Lo que yo quiero decir es América Latina...

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jueves, 4 de febrero de 2010

Montevideo, escuelas de Café.


En un libro de viajes las páginas sí que no suelen ser continuas. Aquí, para traer estas letras hubo un largo silencio de más de un año y para el cómodo lector no es más que la sucesión de capítulos, o kilómetros como lo es en este caso.

Escribo desde el otro lado del río de la plata lo que aconteció al otro lado. Todavía tengo en la piel y el corazón los recuerdos del amigo en aquella playa. Me fui abriendo camino a la capital, Montevideo, por una suerte de bellas playas y con la mar siempre de compañera. Me saludaba la blanca casa del pintor Carlos Páez Vilaró donde el color saluda de cara al mar y el blanco y el azul se funden. Visitantes ilustres como el gran Vinicius de Moraes fundieron copas hablando de la vida. Yo seguía mi rumbo buscando la mía. El camino no traía mayores problemas y rodaba con tranquilidad. En Atlántida, un pueblo costero, me detuve a mirar el mar y juro que me daban ganas de dejarlo todo y entregarme a las placidas olas. Mi compañera de dos ruedas me miraba de reojo y también descansaba.

Pocos kilómetros me separaban de la capital, de otra urbe, de otro centro. Previamente había hablado con quien me daría hospedaje, mi amigo Javier. “Venite por la rambla” me dijo. Ves entonces a la entrada de Montevideo una glorieta que te marca el rumbo, si quieres entrar hacia el centro o maravillosamente bordear la ciudad por la rambla, yo decidí lo segundo por un buen consejo. La rambla de variados nombres en todo su largo trayecto es como un gran malecón que bordea a la apacible Montevideo. ¿Porqué habrá ciudades con las que se hace más fácil conversar? O por lo menos escucharles sus profundos silencios y en ese acto establecer el dialogo. Así me paso con Montevideo.

Montevideo es una ciudad en la que se puede caminar y con la que se puede caminar. Como ir con un amigo mirando al frente, en silencio, y así decirlo todo. La Rambla, esa especie de malecón me fue llevando y no había forma de perderse. No es el mar con lo que te encuentras, es el inmenso Río de la Plata, una mezcla apacible de aguas formando tímidas playitas donde la gente va a encontrarse.

El Malecón, que mezcla mágica de rocas con miradores y aceras para caminar, montar en bicicleta, trotar o lo que sabe hacer muy bien este pueblo: tomar mate. Se ha regado bien la yerba por estas tierras. Inseparable mate y bombilla para conversar hasta que caiga el sol. Los veo por todas partes con su termito, es parte de ellos, no le puede faltar a un uruguayo, su mate y sus galletas. Lo vi, lo vi al loco aquel cebando mates en su bicicleta, ingenioso malabarista de la tradición. Qué bien sabe el mate en estas tierras. Aquí donde la gente sabe escuchar y es un absoluto ritual tomarse unos matecitos.

En la rambla hay gente por doquier pero hay tanto espacio que puedes encontrar tu sitio para posarte mientras cae el sol o hasta en la noche. La gran acera y la inmensa avenida son como un respiro entre el rio y la ciudad que toman distancia para convivir en armonía.

Recuerdo que ese primer día montevideano además del cálido abrazo de amigos que se reconocen por quien fuera muy bien recibido, una redonda y desbordante luna se alzaba en el cielo para mi deleite. Nos fuimos más allá en automóvil para coronar un pequeño cerro desde el cual se contempla la ciudad, otra cara de ella. Así deja uno la porción de rambla, se adentra por el salvaje centro y va viendo esos rostros de la noche y me cuentan de la realidad del “paco”, esa droga hecha de residuos que consumen ahora los jóvenes de estratos bajos, bajos precios para taladrarse la cabeza. Vamos subiendo por barrios populares y recuerdo el olor a pescado, no se porque pero todavía lo recuerdo. Luego estamos en el cerro, justo en su cima que tampoco es muy alta y da paso a otra porción de Montevideo. Con sus contradicciones de buena capital latinoamericana y un edificio que construyo la estupidez de ser más, otro juego político. Al fondo un pedazo de centro donde se deja ver lo mejor, es decir los muelles, el puerto donde anclan enormes barcos. Siempre trayendo sus historias del mundo. ¡Qué bellos que son los puertos! Son como almohadones donde reposan estos titanes después de la gloria de llevar el mundo a cuestas y atrás, más allá el infinito, el río que mas atrás conversa con el mar.

Tenía que vivir mi primer asado en estas tierras. Una reunión de hombres hambrientos alrededor de los leños y esa carne tan de aquí, las verduras bordeándola y todo tipo de asaduras también. Nos encontrábamos en un lugar desde donde divisábamos Montevideo, le veíamos la cara mientras había sol y luego veíamos como se encendían sus luces. Se derretía el sol en el rio de la plata. Aquí la carne esta mas allá del simple acto de engullir un pedazo de animal. Es la perfecta excusa para la reunión de amigos donde correo el vino y la conversación. Así voy entrando en los ritos de cada pueblo, comer un asado es uno de ellos.

El tiempo pasó y tenía que ir a conocer la otra cara de la ciudad adentrándome en su centro. Montevideo es una ciudad bien particular ya que se puede dividir en ciudad vieja y nueva. Justo hay una puerta que marca esa división. Una inmensa y antigua puerta que da entrada a la ciudad vieja, esa que desemboca al puerto. La puerta que en verdad es una construcción inmensa se encontraba en restauración, tapada por unos velos negros no me dejo verla tal y como es, había una foto de lo que fue y esa imagen me lleve. Me gustaba como iba todo en dirección al puerto y entre construcciones viejas y cafés se iba sucediendo la ciudad. Es imposible estar en esta ciudad y no pensar en tipos grandes como Onetti, Benedetti y para mí el más cercano Eduardo Galeano, ilustres habitantes de esta ciudad que escribieron sus historias en cuartos, en el exilio y sobre todo en cafés. A Galeano le encanta decir que su universidad fueron los cafés de Montevideo y que fue en sus mesas donde se hizo, escuchando historias y aprendiendo de los que las contaban. Lastimosamente eso ya no es tan así, veía los cafés desde afuera, no quería dármelas entrando y reviviendo viejas historias, los observaba como a una vitrina pero me gustaba pensar cómo sucedieron las cosas ahí dentro cuando tenían que ocurrir. Como se formaban folletines y futuros periódicos y revistas y como esos jóvenes hombres se la jugaban por un ideal y escribían desde la necesidad con todas las dificultades que representaba para la época, desde lo político hasta lo práctico. Sin embargo me picaba la curiosidad de saber que todavía el café al que siempre asistió Galeano se encontraba en funcionamiento como años atrás. Fui con mucho ímpetu a conocerlo y me encontré con que estaba cerrado, había ido en la noche y me dije que al otro día lo encontraría abierto, pero cuál sería mi sorpresa al leer el cartel que no había leído la noche anterior que anunciaba cerrado por reparación, próximamente reinauguración. Pase de nuevo como un obstinado al otro día porque no me cansaba de dejarme estar en el centro de Montevideo con sus placitas y sus corredores antiguos. El café seguía cerrado efectivamente, pero en el centro tenía una pequeña puerta abierta, aproveche y me cole pidiendo permiso. Es un café bastante pequeño, muy tradicional. En el centro había un par de hombres haciendo cuentas. Todas las sillas estaban sobre las mesas. Dale seguite, tranquilo, me dijeron. No lo podía creer, por fin conocía el café. Tenía hasta mas merito conocerlo así, cerrado, sin gente. Les conté del porque estaba allí, bueno igual también muchos persiguiéramos lo mismo y cansaríamos al pobre de Galeano perturbándolo mientras tomaba su café. Si, ahí se sienta siempre Eduardo, viene se toma un café y empieza a escribir, me decía el tipo. Cuantas páginas se habrán escrito en esa mesa, cuantas que nos conmovieron y nos siguen conmoviendo. Cuantos versos del libro de los abrazos se habrán gestado allí. Esa para mí era la magia del café.

En Montevideo dejaba un gran amigo de esos que reconoces apenas los ves, una de esas personas que en adelante cargaría en la mochila y de los que se siguen quedando con gran parte del corazón. Hombre de conversaciones mil, volcado a la literatura como un escape a la vida y músico para seguirle el ritmo a la misma.

Había decidió salir de Montevideo tomando el buque bus que cruza el río de la plata. Por cuestiones económicas debía aligerar el paso y saltar el charquito que divide estas ciudades. Salía en la madrugada, nunca había cargado a mi compañera de noche, ni siquiera dormí, seguimos derecho en esas conversaciones que tanto me gustan. Anómala hora de salida cuando todos duermen y un tipo mete su vida en dos mochilitas para seguir con su sueño. Javier me acompañaba a esa hora mientras atento y ayudándome cargábamos la bicicleta. Un abrazo y al buque por esas dormidas calles de Montevideo. Tranquila Montevideo, recordada Montevideo.

1 comentario:

Daniela Falcón dijo...

Que linda descripción de Montevideo has hecho... coincido con todo lo que has dicho.
Esa rambla interminable que invita a caminar por 100 años, el mate siempre preparado y dispuesto, con los bizcochos (acá les llamamos facturas)y los uruguayos con esa tranquilidad y predisposición para todo...
Montevideo se camina con tranquilidad, sin sobresaltos, como si siempre fuera verano.
Lamentablemente no pude conocer el Café Brasilero...

Un abrazo!!