Lo que yo quiero decir es América Latina...

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martes, 28 de septiembre de 2010

Bebiendo del Titicaca


Vuelvo a comenzar por el Alto. El Alto ahora es salida de La Paz. Un pequeño carro remonta la subida y arriba comienza el camino. Arriba todo es confuso. Ventas y mas ventas, la mañana que hierve, los carros que atropellan, la gente que grita, la ciudad que late cerca, el camino que hace guiños en el fondo. Es la ciudad del alto de donde vienen artesanías y productos que bajan a la Paz.

Hay que salir entre una interminable y arrolladora jauría de carros que te quieren comer. Un quite, otro más, ahora entre dos buses, te zafas, pedaleas, uno por el lado, cuidado con la moto, esquivas el hueco, viene otro, otra vez, más buses, uno por detrás, cuidado con el de adelante, sigues pedaleando cuando puedes, lo más rápido que puedas, le das duro por una hora y así, estas fuera de la ciudad.

Ahora viene la soberana soledad del camino, la inmensa y alegre soledad del camino, que te cobija con sus montañas, esta vez cubiertas de nieve en la lejanía que sientes próxima. Amarillo del pasto, blanco de la nieve.
Si atrás, en la ciudad tenia la sed en el alma por la falta de verde, ahora el paisaje me regalaba algo para calmar toda la sed posible. Me regalaba el precioso y apabullante lago Titicaca. Ya al término de una placida jornada de pedaleo va apareciendo de a poco, porque es imposible abarcarlo todo de una mirada, no cabe tanta agua en el cuerpo. Bolivia volvía a sorprenderme, primero lo del salar y ahora este gigantesco lago, este majestuoso lago. Juro que grite de emoción sobre la bicicleta, me fui cantando no se qué canción al lado del lago y cada vez que veía una parte de él gritaba mas y corría más, era imposible contenerse sobre aquella visión. El lago más grande de América Latina se aparecía ante mis ojos, con su azul profundo y esas montañas formando islas en su interior como acompañándolo para que no se sienta solo. El pasto amarillo y con algunos tonos de verde, los fardos de paja, el ganado pastando, la gente tranquila recorriendo sus orillas, saliendo de sus humildes casas como si nada les importase. Rodar y rodar en esa abrumadora belleza. Este lago bendecido por los dioses, lago sagrado de los incas, lago ritual, lago infinito, lago océano, entendible del porque es tan querido y cuidado por los pueblos que lo precedieron.

Terminando la jornada en la población de Huarina, había que buscarse un lugarcito para descansar el cuerpo. Una escuela, una escuela que siempre es un hogar con su cancha de futbol, unos hombres y mujeres que pisan unas papas, unos hombres y mujeres que siguen trabajando lo que les da la tierra, esos mismos que ni se dan por enterados cuando llegan estos extranjeros, cargados con sus bicicletas. Un saludo a la distancia, un permiso correcto para no perturbar su tierra y listo, ya se tiene un hogar con la mejor vista, vista al lago sagrado, al Titicaca.
Instalado el campamento, me gustaba ir casi a su orilla y quedarme mirando el lago, su quietud, su inmensa paz, ese azul que simulaba galones y galones de pintura fresca, eso era el lago, una pintura fresca, fresquísima. Todavía desde allí se podía ver la cordillera blanca que a lo lejos lo circundaba. Un buen hombre en aquella quietud se acerco para conversar. Curioso pueblo este y eso está bien. Al contarle de dónde veníamos inmediatamente, o sea de la Paz, nos increpa diciéndonos que allí no aceptan gente de la capital. Alegamos entonces que no somos de allí y todo se arregla, cambia el tono de su voz y el sentido de la conversación, igual no deja de inquietarme de que las cosas sean así en todo lugar, que siempre al capitalino se le tenga bronca, que sea mal visto. Caída la noche un fuego calienta el frío que amenaza, una fogata en la cercanía del lago para dormir a su abrigo.

El día siguiente vamos en pos de Copacabana, la ciudad limítrofe con Perú, ya voy buscando el nuevo país. La ruta sigue plagada de belleza. El lago jugueteando con las montañas, las cuestas que lo esconden y luego lo dejan ver. No hay cansancio ante tanta belleza, no es posible, aunque las pendientes sean duras, volver a pasar los 4000 msnm, ir en picada viendo ese lago que se confunde con un océano. A Bolivia no le fue dada una salida al mar pero fue bendecido con la gloria de este lago que dibuja playas en sus bordes y cuando hay viento pinta algunas olas.
El lago corta el trayecto en alguna parte y hay que recurrir a un pequeño bote que cruza carros, animales, mercadería, gentes de un lado a otro. Siguen las subidas que ya van agotando para luego regalarte el pueblo, brindarte a Copacabana que descansa directamente al lado del lago.

Copacabana es otra de esas ciudades contradictorias que se juega su belleza al amparo de ciudad comercial y netamente turística. Bajas al puerto y ves los barquitos para pasear en domingo, con formas de gansos y patitos, están los puestos, más de 15 que te venden las mismas variedades de truchas, esta la calle de siempre que te ofrece artesanías y fiesta gringa, all in english, ¿nobody here speak spanish?, ni idea. Se agota Copacabana en dos o tres calles que juegan a lo mismo y eso aburre bastante. De otro lado está la oferta turística. No hay que irse sin haber estado en la isla del sol. Decenas de empresas te llevan, todas por el mismo precio, todas en el mismo barco, no lo entiendo, no entiendo el marketing, ni la economía, en fin.

Te embarcas hacia la isla del sol. Lento va el barquito atravesando el lago. El azul es cada vez más intenso a medida que te adentras en él. La ciudad se pierde y avanzamos, ya nos hemos perdido y en verdad sientes que estas en el océano. Muy a lo lejos se dibuja una montaña, un contorno de casitas donde vive quien sabe quién. El barquito va tan tan lento que se adormece uno con el ritmo más la quietud del agua, pero cuando llegas a la parte sur de la isla te despierta una avalancha de gente, un alud de nativos que te cobran por todo, según ellos para el mantenimiento de la isla, vaya usted a saber si es cierto. Te cobran por pisarla, por verla y por recorrer sus diferentes puntos.

