Lo que yo quiero decir es América Latina...

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viernes, 20 de agosto de 2010

Bolivia, la frontera.

Hierven la mayoría de las fronteras. Esta se asemeja a un hormiguero. Desfilan diminutos hombres y mujeres por un angosto puente que solo ellos usan. Van cargando todo tipo de mercaderías, solo son bultos que corren raudos de un lado a otro. De Argentina a Bolivia, llevando lo que no hay de un lugar a otro. Un par de patitas que ves moverse en el calor de la mañana mientras golpea el viento que trae una ráfaga de frio.

Hay un puente, parece que siempre hubiera un puente que corta la geografía, me parece que esto ya lo dije, me parece que lo vuelvo a decir, yo me repito, el hombre se repite, los países se repiten, con distintas caras nos miramos pero igual nos repetimos. Hace rato no tenía una frontera con tanto movimiento, me viene a la mente Ciudad del este, pero la Quiaca tiene otra cara. Las mujeres con esos eternos faldones y esa piel negra mascando coca miran con ojos apagados. Rojo, amarillo y verde ondea en lo alto del puente y en algunos de los buses que se detienen en el. Por uno de estos buses los trámites fronterizos se hacen más caóticos. Una ventanilla, dos funcionarios, la gente que va y viene en un lentísimo devenir burocrático. Un angosto corredor y afuera los hombres como hormigas no paran de correr, la única ley de la frontera es la ley del dinero. Productos de un lado y del otro, la moneda de un lado y otra moneda del otro y el letrero de “Money Exchange” dibujado en hileras de locales. En cuanto andará el señor dólar por estas tierras. Anda bajo, anda alto dependiendo del punto de vista, dependiendo de la procedencia. Del otro lado del puente en esta nueva Bolivia para mi, tengo una bienvenida un tanto folklórica. No es la diligencia de otros países detrás de la ventanilla donde te estampan el sello. Este señor bien podría estar vendiendo tomates a la salida del puente. Se quiere pasar de listo cobrándome un dinero que no debe ser, pero mis kilómetros y experiencias fronterizas me han dado la perspicacia de torear estos fieros animales. Informo que voy andando en bicicleta y ni mi casco, guantes y ropa de ciclista son suficientes para este individuo y así manda a uno de sus ayudantes, un desprevenido infante a corroborar dicha información. Se me tacha de hippie y malabarista, además de alegar intenciones de que me querré quedar en su país, nada de esto es cierto por supuesto, ni tengo profesión más que la de viajero ni pretendo quedarme en ningún lugar. Ante mi firme convicción obtengo mi sello de entrada, estoy en Bolivia.

Se abre esta primera calle como una piñata en un cumpleaños, hay niños, viejos, hombres, muchos hombres, siguen engalanando las mujeres con sus faldones, hay locales miles, hay mercancía que viene de no sé donde, falta la luz, estamos en Latinoamérica, no sabes a dónde mirar, todo punto se roba tu atención, las calles son de piedra, el comercio informal es el rey, esto es Villazón, la primera ciudad de Bolivia.

Aprieta el hambre y la oferta de comida no se hace esperar. Un hombre y una mujer atienden con su carretilla abarrotada de ollas en una acera. Diez bolivianos o 6 pesos argentinos, en las fronteras se juega con dos monedas. Una comida barata y abundante, aquí soy menos pobre pero igual de paria que todos. Arroz, fideos, ensaladas variadas, chuletas de cerdo, picante, mucho picante, todo en un mismo plato, estoy en otro país, un país más cercano al mío. En esa misma acera como sintiéndome uno más, no tendría porque ser diferente y como mi almuerzo.

No da para quedarse en este caos y los nuevos caminos bolivianos que sabemos difíciles plantean el mayor reto e interrogante a la vez. Vuelve a aparecer la figura mitológica del tren haciendo guiños. Bolivia no ha aniquilado el tren del todo, de hecho resulta uno de los medios más amables para acortar camino, quiero dar un salto hasta la ciudad de Uyuni y cuento con la suerte de estar a tiempo para ir a tomarlo, el tren espera allá dormido para remontar ese primer tramo Boliviano.
Entre los bultos de los locales que viajan en el, las mochilas de los siempre presentes mochileros voy colando mi bicicleta que se parapeta como otro objeto mas y vuelvo a subir a un tren, un tren que me sorprende por su pulcritud y buena atención. No hay que subestimar a los países y su gente, Bolivia tiene lo propio, su magia indígena y árida.

Solo serán nueve horas de viaje, unas con luz y otras en la noche para llegar hasta Uyuni. Vamos desplazándonos lento por tierras áridas y deshabitadas. Un hombre limpia periódicamente los pasillos del tren y quita el polvo que se va acumulando en el televisor que hay en cada vagón, si, hay televisión para el “disfrute” de los viajeros. Afuera poblaciones perdidas en el espacio se suceden con el paso de los kilómetros en esta agreste Bolivia y a cada tanto carreteras de piedra y arena se pueden ver a través de las ventanas que también se llenan de polvo. Me encantaba entrar así, de esta manera a mi nuevo país que era una total incógnita para mí, el último que me faltaba por conocer, más no el último por recorrer, mucho tenía que aprender de Bolivia.

Hace el tren su primera parada, es de noche en la población de Tupiza, muchos bajan, muchos suben, afuera los puestos de comida vuelven a rebosar los platos y el tiempo es justo para ir a llenar la panza. El tren hace su llamado no bien ha descansado y todos de nuevo acudimos a él.
No hay luz afuera por los caminos y se ha sucedido la noche, solo en las curvas la luz potente del tren ilumina las rocosas paredes de las montañas, nos dejamos abrazar por la noche y esperar nuestro destino. En la madrugada arriba el tren a buen puerto, todo está calmo, casi muerto y así es como llegamos a Uyuni.

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