobre el agua. Nueve de la mañana y sacar todo con total presteza para que aquello no siguiera. Voy al baño del camping y me resguardo. Por suerte tengo el auxilio de los hombres del camping que permiten que seque mis cosas al lado del calentador y hasta un plato de comida me ofrecen y como no, unos exquisitos mates para calentar la fría tarde. Allí supe lo de la flota amarilla y de cómo es la vida al lado del mar.

Al seguir camino siento que estoy en el corazón de la Patagonia con un frio que me congela los huesos, que chuza por encima de la piel y hace difícil el pedaleo, es la desolación total y ligeras lloviznas me acompañan a lo largo de toda la jornada. La mente está en blanco solo concentrado en el próximo pedaleo, en mover los pedales y avanzar, en pensar que la lluvia es pasajera y que no pasara a mayores. Y es que así sucede en la Patagonia donde en un día tienes todas las estaciones. Llueve y luego el viento deja pasar un tímido solo que solo se mantiene por unos minutos después vuelve el frío acompañado con el viento, los autos tocan sus bocinas en señal de aliento pues en ese lugar donde no hay nada y pasa uno a cada tanto estoy yo dando la batalla con mis pedales. Me imagino los comentarios dentro de sus autos.

Llego a Fitz Roy, uno de esos pueblos que se ubican a la vera del camino. Un día frio y gris. Nada más que unas pocas casas, una estación de servicio, una oficina de turismo que ya en este punto te empieza informar de todos los puntos que hay que conocer del exótico sur. Hay un camping, no lo puedo creer, La ilusión, se llama, apropiado nombre para el momento y el lugar. Por supuesto vuelvo a ser el único campista. Me instalo y puedo tomar un baño, agua caliente para volver a la vida. Estoy tan agotado que no quiero cocinar, solo deseo una buena comida y como en el único restaurante que hay, lo tomo como un regalo que me debo dar por lo duro de la jornada. Luego de comer me paseo por el pueblo que parece deshabitado, vuelvo a la carretera y puedo pararme en mitad de ella, no pasan autos, disparo mi cámara de fotos queriendo llevarme un instante de infinito de esta fría y desolada Patagonia que me presenta otro reto, ahora le sumo un amigo mas, el frío.