Habíamos dispuesto que la recorreríamos y empezamos nuestra tarea, luego del primer golpe, de que te cobren, de ver el desfile de gente que poco a poco se va dispersando, ya sea porque los atrapo algún hotelito de esos que parece increíble que existan en un lugar como ese o porque solo llegaban hasta allí, sigues el recorrido y la compañía de la soledad vuelve a dar lo suyo. Pagamos por que nos vayan marcando el camino, eso no está mal, el camino te va llevando al otro lado. Un camino de piedras dispuestas uniformemente cuestión que no dificulta mucho la caminada. El sol está en el cenit calentando la jornada. Hay momentos en que desde la cúspide se puede apreciar la verdadera magnitud de este lago y pienso que Latinoamérica toda, tendría que venir a beber de esta agua. Uno que otro caminante se cruza en el camino, algún nativo va pasando de punta a punta, callado, silencioso pero con respeto saluda. Va cayendo el sol conforme avanzan los pasos, las montañas dejan pasar el viento que refresca los pasos, alguien ha jugado con las piedras del camino formando montículos, no es ningún hallazgo arqueológico pero resulta interesante el juego de paciencia que hizo ese alguien. Con la caída del sol viene otra luz y la sombra de las montañas se dibuja sobre el lago, los matices del cielo cambian combinando colores y así llegamos a la cara norte de la isla, una cara totalmente diferente a la del sur. Un hombre te saluda al paso dándote la bienvenida, un atardecer con colores increíbles tiñen el cielo y una playa de agua dulce y calma te recibe. Se posa la carpa para ver la caída del sol mientras todo se apaga en este tranquilo pueblito, este es el Titicaca en pleno. Cobijamos la noche con vino barato y conversaciones que van hasta la madrugada, el agua del lago y el vino mojan la palabra que cada vez se ve mas exaltada.

El mismo barquito nos va llevando de regreso a la ciudad, parando en todas partes, volviendo tedioso un viaje que ya de por si es lento. Es una larga despedida de tan glorioso lago. Una vez en la ciudad el camino nos trae más alegres encuentros con amigos. Nuestro argentinísimo Ariel por un lado que nos cuenta de sus periplos en la selva y de otro nuestros queridos amigos españoles con los que nos seguimos pisando los talones. Hay espacio para una comida, la rica trucha que son los frutos del lago, entre otros, así vamos dándole la despedida a Bolivia que tanto trajo, que sorprendió de tan bella manera.

Me llevo los colores de los faldones de estas mujeres, su raza indígena, su dignidad para pelear por lo que es suyo, me llevo su hermosa humildad, su manera de festejar la vida, me queda el alma un poco más en blanco como su salar y refresca todos mis cansancios el agua de su magno lago. Me deja cansado sus cuestas pero me relajan sus aguas cálidas y su comida que me acerca a mi país, voy sintiendo profundamente los lazos que hay entre nosotros.

La Paz



Desde lo alto y desde el alto se llega a la Paz, la capital, el centro de esta particular Bolivia. Iba buscando una ciudad grande desde que entre al país y nada aparecía. Ciudades pequeñas, pueblos, poblaciones, caseríos es lo que vas viendo por todo el país. Parece que solo existiera la Paz como centro, eso fue lo que yo conocí.

Precedida por esa ciudad también caótica que se llama el alto, vas viendo a la Paz, allá, metida en un hueco. Me recordó a mi Medellín, a una mayor escala y sin el verde de sus montañas. Kilómetros de adobes apilados unos sobre otros. Te da una sed en el alma al ver la ciudad que se extiende hasta donde te alcanza la vista con sus miles de casitas, un gran pesebre es la Paz. Ligeras montañas que son los cerros de adoquines hace mucho despojaron al verde que me imagino hubo alguna vez aquí.

Hay que entrar en varias ruedas a las grandes ciudades. En estos centros urbanos se suele acumular todo. Siempre
el sueño del progreso se instala en las capitales, con ellos vienen los problemas, la delincuencia, sobre población, sueños truncados en última instancia. Por esto hay que tener precaución y guardar la bicicleta en la bodega de un bus y así llegar un tanto más tranquilo.

Es difícil que no te encuentres con el panorama habitual al entrar a la Paz, es decir, con una manifestación. De cualquier índole, de cualquier sector, siempre el grito en la calles por los derechos, por lo que falta, lo que es negado, lo mal pago, por la diferencia. Recordaba a Asunción el día que contabilice cinco marchas al entrar al centro de ella, lo de siempre, educación, transporte, salud, lo básico, lo negado. Esta vez era un grupo de mujeres pregonando por sus derechos, esta vez los faldones de colores engalanaban las calles con gritos, pancartas y coros de voces por un futuro mejor. Es triste que nuestro panorama sea la protesta, el reclamo, que la fauna común sea la ausencia de derechos, eso sumado al caos habitual de estas ciudades que siguen prometiendo el cielo cuando lo que brindan es el mismísimo infierno.

Kilómetros atrás un bici viajero nos comenta que hay una casa de ciclistas en la Paz y con dirección en mano nos dirigimos a ella. Después de sortear la manifestación tomamos calle abajo por esa principal que te lleva a la iglesia de San Francisco. Revienta la ciudad en gritos, transeúntes que van de aquí para allá tratando de pasar una calle o comprar uno de los miles de productos que te venden por ahí. Empiezo a buscar la dirección como un pirata con un mapa busca su tesoro. Una pregunta, una indicación, una calle que no se puede pasar debido a los arreglos en ella hace que tengas que dar una vuelta inmensa y te alejes de tu objetivo.

Nuestro hombre se ubica justo en esa calle donde confluyen todos los turistas queriendo llevarse algún “recuerdito”, cientos de artesanías, baratijas, tejidos, paños, camisetas con el nombre de Bolivia bien en el centro y así. Pasadizos que nos llevan al fondo de la entrada del café Chuquiago. Y bien interesante resulta ser nuestro anfitrión. Entender bien al hombre será la tarea más difícil de la humanidad, desentrañar sus intenciones, encontrar el quid del asunto. La verdad nunca supimos bien las intenciones de este hombre con la famosa casa de ciclistas. En este largo camino donde se me ha tendido tantas veces la mano, he tratado de leer la intención de esa mano que me abre puertas y que también me las cierra. La hospitalidad no tiene que ver solo con esa cama que brindas o ese vaso de agua que ofreces. La hospitalidad va más allá del ofrecimiento, es la intención que ha bien guardas detrás de ese ofrecimiento. Si bien es cierto que obtuvimos una casa, un espacio para resguardarnos, un baño donde tomar una ducha, una cocina donde preparar nuestros alimentos, nunca se nos fue dado una conversación amistosa, un encuentro para un café, un espacio para multiplicar nuestras experiencias de vida.

Recuerdo el día que íbamos hacia la casa aquella. Después de haber esperado un buen rato a que nuestro anfitrión nos condujera a la casa, consumiendo uno de esos partidos mundialeros que tan poco me importan pudimos ponernos rumbo al hogar. Aquello de que las grandes ciudades te tragan resulto casi verdadero en ese trayecto. Yo iba adelante siguiendo las indicaciones de mi anfitrión y mi amigo Juan detrás de mío. En una de esas interminables filas de carros, en una esquina y sin saber cómo ya no estaba Juan, así sin más ni más se lo había tragado la ciudad. Llegamos a casa sin él y deje mis cosas resuelto a encontrarlo, pero nada, la ciudad lo despisto y lo perdió. Si hubiéramos estado en Colombia hubiera pensado que lo habían secuestrado, pero igual tampoco, no valemos mucho en dinero los ciclistas. El caso fue que un rato más tarde apareció Juan, en efecto la ciudad se lo trago por un rato y luego lo volvió a poner en ruta.

La estancia en aquella casa fue bastante placentera, apenas para esos días que la precedieron que entre cuestas y cansancios atrasados agotaron los cuerpos. Volvimos a encontrarnos con nuestros buenos amigos españoles, la pareja de ciclistas conformada por Carlos y Sonia. Había que festejar el nuevo encuentro. Digo nuevo porque ya venía esa constante en este viaje. Ellos adelantan, paran, nos encontramos y viceversa, así es el juego del camino.

La Paz fue eso, Paz para el cuerpo. Se me hace difícil siempre hablar de las capitales. Hay tanto y a la vez no hay nada. Para uno que viene en un ritmo tan lento, tan piano, entrar en este ritmo discordante de ellas es un choque directo. En esos pueblos tan amables todo es cerca, todos se saludan, la gente existe. En la ciudad es todo lo contrario, todo es lejos, el tráfico te atropella, me siento absolutamente descolocado en estos lugares de nadie. Las ofertas se supone son tantas que no sabes por dónde empezar, que hacer, a donde apuntar. Menos mal sigo siendo un viajero tranquilo y poco ansioso. Yo las cosas me las voy encontrando y me vienen como deben llegar si es que tienen que llegar. Como sigo sin guía, mi guía son los desordenados pasos que doy en cualquier calle y el mayor atractivo turístico son los sitios sin nombre.

Las capitales que he encontrado en Sur América parecen todas hermanas. Tienen ese aire frio y apático entre sí. Se ubican en las alturas, tienen sus cerros cubiertos o no por la nieve blanca o por la espesa niebla. Su gente camina rápido, muy rápido. La Paz se me hermano mucho con Bogotá. A pesar de que La Paz esta mucho más alta, a 3800 msnm no es tan fría pero tiene ese frio bogotano tan sabroso para el cuerpo, basta una chaqueta y listo, así anónimo como caminaba las calles de Bogotá camine estas de la Paz, las de mucha publicidad en las aceras, las de buses que van por todos lados y las rutas que se pregonan desde las puertas de ellos en movimiento, la de las caras cuadriculadas por el estrés del trabajo, la de la guerra del centavo. Cartelitos ofreciendo trabajo por doquier, como por doquier se sabe la paga miserable. Un sueldo mínimo en Bolivia son 100 dólares, definitivamente es poco lo que se puede hacer con tal cantidad de dinero. Sin embargo esta la oferta en todos lados, trabajo hay, dinero, no sé. Seguía leyendo una ciudad de muchas caras en La Paz, seguía necesitando el verde que no veía, ni desde sus miradores ni desde la calle, así como quien nació al lado del mar necesita el sabor de la sal en sus labios y el ruido de las olas en su piel, yo soy monte, arboles, montañas que sigo buscando por todas partes, soy directamente lo que se dice, un montañero.

Hablando de miradores es todo un espectáculo llegar a uno de ellos en la Paz. Primero hay que ir en uno de esos buses urbanos piloteando cuestas, callecitas empinadas y pequeñas, estar en el barrio de verdad, el barrio que veías desde lejos, estar en el cerro. Otras caras, otro aire, sangre maleva por ahí que mira diferente al extraño, humos de diferentes colores, tienditas de ventanas pequeñas y luego un mirador que se encumbra en todo lo alto. Como lo he dicho la vista se cansa y a mi alma le da sed mirar las capitales, sobre todo en esta donde solo hay casas y mas casas, apiladas no se sabe cómo ni hacia donde. ¿Dónde termina y comienza la ciudad? ¿Tendrá esto un fin? Es una batea deforme La Paz, metida en un valle como mi Medellín.

Su centro tiene sabor indígena. Es innegable la raza en este país, además teniendo en cuenta que aquí sucede lo que en toda gran capital, la migración de sus pobladores hacia ella. En la famosa calle de las brujas encuentras la pócima, el brebaje para todo tipo de enfermedad. Curioso ver fetos de llamas colgando disecados en las tiendas, una ofrenda para la madre tierra. Frascos y frasquitos, polvos, yerbas, menjunjes de todo tipo de tienda en tienda, una cuadra entera con el mismo espectáculo.

En otra calle unos hombres juegan a leer la suerte con todo tipo de formas. Una clara de huevo que cae en un vaso medio lleno de cerveza, la mirada concentrada en él y el discurso del hombre sobre la suerte de su comensal. Otro juegan con una aleación parecida al aluminio que derriten y posteriormente leen la forma que ha quedado de esta, ahí está el destino, metido en un vaso o transfigurado en metal, el destino que el hombre lee a su antojo, como a su antojo debería estar el de forjárselo. Son rituales que se repiten de tiempo en tiempo, la curiosidad, las ganas de saber lo incierto, la vida sobre el papel, el vaso, la figura, el cigarro, el chocolate, la taza…y ¿la vida?.
En la Paz hay una feria, una celebración, a un santo, a la tierra, a todo, es un pueblo que agradece y celebra, a su manera, con sus trajes de colores y su música pausada de bandas que desfilan por las calles o se agolpan en las plazas.

Me queda el recuerdo de esa casa donde pase los días en la Paz. Una casa antigua que fue de un famoso artista Boliviano, Paceño. Conitzer era su apellido, una casa como la ciudad, abarrotada de figuras y figurines, una casa donde en cada rincón hay una sorpresa si te detienes a observar, una casa desordenada lista para ordenar, una casa lista para recibir amigos si se quiere, una casa que puede ser como nosotros queramos, si es que queremos.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Camino a la Paz.


Bajar de las alturas, caer a la tierra desde la ciudad de Potosí, ir en un interminable descenso. Surcar montañas en una extensa bajada que nos sacara de la ciudad. Para nuestros cansados cuerpos aquello venia de maravilla, era volver por los caminos de Bolivia, atravesarla, ir rumbo a su capital pasando por parajes desolados, ir a su centro.
En un terreno desconocido fuimos sumando kilómetros. Muchas veces el mapa no dice mucho y solo queda preguntar a los locales y es allí donde te das cuenta que poco saben sobre su propio lugar. Un eterno sube y baja de montañas, verdes montañas, curvas inquietas, subidas desafiantes, es la hermosa soledad del camino y el querer descifrar su verdad que no es otra que el horizonte. El sol que entra por un lado y sale por el otro y se esconde y se vuelve a dejar ver entre montículos.
Cumples con tu jornada y te encuentras un pueblecito que es un rejunte de casas a la vera del camino, juegas con los nombres tratando de retenerlos en tu memoria mientras avanzas por los caminos, es difícil, entre la disposición de los nombres y la forma como es dada la información se hace imposible retenerlos.
Tambo Alcalá es el primero de la jornada. No hay mucho, unas pocas casas y mujeres que lavan sus ropas en un hilo de agua canalizado. Una desolada edificación cerrada nos cobija y el campamento está instalado. Coquetea el frio, se sortea el hambre, cae la noche. Un pedazo de luna acompaña los alimentos que se cocinan tratando de cortar aquel vientecillo.
La jornada anterior define lo que serían los días venideros, la constante de agotadoras subidas. De nuevo la desalentadora noticia de no saber a cuanto esta el próximo pueblo ni de tener noticia, si es llano o en cuesta el terreno. Un dicho boliviano se escucha en cada rincón cuando preguntas la ubicación de un lugar: “Ahí sito no más”, expresión que denota una incertidumbre total, ya que puede ser una distancia que está a la vuelta de la esquina o como bien sucedía, una extensión interminable de kilómetros. La mentada expresión viene seguida de otra que podría denotar nuestra tranquilidad pero que poco se da, nos dicen que después del “Ahí sito no más”, seguirá “Solo pampa” y ni lo uno ni lo otro. El pueblo esperado se hace esperar por interminables minutos y cuestas y la tan mentada pampa nunca llega más que al término de la jornada. Lo que salvan esas jornadas es la belleza de esas montañas que se pierden en la inmensidad, que se juntan como gigantes a dormir sobre la cordillera, montañas que van pintando de otro color la caída del sol, montañas que son valles y hermosos despeñaderos ante los cuales hay que rendirse.
Hay jornadas que terminan con la caída del sol, el agotamiento de toda fuerza, de saberse casi perdido y de pronto encontrar algo para pernoctar, otro de esos pequeños pueblos, esta vez Tola palca.
Luego de este pueblo el paisaje regala descanso y llega la esperada Pampa, un regocijo para las cansadas piernas. Te vas perdiendo entre ríos y montañas que están a lo lejos, ya no surcas sus costados, las ves apenas allá, algunas pequeñas y otras inmensas. Por kilómetros me pierdo solo, como si el viento me llevara y me dejo ir viendo cómo nacen y mueren pueblos en mi camino, lugares de nadie, de pocos. El camino me recuerda lo vulnerable que puedo ser y me sucede un pinchazo, hace rato no pasa, no es nada para preocuparse. Poner a la maleva llantas arriba y manosear sus ruedas, un juego como otro.
Challapata se llama el nuevo destino, ciudad un tanto más grande que las otras y debido a nuestro cansancio buscamos resguardo en esas humildes posadas de paso. La aridez lo domina todo pero una tonada de nuestra tierra colombiana no deja de sonar en el ruidoso parlante de una tienda, hay otros aires. Son las notas de algún viejo vallenato que te recuerda la Colombia fiestera, ruidosa y caliente, esa de la costa Caribe, la del ron y el mar.
Un baño de agua caliente me devuelve a la vida y no hay mucho que ver por las calles de este pueblo. Entre el confort de la tarde apremian algunos antojos y los lácteos que hace rato no probamos nos seducen. ¡A por ellos! Un buen pedazo de queso, mermelada, buñuelos (que son una especie de hojuela de harina) y una bebida local llamada Api, calman nuestras ganas. Se llena la calle en la noche de puestos que venden todo tipo de comida, chicharrones, pescados, sopas, fritos y demás, vamos a la cama con el espíritu y la barriga llena.
Cambia un tanto el paisaje, montañas amarillas y rectas en el horizonte, casitas olvidadas al lado del camino y escuelas con su respectiva cancha de futbol, de futbol que muchos en esta fiebre mundialera juegan a cualquier hora del día. La carretera es tranquila, muy tranquila, atrás han quedado esas agotadoras colinas donde tenía que arrastrar la bicicleta y donde rogaba al cielo que la próxima curva trajera un descenso, esa inolvidable altura de 4.275 metros sobre el nivel del mar alcanzada en alguna montaña.
Aparece el pueblo de Poo Poo y kilómetros atrás nos informan de unas termas que gustosos visitamos. Esta agua caliente venida de la montaña, pequeños cuartos privados para sumergirse en el salado liquido que repone como ningún otro el cansancio de la jornada. Luego a buscarse esa posada solidaria, la de siempre, jugando en contra de las reglas del dinero.
La municipalidad siempre es una buena casa en los pueblos chicos. En la secretaria una mujer me dice que para obtener el permiso debo hablar con el alcalde, el cual se encuentra afuera bebiendo cerveza con otros paisanos, estas son las cosas de mi continente. Se encuentran celebrando la entrega de una herramienta para trabajar la tierra. Su fraternidad no se hace esperar, se cruzan palabras, se pregunta por recorrido, origen y hasta un libro de visitas firmamos.
Ese particular movimiento de la tarde en estos pueblos donde luego de la hora del almuerzo todo queda quieto, como un animal que apenas se mueve. Algunos puestos todavía venden comida. Como olvidar unas tajadas de plátano maduro que te recuerdan la tierra, te hablan de que somos una misma manta con distintos parches pero que cobija una misma tierra. Vence el cansancio y hay que dormir un poco, tirarse donde se pueda en la municipalidad que por supuesto no tiene un lugar concreto donde dormir, donde recibir a ese desprevenido viajero que viene de paso pidiendo una mano. Un corredor hace las veces de morada, pero la fraternidad tiene otro rostro y nos es ofrecido el mismísimo salón de reuniones. Piso de tablas, un viejo piano que no se sabe quien tocara con sus teclas empolvadas y balcones donde pienso en algún tiempo se promulgo algún discurso. Cae la noche.
En el camino que no cambiaba mucho con sus planicies y sus llamas saludando al paso aparecería la ciudad de Oruro. Cifrada estaban las esperanzas de hacer un alto en el camino, varios días de pedaleo tenían el cuerpo más que exhausto, pero esta ciudad mostraría una cara no muy amable. Se iba dejando ver a lo lejos y su centro se perdía entre pedalazos viendo como las casitas coronaban los cerros, esos famosos cordones de miseria de nuestra Latinoamérica. Ventas de todo tipo a las afueras de la ciudad, esos mercados llenos de verduras y frutas que ya pasando el día dejan las sobras y sus frutas podridas a los al rededores. La típica desorientación a la entrada de una ciudad grande nos lleva al centro, un centro sumamente caótico y sin orientación, perdidos vamos entrando sin saber a dónde ir, sin un lugar donde dormir. Más ventas al interior de la ciudad, entre comidas, víveres y enseres de cocina, de casa, prendas de vestir, dulces y cuanta cosa se pueda uno imaginar debe uno abrirse paso para buscar una morada. La morada aparece y no es lo imaginado. Barata, fría, un tanto sucia, acomodada al presupuesto pero no apta para el descanso nos hace pensar que solo un día podemos estar allí. El día de descanso se convierte en una larga jornada capoteando las horas para que el día más frío del año, donde la gente come perros calientes, hace fogatas y enciende fuegos pirotécnicos, pueda pasar, pasar en ese cuarto de pensión, cansados y al cobijo de un vino barato.
Sacando fuerzas de donde no hay, se remonta el camino, de donde pensábamos parar un par de días. Reconforta que el camino no lleve muchas cuestas, que el paisaje aunque seco sea agradable, con unas montañas entre verdes y amarillas, un viento peina las ruedas mientras se suman kilómetros y ya se presiente la capital.
Konani se llama el pueblo. Árido por supuesto, calmo, un tanto apagado. Su plaza central es apenas un pasto seco cercado por unos adobes y el movimiento esta dado por la cercanía con la capital, buses que van y vienen cargando y descargando gente. Entran y salen bultos de esas bodegas que parece que no les entrara un bulto más.
Regresa el dilema de donde parar, donde pernoctar. Una banca del parque calienta la tarde y quema las ideas, nada pasa, nada sucede. Hay un gran caserón que parece tiene que ver con la municipalidad. Acercándome a ello constato que si lo es. Adentro muchas mujeres con esos faldones beben cerveza, a cada trago ingerido va uno al piso en ofrenda a la tierra. El interior huele a cebada y comida. Se supone, es una reunión política. Hay un hombre que viene de la paz a dictar una charla sobre no se qué. Nadie nos presta atención, nosotros solo queremos un lugar donde dormir. Después de mucho intentar y preguntar, indagar por quien sería el encargado, sabemos que hay que hablar con la sub alcaldesa. Nos animamos a entrar y este buen hombre nos ofrece de su cerveza, ya nos han dicho que efectivamente tenemos posada, otra victoria, pensamos que es un gesto desinteresado, el de la cerveza, pero cual sería nuestra sorpresa cuando la misma sub alcaldesa nos pide una gran suma de dinero y en dólares por que dice ella que nadie beberá gratis de su cerveza. No se da cuenta esta señora, que particularmente encarna la autoridad, que si no tenemos plata para pagar un hospedaje, menos tendremos para comprar una caja de cervezas, no es nuestro objetivo. Así y después de nuestros argumentos, nos mandan a descansar con marcada diplomacia.
Abajo comienza un jolgorio de grandes magnitudes entre cumbias locales y un ruido que menos mal no se extiende mucho, debido a la borrachera temprana que llevaban todos allí. Nuestros cansados cuerpos caen en un par de colchonetas de aquello que pareció ser la municipalidad de Konani.
El día siguiente tiene una gran meta, la capital, La Paz. Mi compañero de viaje vuelve a ser víctima de la comida boliviana y lo que pensamos como jornada de pedal, se convierte en un tranquilo viaje en bus para remontar esos últimos kilómetros. El paisaje no cambio mucho, nos vamos acercando al alto, la ciudad que precede a la paz, un espectacular caos, de autos y gente por doquier y allá, allá abajo en un hueco esta La Paz. Con su inmensidad y su cemento, su falta de verde, sus casa que se extienden a lo lejos y te resecan la garganta, otro monstruo, otra capital por descubrir.

Potosí, Visión de un saqueo.

De los balcones de Potosí cuelga el olvido y la miseria, el tiempo y el vacio. La encumbrada Potosí, la ciudad más alta del mundo, descansa sobre el recuerdo de lo que fuera el mayor punto de la explotación minera en el tiempo de la colonia, la fiebre de la plata se apodero en el pasado de su espíritu.
Corría la opulencia por sus calles empinadas. Putas, oro, plata, todo la revestía con un aire de ciudad cosmopolita, una de las mayores del mundo. Venían los españoles y demás arañando las entrañas de las montañas, sacando cualquier cantidad de plata posible y discurría el dinero en todos los bolsillos y la ciudad seguía creciendo, creciendo a ningún lugar.
De sus balcones colgaban las guirnaldas de plata, esos bellos, bellísimos balcones hechos en madera, balcones que abarcaban toda una esquina y abrazaban los hogares. Balcones tallados con la mejor madera, balcones que eran en si una pieza de arte, balcones hechos para perdurar, con los mejores acabados, con toda la elegancia posible. Colgaba la opulencia en aquellos tiempos. ¿Y hoy?, hoy no queda nada. Queda la vieja pintura en las fachadas, queda la caída pintura en las puertas de entrada, queda el olvido y el dolor en las calles. Ha ganado el espacio la pobreza y la tristeza de la que fuera una de las ciudades más alegres.
Potosí iba hacía el cielo, iba para arriba, Potosí siempre va para arriba, es una ciudad empinada. Si alguien de mi tierra antioqueña la definiera diría que es la ciudad de las tres efes, Fea, fría y falduda. Pero le sobra una efe a Potosí porque aun sabe guardar la belleza a pesar del saqueo. Su belleza se esconde en cada callecita que lleva un nombre de época y descubres en otra esquina que no habías visto si te atreves a recorrerla despacio y observando bien.
Difícil pensar que este pudo haber sido el centro del mundo por aquellos tiempos, que el auge de la plata extraída de la tierra lleno miles de bolsillos y se engalanaba la ciudad entonces con vestidos, tabacos y joyas. Difícil pensarlo si miras el rostro actual de Potosí y conoces aunque sea un poquito de su historia. Con sangre y muertes prematuras de esclavos se escribió su grandeza, que fue a la vez su caída, no es posible que se le trate tan mal a la tierra, que se le explote de tal manera, una peste habría de caer sobre la ciudad para terminar el saqueo.
Toneladas de plata bajan del aquel entonces cerro rico, toneladas y toneladas camino a Europa. Quiero pensar en esa imagen de la que hablan, aquella que dice que con toda la plata sacada de aquellos cerros pudo haberse construido un puente desde América hasta Europa. No creo que sea ingenuo pensar en aquella imagen de un inmenso puente que se extiende a través del mar, que surca las aguas cual delfín plateado para atracar en tierras Europeas y enchapar bancos y más bolsillos. No lo creo si tenemos en cuenta la magnitud de estos cerros, su estado de virginidad en esos tiempos, el hambre de riqueza que tuvieron los colonizadores y el manantial que encontraron en el cual saciaron su sed. Manantial que por supuesto secaron hasta que ya no hubo una gota y las miles de vidas que se extinguieron no importaron más que como cenizas que volaban de los cerros y se iban en el aire por toda la inmensa América.
Iglesia tras iglesia se aprecia por las calles de Potosí, bendiciendo la plata y el saqueo, bendiciendo la muerte y la explotación, bendiciendo la mano española que aniquilaba la indígena, bendiciendo su riqueza bajo la muerte local. En esas calles estrechas y empinadas se aprecian iglesias de todos los tamaños, que quitándoles la carga moral quedan como preciosos templos para adorar al viento. Casas y caserones de señores desde donde se delinquía, donde se comerciaba todo lo que bajaba del cerro.
Potosí ejercía una gran fuerza sobre mí, había visto muchos lugares que me interesaban en todo mi recorrido por Latinoamérica, pero esta ciudad me atraía de manera especial por su historia de dolor y muerte, por ser este uno los pilares del exterminio español, por ser metáfora del tiempo actual y de los futuros. Una fuente, un descubridor, un saqueo sin piedad y la posterior muerte del lugar. Quería constatar con mis propios ojos el cerro por el que en antaño muchos aventureros se jugaron la vida, otra especie de dorado, pero esta vez encontrado y de plata. Quería ver esa montaña, no tan inmaculada ya, manoseada, un poco triste en este paraje árido, reseco, donde el verde brilla por su ausencia, en un paisaje que no te pasa por la garganta cuando lo vez, no pasa por la garganta y lo que es peor te raya el corazón cuando te lo quedas viendo.
Al propio cerro había que subir, claro, caminar sus senderos y sentir como palpitaba la tierra ahora desde allí. Pero no subir como lo hacían y lo están haciendo muchos turistas. Es triste ver que las formas de explotación han cambiado de forma pero todavía subsisten.
Hay un tour para ir a ver el cerro, ver cómo trabajan los mineros, bueno, trabajan es una forma de decir. Es como ese tour del que supe hay en Río de Janeiro para conocer la miseria de la favelas, ni más ni menos. En el de Río no se les disfraza de malandros a los turistas para que se adentren en ellas, poco falta para que lo hagan, pero en el de cerro rico si, se les disfraza a los turistas como mineros, con su casco y herramientas y me imagino que hasta los dejaran arañar la tierra en algunas picadas, cuestión que me parece más que absurda y sin sentido. Van allí mientras estos humildes hombres, con los más rudimentarios elementos y en las más precarias condiciones, se parten el lomo por extraer cualquier roca que luego será procesada por una máquina para sacar de ella lo valioso que pueda tener. Yo no quería hacer parte de este horrendo juego, consciente de la explotación de hace de 500 años, no quería jugar a lo mismo en estos tiempos, pero si sentía la curiosidad por indagar cual era la realidad de ahora.
Un bus local nos deja en las puertas del cerro, este no se separa tanto de la ciudad, la gente convive con él. En el campamento de entrada hay un inmenso dibujo con una frase que reza lo siguiente: “Sin mineros no hay Potosí”. Todo es tan árido, tan rocoso, que en verdad sientes que de allí no podrá brotar nada, que todo está seco. Una vieja y obsoleta maquinaria se encuentra esparcida por la tierra, pedazos de ella por aquí y por allá. Solo existe el mínimo de movimiento, el calor y el viento frío conviven, parece tierra de nadie ya que algunas familias se han tomado pedazos de cerro para con sus propias manos y en los huecos ya hechos por otros excavar rudimentariamente las minas. Algunos niños te ofrecen tures para ver las minas, por unos pocos bolivianos, la moneda nacional puedes ir a ver como los hombres rasgan la tierra, no tenemos dinero ni nos interesa, por respeto más que todo. Uno de ellos enseña unas rocas que todavía se sacan de la mina, coloridas piedritas que los hombres buscan en la oscuridad de la tierra.
Vamos rumbo de la cumbre donde vemos un Cristo alzarse de brazos en lo que pare ce una capilla. En el camino, hombres, mujeres y hasta niños, llevan rocas de aquí para allá, son como topos desnudos que quisieran roer la tierra para sacar cualquier cosa. A cada tanto puedes ver uno que otro hueco de cierta extensión que va hacia el centro de la mina, son cientos de pasajes que hay por ahí. Carretas viejas que ya solo taren algunas rocas y de pronto, Pum, una explosión, otra, otra más, hay que darle como sea a la tierra para que se desprenda y nos muestre su interior, les muestre más bien a estos hombres que se juegan su vida por alguna piedrecita.
De camino a la cumbre, esta la que parece ser una oficina. Un hombre nos recibe amablemente y nos comparte sus experiencias como minero. Dice que el estado no se preocupa en lo más mínimo por su condición, ni siquiera servicios higiénicos tienen, es así como el cerro se llena de deposiciones por todas partes, siguen haciéndolo todo por su propia cuenta, comprando materiales costosísimos para explotar la mina, cuenta que así ha sido siempre, casi desde tiempos de la colonia. Este hombre no es tan hombre, es muy joven, tiene 28 años, la mina se les va comiendo la vida, el color, la alegría, la mina no da mucha expectativa de vida, comen gases tóxicos y es una lotería lo que puedan o no encontrar, puede ir desde una piedra preciosa, hasta la misma muerte.
En la cumbre hubo una capilla, ya no hay nada más que la imagen de Jesucristo convertido en un hogar donde vive una señora con sus hijos y sus animales, algunas antenas repetidoras y nada más. Ese Cristo se debe de haber cansado de mirar a la ciudad árida y seca, debe dirigir su mirada a algún punto de la montaña o del firmamento para ignorarla, como la ignora el estado y el mundo, menos los turistas que quieren ir allá a disfrazarse de mineros y jugar ser un topo sin futuro por unos momentos.

Camino a Potosí


El más, el menos. Aburrido, divertido, seguro, peligroso, alto, bajo, frio, caliente. Así se la pasa uno definiendo los caminos, las gentes, los lugares, las ciudades y así en definiciones se va yendo el rumbo. Cuando crees que has vivido algo y nada lo puede cambiar llega otra situación a mostrarte una cara más cruenta o amable de la moneda.
Que el mundo no es plano eso ya lo se hace rato. De vez en cuando llega una cuestica a recordármelo. Viene detrás de la curva, escondida y en una larga sonrisa me muestra su extensión. Otras veces me muestra solo un pedazo, una curva que te deja en el vilo de saber que habrá después. Están las dos caras del camino, la del asfalto y el ripio. El monótono asfalto con su uniformidad bendita. Bendita para las ruedas, espalda y riñones, en suma, para la salud y no tanto la física, la mental inclusive, la de saberse cómodo por algunos kilómetros, para mí no es monótono esa extensión de asfalto que a veces se sucede por días enteros. La otra cara es el ripio. El despiadado juntarse de rocas y arena sin uniformidad alguna. La carretera destapada como la llamamos en mi tierra. Los agrestes caminos virginales. Solo que uno va preguntando aquí y allá, esquivando estos caminos que no vienen nada bien para la bicicleta y los instrumentos llevados en ella y por supuesto para quien la maneja, en este caso yo. Así esquivando estos caminos cuando se puede se da uno por bien librado y les hace el quite, viéndolos de lejos apenas presumiendo su dificultad. Pero esta Latinoamérica que tiene lo suyo te lleva en ocasiones por esos caminos ineludibles. En Bolivia estos caminos son la ley, no hay forma de no transitarlos y hasta he escuchado en que bus son igual de tortuosos.
Saliendo de Uyuni nos esperaba el que es sin duda alguna el camino más difícil de todo el viaje hasta el momento. Por eso me refería a esas categorizaciones de más y menos. Desde la ciudad se divisaba esa primera subida, empinadísima he infinita. Uno no sabía que le depararía ni como la enfrentaría, solo la veía allá a lo lejos tenaz e inquietante.
En la mañana hay sol y uno no sabe si eso es bueno o malo. No es un sol que queme, en estas tierras es difícil eso, es un sol que apenas batalla con la brisa que trae siempre el frio. Hay expectativa por remontar el camino, sobre todo para mí por ir en búsqueda de Potosí, una ciudad que me llama poderosamente la atención.
Entre brinquito y brinquito por la cantidad de piedras del camino se puede decir que avanzo, primero en una recta que te acerca cada vez más a la temida cuesta por mí. Es particular pero todavía en estas instancias una cuesta para mi sigue siendo un reto que impone sus condiciones las cuales siempre se me hacen desfavorables.
Estas bicicletas de montaña o todo terreno, como también las llaman, se supone deben estar adecuadas para estas lides, pero resulta que a la mía tanto como a mí no nos van mucho estos retos. Me vi fatalmente derrotado por la cuesta. No me gusta entrar en el juego de la muerte con ellas, si su inclinación es demasiada, solo le sobo el lomo y me voy lento con la maleva arrastrándola, es así, sin más ni más. Solo que el camino es largo y las cuestas se extienden por kilómetros y kilómetros y entonces la acción de arrastrar la bicicleta se convierte en un pesado fardo, una tortura extensa. A esto hay que sumarle varios factores, uno y quizás el más determinante es la altura. No hay que olvidar que Bolivia se enclava alto alto. La altura te imposibilita una correcta respiración, falta el aire y a mí particularmente me empezó un fuerte dolor de garganta que hacía más difícil toda acción. Entre subidas y bajadas cambiabas absurdamente de altura sobre el nivel del mar. Lo otro era en aquellas alturas el vientecillo helado que te pegaba directo en los huesos.
Se nos había sumado una parejita de españoles con sus bicis y todos sucumbíamos ante la cuesta, unos menos que otros por supuesto, siempre están los avezados. Lo que hacía que el ritmo disminuyera aun más por uno que había que esperar en lo alto de un pedazo de cuesta.
Desde arriba podía verse una gran extensión del Salar. En verdad es un mar blanco que te nubla la vista y vuelve a dejarte perplejo. Pero ahora había que mirar hacia el frente. Unas dos horas aproximadamente para sortear solo ocho kilómetros, aquello era una cuestión de paciencia también. Entre eternas subidas y ligeras bajadas, que dado lo dificultoso del terreno tampoco podían hacerse rápido, el camino iba avanzando bastante lento. Las llamas brinconeaban por allí sin que nada les importase, sus pezuñas eran más efectivas que los piñones de nuestras bicicletas. A cada tanto un pueblecito perdido aparecía por ahí, sin dar rastro de gente, se preguntaba uno entonces como es que se sucede la vida en esos lugares, el agua, la luz, el transporte, la vida cotidiana allí tan alejado de todo.
En Bolivia las carreteras siempre están en construcción. Hay eternos carteles de “Hombres trabajando”, trabajan por pedazos y pienso yo, que por temporadas. Hay tramos en los que han intentado tirar algo de asfalto y algo parecido a ello queda en la vía. Nos regala la carretera pedazos llanos en donde soy rey y me desplazo velozmente, pero luego vuelve la montaña, la nada. El agua se agota y una fábrica de no sé que aparece en la ruta. Nos acercamos con la esperanza de obtener tan preciado liquido y obtenemos solo una negativa, agua no hay. Me pregunto cómo trabajan estos pobres hombres, aprieta tanto el calor como el frio y falta algo tan básico como el agua. Andan tan desorientados estos hombres que ni siquiera saben a cuanta distancia esta el próximo pueblo, sin embargo nuestros mapas arrojan vagas distancias.
El efecto del ripio se deja ver sobre las bicis y uno que otro tornillo se ha caído, mi prevenido compañero tiene como solucionarlo. Se han juntado las horas del día y el cansancio hace presencia y entonces algo como un pueblito, una pequeña población va apareciendo. Tica tica se llama, nos recibe calmada y tranquila, casitas a lado y lado del camino. Se hace difícil poner la carpa, hay frio, hay mucho cansancio. Pero no hay problema, llega la mano amiga. Un buen hombre nos dice: Bienvenidos a mi casa, que es la casa de Dios. Si Dios nos quiere recibir bienvenido sea. Es un humilde cuarto con una pequeña cama, hay bultos de papa y de maíz. Como siempre la presencia de los niños, eternos curiosos no se hace esperar. Con ellos departimos mientras preparamos algunos alimentos que calmen el hambre. Nos cuentan de sus vidas, de sus esperanzas, quieren ser futbolistas cuando grandes, jugar en el equipo de Potosí. Vence el cansancio una de las jornadas más agotadoras pero estamos bajo techo.
El día siguiente no cambiaria mucho la geografía, el paisaje y la carretera. Te levantas con otra cuesta bajo tus pies, hay que apretar la garganta y seguir, aquí no hay de otra. Sigue implacable esa abierta carretera y la altura y todavía quedan bastantes kilómetros por delante, digamos que unos dos días de lo mismo para arribar a Potosí.
Aparece un restaurante y decidimos cambiar las empanadas de nuestras alforjas por un suculento plato que nos regrese a la vida y eso que solo hemos cumplido con 30 kilómetros. Una gaseosa local hace lo propio con mi estomago y lo destroza en el acto, ni bien termino el ultimo vaso tengo que correr al baño. Eso no se ve nada alentador para lo que viene, sin embargo decidimos tomar camino, pero es imposible, mi cuerpo vuelve a pedir un baño, por supuesto tengo que recurrir a la naturalidad del camino, estoy destrozado, no puedo seguir así, el camino se ha pronunciado y ya no hay nada que hacer, los últimos pasos habría que hacerlos en bus. Sobre ese desvencijado aparato de muchas ruedas vamos llegando a la ciudad y me percato de la imposibilidad de haber hecho ese tramo en dos ruedas. Llegamos entonces a la ciudad de Potosí la más encumbrada del mundo con una historia que descubrir.