Lo que yo quiero decir es América Latina...

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viernes, 28 de mayo de 2010

Patagonia Compartida. Un pedazo de Chile, otro de Argentina.




Estos accidentes geográficos movidos al antojo del hombre y sus intereses, guerras y peleas me llevan a visitar la Patagonia chilena, porque Chile también tiene su pedazo de Patagonia.
Por lo recorrido con la Maleva, no desandar caminos y llegar a la Patagonia chilena, más exactamente a la ciudad de Punta Arenas tome un bus, lo cual confería pasar por los mismos lugares recorridos en dos ruedas, no se justificaba el desgaste mío y de mi compañera. Así volví a pasar por la primera angostura del estrecho de Magallanes, recordar buenos y duros momentos allí.

En Punta Arenas se puede apreciar el punto más ancho del estrecho de Magallanes, la ciudad con sus casas de techos de colores me recibe con su frio típico del sur. Un viento helado y constante. Espero en la plaza de la ciudad al amigo que me recibe, bajo la sombra oscura de la noche que cae y la figura incólume de un monumento a Magallanes. El hombre mira al cielo, a ese cielo que lo fue guiando para encontrar su paso así como yo he ido encontrando el mío. Lo interpelo en la espera, en la noche que se pliega a los pies de la ciudad, en estas bancas de parque que también saben tanto de historias. Los jóvenes se reúnen a montar sus patinetas, saltar muros, hacer figuras con sus tablas y los estudiantes, los eternos y enamorados estudiantes de colegio se prodigan el más puro e inocente amor acompañándome en la espera. Colegialas de falditas ardientes que no conocen de frio, vagos que buscan colillas de cigarros en el piso y apurados hombres que salen de sus oficinas, esa es la vida de una plaza.

Otro amigo, otra casa. Yo voy con mis historias instalándome donde el amor me deje. Estoy en Chile pero todavía no me siento en él, en ese país que es una incógnita para mí. Escucho sus voces y su acento particular, ya voy presintiendo otro país. Me dejo caminar por los vericuetos de la ciudad con sus botillerías, sus nigth club típicos de puerto donde los marineros buscan el amor y oscuras damiselas lo prodigan. Sus comidas nuevas para mí, la palta y el ají pululan en las calles, aquí me siento bien.

Vuelvo a saltar sobre la bicicleta para dirigirme a la ciudad de Punta Arenas, si es que el viento me lo permite. Otros vientos aún más agrestes que los argentinos soplan en estas tierras. El primer día no avanzo mucho y una olvidada estación de gasolina es mi refugio, hasta el viento impide que pueda cocinar, poner mi carpa y otras actividades básicas. Ya hasta había olvidado cuando el viento se pronunciaba y rugió, rugió con fuerza retándome, no dejándome pedalear, sentía que no llegaba, que no podía avanzar, eran solo 250 kilómetros para llegar a mi destino, pero volvía a transitar tierras inhóspitas, cuesta arriba, bordeando paisajes que ya cambiaban de color, entraba el otoño y las hojas caían, los campos se vestían de amarillo. Salí con fuerza en ese segundo tirón intentando avanzar pero el viento hacia lo suyo. Kilómetros más adelante, perdido en el camino y el velocímetro marcando un escuálido 6 kilómetros por hora, un enorme camión se planta a mi lado y desde adentro una voz me dice: ¿te llevo?, si, respondo yo con voz cansada, no hay de otra, ya sabemos que no me van los heroísmos. Un minúsculo hombre con la fuerza de diez más, levanta a la Maleva con casi todo su equipaje y la planta en la parte de atrás. Aquí empiezo a conversar con Chile a conocer sobre su gente que es la que hace los lugares. Como siempre el tema político se pone sobre la mesa, yo que quiero empezar a conocer este país pregunto. Si bien es cierto que Chile es uno de los países que mejor esta a nivel suramericano no deja de tener sus vacios y la gente lo siente. Este hombre me decía algo que me sorprendió y es que me decía, que aquí no hay clase media, o se es rico o pobre. Tal vez sea una aseveración algo dura pero desde su punto de vista tendrá su verdad. Lo que empiezo a palpar es la normatividad que rige a un país como Chile. El golpe de la dictadura dejo mella en su piel poniendo a marchar a sus ciudadanos sobre la norma, todo se cumple, todo se hace, no hay espacio para salirse de la raya. Me hablaba por ejemplo del poco, casi nulo nivel de corrupción de los policías; carabineros como los llaman acá, cuestión para poner en duda.

Así llegaba a Puerto Natales, ciudad chica y movida básicamente por el turismo, el de aventura, muy promulgado. Solo se veían llegar chicos europeos con sus mochilas creyéndose exploradores para ir a hacer las caminatas marcadas, los senderitos agrestes al parque nacional Torres del Payne, parque de singular belleza claro está. Ellos, audaces aventureros, se irían a internar 5 o 6 días para hacer todos los senderos, con sus equipitos de alta montaña, sus mochilas con todo lo necesario, sus viandas y víveres, sus cocineticas que no les permitirían morirse del hambre, todo por un módico precio, para ellos.

Por mi parte yo estaba en el gran dilema pues debía enfrentarme con la ruta 40 que atravesaba argentina en su parte más inhóspita, esto era lo que el camino me demarcaba, volver a entrar en tierras argentinas y trasegar por el camino más solitario de toda América del Sur, camino que hasta los buses esquivan, camino que pocos habitan.

Mientras esto sucedía en mi cabeza, salía por las calles de Puerto Natales a encontrar una respuesta de si cruzar o no en bicicleta esta ruta. Había que entender que ya llevaba dos años de viaje, que mi economía y mis equipos no se encontraban en las mejores condiciones y que esto me llevaría un tiempo y un esfuerzo largo. Salía a caminar con mi libreta y mi pipa para encontrar respuestas y juntar palabras. En esas largas caminatas me encontré con un espectáculo, para mí digno de admiración y de singular belleza. Me iba caminando al lado del estrecho y a su vera iban apareciendo pequeños barquitos olvidados, desvencijados, roídos por el tiempo. Un barquito aquí, un barquito allá, todos diminutos, pesqueros en su mayoría. Luego un pequeño puerto pesquero. Bello puerto, personal puerto, digno puerto. Solo los pescadores podían entrar en sus sagradas plataformas donde todas las barquitas se apretujaban, pegadas al mar, al agua, como bebiendo de ella. Humildes barcazas, como la humilde y sabia gente que las tripula, que las navega. Yo me moría de ir a su lado y escucharles sus historias, al menos escuchar sus rumores, como quien pone atención y trata de escuchar una conversación ajena. Pero no me fue posible entrar. Solo personal autorizado, me dijo el tipo desde su garita. Yo me quede como desde la barda, viendo los tranquilos animales retozar. No podía creer tanta belleza. Lo único que pude hacer fue disparar fotos con mi cámara de bolsillo para aminorar la melancolía y así tratar de llevármelos conmigo, sentía que había descubierto un tesoro que muchos de aquellos exploradores de paso no verían y mucho menos les interesaría.

Pero al lado de aquel mini puerto tendría mi recompensa, un cementerio de barcos, restos de pequeñas embarcaciones que en otrora navegaron y cuyos viejos mascarones reposaban ahora en tierra.

Nada más poético que los nombres de estos barquitos. San Pedro, Vuelvo por ti, Unión I, Maria Jose, Como pudiera. Nombres que golpeaban en mi cabeza como grandes campanas de catedral, resonando en mi alma. Pasee largo rato por entre esos cadáveres tan vivos como nunca, yo los sentía vibrar con toda esa sal de mar en sus viejas pieles. Algunos parecía que todavía se hacían a la mar, como si todavía tuvieran el coraje para remontar el océano y solo estuvieran descansando de una larga jornada.

Me fui de allí un tanto más feliz y en la banca de un parque escribí hasta que la lluvia me lo permitió, una de esas lluvias del sur que van y vienen. La escritura me trajo la lucidez para decidir lo que vendría en mi viaje. Pensé que me debía atrincherar por unos días en la ciudad e intentar conocer lo que hubiese a los al rededores de esta de una manera más sosegada, jugando un poco al papel de turista; que a veces hay que hacerlo, y luego por otros medios que no fueran las dos ruedas de mi compañera de viajes, dar un salto olímpico de saltamontes y pisar tierras chilenas, el sur y desde allí seguir como venía.

Vendrían entonces el parque nacional torres del paine en suelo chileno y el glaciar perito moreno en tierra argentina. Desde Natales me movería para conocerlos y luego partiría.

Una camioneta llena de gente nos conduce al parque. El frio nos cobija en esa mañana sureña, el guía va avisando por donde vamos transitando, contando sus historias mientras se dibujan las montañas a través de las ventanillas. Entramos primero a la cueva del Milodon, prehistórico animal que habito esas tierras, especie de oso gigante que se paseara a sus anchas milenios atrás. Cavernas donde cabe el mundo entero y ahora solo habitan el eco de las pisadas de cientos de turistas que las visitan.

Luego, el parque. Las Torres del Paine. Extenso parque, orgullo nacional. Todavía uno que otro Cóndor engalana los aires mientras nos adentramos por sus carreteras destapadas y a cada tanto nos saluda un rio, una laguna de verde esmeralda y de aguas salinas. Las torres no se dejan ver, esos tres picos que apuntan al cielo los cubre una bruma misteriosa, no todos los días ellos se muestran, se guardan algunos días celosamente, hay una complicidad entre ellos y la espesura. Seguimos avanzando y como corderitos tomamos las fotos que el guía nos sugiere, todos apuntan, todos disparan, ríen y perduran para la posteridad. Varias cosas me sorprenden en el parque, las naturales, la belleza de una cascada donde las aguas verdes pulen las piedras en un trabajo ornamental y laborioso. En este lugar como nunca antes; y eso que lo viví en carne propia y he hablado hasta el cansancio de él, el viento tiene la voz mayor, es el ojo del huracán, el centro. Arrasa, golpea, aniquila, te tira contra el piso, no te permite estar de pie, como si fuerzas demoniacas lo trajeran consigo. Habla, grita, aúlla, arremete contra estas pobres almitas que solo queremos ver la cascada. En ráfagas apocalípticas se presenta y nos inclina a los pies de la tierra como diciendo: besen a su madre, no se alcen en sus dos patas, sepan de donde vinieron. No hay árboles para asirse a ellos, solo unos diminutos arbustos con espinas que engañan cuando los tocas, es una perfecta trampa de la madre naturaleza, una enseñanza para quien sepa quién manda este juego y hacernos sentir lo pequeños que somos. Salimos de allí entre asombrados por el agua y aterrorizados por el viento. Lo otro que me había sorprendido fue que dentro del parque y en medio de la nada aparece un lujoso hotel. Que flamante se pasea el capitalismo robando espacio. Que pequeñas grandes victorias tiene en ocasiones.

Los caminos del parque siguen y entre mas ríos caudalosos vamos a dar a uno que nos muestra en una playa un par de troncos de hielo azulado. Yo que nunca había visto un glaciar, por ponerle un nombre a nuestro par de amigos, me maravillo y contemplo. Parecen espectros que brotaran del agua y que nada los tocara, ni el viento ni el tiempo, son como mármoles en bruto. Con esa imagen me voy del parque, como un calentamiento a lo que verían mis ojos posteriormente en tierras argentinas.

Viaje hasta el Calafate en suelo Argentino en otra excursión fugaz antes de partir del todo de Puerto Natales. Un fin de semana para conocer el imponente glaciar Perito Moreno. Otra de esas maravillas naturales que se deben conocer.

Ante las fuerzas de la naturaleza toda palabra queda pequeña y claro está que nosotros mismos quedamos pequeños, como des dibujados ante las pinturas de la creación. Como pensar una masa gigante de ¿Agua? Que ha quedado detenida por efecto de la congelación. Eso es el Perito Moreno. