Lo que yo quiero decir es América Latina...

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viernes, 20 de agosto de 2010

Uyuni, un hombre en la luna.



La pequeña población de Uyuni descansa a la sombra de su mayor atractivo turístico, el Salar, el salar más grande del mundo, una extensa blancura que lo cubre todo. El pueblo solo es un punto de paso desde donde te diriges al tan mentado salar.

Desde aquí es donde empiezo a vivir Bolivia, la del profundo rostro indígena, la de esas mujeres con sus faldones, uno puesto sobre el otro, esos colores vivos, llamativos, festivos, cortando en estas tierras la aridez del paisaje y en otras confundiéndose con él, esos sombreros que se elevan sobre sus cabezas sin entrar en ellas.

Uyuni es un pueblo chico y la vida discurre entre su calle peatonal y las cientos de ofertas para recorrer el salar. En las vitrinas y como gancho comercial los viajantes han dejado sus mensajes recomendando tal y cual agencia, diciendo lo bien que la pasaron…lo poco que vieron, en árabe, francés, inglés y quien sabe que lenguas mas, cartelitos de colores como esquelas en un álbum. Pero esto por supuesto no es lo más interesante de Uyuni. Pocas calles cortan el pueblo que se deja recorrer fácilmente. Con un par de mercados donde matronas se apoltronan como reinas de sus mercaderías y locales donde tímidos pedazos de carne cuelgan, luego se puede pasar a una serie de mesas que hacen las veces de restaurante y mujeres que te ofrecen variados menús, que entre carnes de Llama, chancho y cordero hacen las delicias de propios y viajeros de paso, aunque particularmente parece que a la guía lonely planet se le olvido mentar este lugar porque ningún extranjero se aparece por allí, como lo dije, la sombra del salar se lo roba todo. Estas cosas siempre me hacen pensar sobre los viajes, los de la gente, el mío, sobre lo que hay que ver, sobre lo que se encuentra para ver, me gusta repetirme hasta el cansancio que mis viajes son por la gente y no por los lugares, la gente da espacio a lugares y sucesos que son los que abren la verdadera brecha de la realidad.

En cierta ocasión quería comprar una cerveza, la tarde estaba apta pare ello después de un buen plato de comida y bien podría haber ido a la calle peatonal aquella y sentarme en uno de esos lugares bien adornaditos, pero la cerveza además de costosa era chica y buscando buscando di con el distribuidor de la buena cerveza potosina, la cerveza local. Un garaje en el que había que golpear una puerta siempre cerrada, se abría y una mujer mayor con presteza sacaba la inmensa cerveza y hasta un vaso te ofrecía. No era un bar, no era una tienda, era una distribuidora que olía a cebada y tenía cajones y cajones apilados, la mujer callaba pero sabía sonreír como lo hace el pueblo boliviano, con una sonrisa tímida pero sincera, no es un pueblo curioso pero sí bastante atento.

Se había formado un grupito para ir a pedalear el salar, junto con mi amigo Juan estaban Clementine de Francia y Ariel de Argentina. No había sido nada fácil conseguir las bicicletas para nuestros amigos. Pasar de lobo estepario a coordinar la manada. Igual venía bien un tanto de compañía para remontar tan difícil tramo como lo es el del salar. Con provisiones para tres días nos lanzaríamos a la blanca planicie.

Bolivia representaba paisajes de esta envergadura, un país pequeño, un tanto olvidado, que el mundo miraba ahora por tener un presidente indígena que los representase se lazaba desde siempre con estas maravillas. De haber estado solo hubiera tenido que conocer el salar bajo las caparazones de las 4 por 4 que son los animales naturales del salar, por suerte los amigos del camino dan esa entereza para afrontar nuevos retos.

Así nos mandábamos una mañana con dos bicicletas viajeras y otro par que apenas podían llamarse bicicletas. Las agencias estas, que ofrecen el oro y el moro, no tenían por supuesto un buen par de bicicletas para remontar el salar, no muchos lo hacen, solo aquellos que llegan en las propias. De todas maneras estaba el espíritu por trasegar esos blancos e inmaculados caminos.

Si uno no supiera de la existencia del salar, diría, saliendo de Uyuni, por esos paisajes extremadamente áridos, que jamás podría encontrarse con la extensa blancura de la sal. Unas casas de barro y arena, polvo, suciedad, marcan la salida de Uyuni. Un cementerio de bolsas plásticas que se queda atascado en los espinosos arbusticos que se dibujan a lado y lado del camino. El camino es de tierra y piedras sueltas que dificultan el pedaleo, pero así y todo no bajan los ánimos y vamos en pos de nuestro objetivo.

La primera jornada es corta, no hay que abusar. Nos regala el camino un pueblo más que diminuto llamado Colchani. Todo está quieto, algunas pintadas de propaganda política han manchado las paredes y otro tanto de publicidad añeja sobre el salar se ve des dibujado de las mismas, pero un renovado y verde cartel avisa que a 5 kilómetros esta el salar. Con un par de puntos marcados en el Salar, sabemos que hay que hacer noche allí si se quiere alcanzar dichos puntos.

Esto es la evocación de un pueblo que se supo con movimiento años atrás. Las vías del tren que todavía se ven agarradas a la tierra nos hablan de esas historias. Las casas derruidas al lado de estas vías nos cuentan que fue hace mucho lo del movimiento. Solo las 4 por 4 pasan raudas por allí y alguno que otro carro que abastece de alimentos al pueblo. La mujer que te vende el chicharrón con mote me habla que ni siquiera conocer el salar, su vida ha transcurrido allí sin mayor curiosidad por las fronteras.

Veo las casas construidas con bloques de sal, firme sal, imbatible, sirviendo además de sazón, de cimiento para construir un hogar. Hay algunos montículos de sal alrededor del pueblito, montículos que pasaran a ser procesados artesanalmente, como artesanalmente serán sellados por una vela en la oscuridad de la noche, eso pude ver, unas manitos laboriosas introduciendo la sal en pequeñas bolsas, que luego serían selladas ahí mismo con el calor de la luz de la parafina. El frio golpea fuerte en las inmediaciones del salar, no hay que olvidar que al fin y al cabo esto es un desierto. El día pasa viendo caer la luz en este pueblo olvidado donde luego la noche lo envuelve todo.

Es de día, hay que ir a perderse en la blancura, como un blanco océano para tener como destino una isla, una isla de cactus y rocas en medio de la nada. Nos vemos entonces a las puertas del salar donde una inscripción recuerda que algunos murieron allí, no es este motivo para amedrentarse y dar marcha atrás, en el camino no se conoce la palabra miedo, el miedo quedo muchos kilómetros atrás cuando me vi de frente con esta aventura.

Pequeñas montañas de sal, sal en estado puro, charcos de sal, caminos de sal. Todo se empieza a cubrir de blanco. Con fuerza se dan esos primeros pedalazos y uno se pregunta si todo será así. No hay más ruta que las que han marcado los carros que una y otra vez pasan por allí cargados de turistas. Es una sombra negra que dejan las ruedas y que sirven como guía, hacía la isla, hacia la isla. La isla pescado que es así como se llama dibujada en nuestras mentes. Pero luego la inmensidad del salar lo borra todo, es un papel en blanco, una extensa pizarra.

Me pierdo de la manada, no puedo andar con ellos, mi egoísmo me lleva kilómetros adelante y mi mente se pone como el salar, en blanco, no hay nada en que pensar más que en el horizonte blanco. No hay otro paisaje como este, tal vez la Antártida como espejo de este paraje se le asemeje, yo no he ido todavía allá. Por ahora ruedo sobre este suelo firme de cristales finos y el piso se seca formando hexágonos por doquier. Los lentes oscuros aminoran el brillo que viene de la superficie. Miro hacia atrás y veo unos puntos que se van perdiendo con la blancura, son mis compañeros, van quedando a lo lejos, me sumo en un transe del que nadie me puede sacar, esta es mi luna, mi superficie de cráteres planos.

Hay un monstruo en algún lugar del salar, es un hotel, con paredes e inmobiliario salado, a algunos le interesa quedarse allí, aquel exotismo turístico. Unas bandeas ondean a la salida del hotel y derrapan algunas avionetas, otros autos llegan cargados de turistas, caen desde el cielo o los traen algunas ruedas, nosotros seguimos rodando en dos y vemos como otros más lo hacen también.

Siguiendo con el camino me vuelvo a perder, por minutos, por horas, vuelvo a mi luna salada. Solo se ve manchado el camino cuando pasan las 4 por 4 zumbando a lo lejos, de resto la inmensidad y la blancura lo domina todo. Hay que detenerse por unos minutos para experimentar algo impensado en las ciudades, el silencio. Me parece que nunca había experimentado un silencio más puro, más virginal. Un silencio pintado de blanco. Si el cielo existiera debería ser algo así, no sé si exista.

Me he detenido en la única piedra que encuentro en el desierto. Por supuesto es una piedra de sal. Al lado hay un pequeño pozo, veo el agua al interior, lanzo algunas rocas que encuentro, pequeños trozos salados, juego en medio de la nada. Hay hexágonos por doquier, hexágonos de sal, resequedades simétricas. No escucho más que mis pisadas y el viento se ha ido, me ha dejado oír el silencio.

Mis cansados amigos se han quedado atrás y yo continuo llevando la bandera del egoísmo, huyo, huyo con un ritmo continuo y vuelvo a perderme, perderme en mi soledad, dejo que el desierto me trague, me envuelva y soy solo un punto que se mueve lentamente bajo dos ruedas.

Aparece la isla. Se ve a kilómetros y parece el más bello de los espejismos. Las distancias en el desierto no son lo que parece o más bien, aparece. La isla se ve, cerca o lejos. No se sabe. Se ve y el ritmo del pedal parece que te acercara a ella, pero no. Va apareciendo, el contorno, su lomo, como un animal que duerme en la lejanía. Como la boa que se trago al elefante en el principito y crece su panza. Por muchos kilómetros y minutos la ves pero no la tocas, no se hace presente, hace falta mucho tiempo para tocarla, para derrapar en ella, es un ejercicio de paciencia llegar hasta ella pero por fin lo logro.

Soy el Robinson de mi isla. Los cactus me saludan en su espinosa soledad y un animalejo que raudo se esconde a mi llegada, vaya usted a saber que es. Corono mi isla desde la punta y veo el blanco mar de sal mientras llega la noche, cae el sol y los naranjas y amarillos hacen presencia en el cielo. Sigo solo y mis compañeros no llegan, pienso que se los trago la inmensidad y tengo que hacer campamento pues ya hay un manto negro en el cielo. Salgo a la mitad de la nada haciendo luces gritando al cielo porque aparezcan y más allá unas luces me responden también. Los ha pillado el cansancio y el espectro de la isla les jugo todo el camino. En el desierto lo mental juega mucho más que lo físico. Veían la isla pero no la podían tocar y eso fue lo que los aniquilo.

Ya es de noche y mis derrotados amigos duermen, la jornada ha sido devastadora para ellos, para mí, la más bella de las jornadas, uno de los días más gloriosos del viaje, ser rey en este salar, transitar el silencio y la soledad en un estado total de éxtasis. La noche entonces me regala todas las estrellas que puede, son millones, billones, se desprenden a cada tanto en una veta luminosa, me interno un poco más en la nada del salar para que el velo negro lo cubra todo y se dejen ver más estrellas, así entonces termina la noche, mi primera noche en el salar más grande del mundo. Hay que anotar que la isla encontrada no era la que buscábamos, íbamos en pos de la isla pescado y apareció la Incahuasi, pero no había más que anclar allí.

Al día siguiente la luz lo iluminaba todo y había que remontar la última meta de este recorrido, queriendo ir al pueblo de Tahua a las orillas del salar. No serían los 80 kilómetros del día anterior, hoy solo serían 40. El salar daba las fuerzas para seguir en pie y rodando. Desde la lejanía se escuchaba una música, presagio de lo que vendría. Volvimos a errar, No era Tahua, era el pueblo de Coqueza, pero sería tal vez la más bella equivocación, el buen azar que nos quiso llevar allí.

Llegaba a una fiesta, la fiesta de San Antonio, el pequeño pueblo que miraba al salar, construido con rocas se alzaba en jolgorio y celebración. En la diminuta plaza, se levantaba la polvareda debido a la danza. Hombres con tambores y vientos resonando hacían danzar a todos. En pueblos como estos veo derrotada toda teoría política, todo falso discurso que alza el hombre. Ni comunismo, ni capitalismo, ningún ismo funciona aquí más que la hermandad. Lo digo por el movimiento de la fiesta, había un plato de comida, de abundante comida para cada comensal, incluso el despistado extranjero que llega y nada entiende cuando se le convida a tan bello gesto, hasta la bebida, cerveza por doquier era regalada. Aquí no se enarbolaba ninguna bandera más que la de felicidad y la fiesta. Paraba un grupo, seguía el otro, hombres y mujeres, extranjeros y locales se abrasaban, venia una ronda y otra y todo era jubilo. Un hermoso día de sol para cortar algún frio que quedara en el alma. La noche no lo detenía todo, al contrario se animaba más, un par de hombres traían el sonido y la cerveza y el trago local seguían rodando. No se podía negar uno a entrar en el juego, alguien te agarraba de la mano y te veías en el juego de la ronda y el baile sin poder parar. Un hombre viene con una gran bandeja una y otra vez llevando pequeñas copas, una bebida no muy fuerte para alegrar más el espíritu, otro hombre atrás con otra bandeja para no ir a dejar las copas de plástico por ahí, la acción se repetía sin cesar. Aquí no había extraños todos éramos hermanos. Ya bien caída la noche se calmo la música que no había parado de sonar desde el medio día del día anterior, ya era justo, los pies no daban más. Nos repartíamos en conversaciones en los laterales de la pequeña placita, una conversación aquí, otra allá, hermanos todos.

Al día siguiente no se había detenido la solidaridad y un hombre nos invita a un plato de sopa. Una gigantesca olla de sopa para que cada persona del pueblo venga por su plato, es de no creer tanta solidaridad, tanto espíritu de unión, tanto bello desinterés. La sopa viene de maravilla, cierra con broche de oro esa magnífica equivocación de haber venido a parar a orillas del Salar de Uyuni para obtener este regalo.

Volveríamos en carro a Uyuni, con las bicicletas en las alturas y una película blanca rodando por las ventanillas de ese paisaje inmaculado instalado bien adentro del corazón.


Bolivia, la frontera.

Hierven la mayoría de las fronteras. Esta se asemeja a un hormiguero. Desfilan diminutos hombres y mujeres por un angosto puente que solo ellos usan. Van cargando todo tipo de mercaderías, solo son bultos que corren raudos de un lado a otro. De Argentina a Bolivia, llevando lo que no hay de un lugar a otro. Un par de patitas que ves moverse en el calor de la mañana mientras golpea el viento que trae una ráfaga de frio.

Hay un puente, parece que siempre hubiera un puente que corta la geografía, me parece que esto ya lo dije, me parece que lo vuelvo a decir, yo me repito, el hombre se repite, los países se repiten, con distintas caras nos miramos pero igual nos repetimos. Hace rato no tenía una frontera con tanto movimiento, me viene a la mente Ciudad del este, pero la Quiaca tiene otra cara. Las mujeres con esos eternos faldones y esa piel negra mascando coca miran con ojos apagados. Rojo, amarillo y verde ondea en lo alto del puente y en algunos de los buses que se detienen en el. Por uno de estos buses los trámites fronterizos se hacen más caóticos. Una ventanilla, dos funcionarios, la gente que va y viene en un lentísimo devenir burocrático. Un angosto corredor y afuera los hombres como hormigas no paran de correr, la única ley de la frontera es la ley del dinero. Productos de un lado y del otro, la moneda de un lado y otra moneda del otro y el letrero de “Money Exchange” dibujado en hileras de locales. En cuanto andará el señor dólar por estas tierras. Anda bajo, anda alto dependiendo del punto de vista, dependiendo de la procedencia. Del otro lado del puente en esta nueva Bolivia para mi, tengo una bienvenida un tanto folklórica. No es la diligencia de otros países detrás de la ventanilla donde te estampan el sello. Este señor bien podría estar vendiendo tomates a la salida del puente. Se quiere pasar de listo cobrándome un dinero que no debe ser, pero mis kilómetros y experiencias fronterizas me han dado la perspicacia de torear estos fieros animales. Informo que voy andando en bicicleta y ni mi casco, guantes y ropa de ciclista son suficientes para este individuo y así manda a uno de sus ayudantes, un desprevenido infante a corroborar dicha información. Se me tacha de hippie y malabarista, además de alegar intenciones de que me querré quedar en su país, nada de esto es cierto por supuesto, ni tengo profesión más que la de viajero ni pretendo quedarme en ningún lugar. Ante mi firme convicción obtengo mi sello de entrada, estoy en Bolivia.

Se abre esta primera calle como una piñata en un cumpleaños, hay niños, viejos, hombres, muchos hombres, siguen engalanando las mujeres con sus faldones, hay locales miles, hay mercancía que viene de no sé donde, falta la luz, estamos en Latinoamérica, no sabes a dónde mirar, todo punto se roba tu atención, las calles son de piedra, el comercio informal es el rey, esto es Villazón, la primera ciudad de Bolivia.

Aprieta el hambre y la oferta de comida no se hace esperar. Un hombre y una mujer atienden con su carretilla abarrotada de ollas en una acera. Diez bolivianos o 6 pesos argentinos, en las fronteras se juega con dos monedas. Una comida barata y abundante, aquí soy menos pobre pero igual de paria que todos. Arroz, fideos, ensaladas variadas, chuletas de cerdo, picante, mucho picante, todo en un mismo plato, estoy en otro país, un país más cercano al mío. En esa misma acera como sintiéndome uno más, no tendría porque ser diferente y como mi almuerzo.

No da para quedarse en este caos y los nuevos caminos bolivianos que sabemos difíciles plantean el mayor reto e interrogante a la vez. Vuelve a aparecer la figura mitológica del tren haciendo guiños. Bolivia no ha aniquilado el tren del todo, de hecho resulta uno de los medios más amables para acortar camino, quiero dar un salto hasta la ciudad de Uyuni y cuento con la suerte de estar a tiempo para ir a tomarlo, el tren espera allá dormido para remontar ese primer tramo Boliviano.
Entre los bultos de los locales que viajan en el, las mochilas de los siempre presentes mochileros voy colando mi bicicleta que se parapeta como otro objeto mas y vuelvo a subir a un tren, un tren que me sorprende por su pulcritud y buena atención. No hay que subestimar a los países y su gente, Bolivia tiene lo propio, su magia indígena y árida.

Solo serán nueve horas de viaje, unas con luz y otras en la noche para llegar hasta Uyuni. Vamos desplazándonos lento por tierras áridas y deshabitadas. Un hombre limpia periódicamente los pasillos del tren y quita el polvo que se va acumulando en el televisor que hay en cada vagón, si, hay televisión para el “disfrute” de los viajeros. Afuera poblaciones perdidas en el espacio se suceden con el paso de los kilómetros en esta agreste Bolivia y a cada tanto carreteras de piedra y arena se pueden ver a través de las ventanas que también se llenan de polvo. Me encantaba entrar así, de esta manera a mi nuevo país que era una total incógnita para mí, el último que me faltaba por conocer, más no el último por recorrer, mucho tenía que aprender de Bolivia.

Hace el tren su primera parada, es de noche en la población de Tupiza, muchos bajan, muchos suben, afuera los puestos de comida vuelven a rebosar los platos y el tiempo es justo para ir a llenar la panza. El tren hace su llamado no bien ha descansado y todos de nuevo acudimos a él.
No hay luz afuera por los caminos y se ha sucedido la noche, solo en las curvas la luz potente del tren ilumina las rocosas paredes de las montañas, nos dejamos abrazar por la noche y esperar nuestro destino. En la madrugada arriba el tren a buen puerto, todo está calmo, casi muerto y así es como llegamos a Uyuni.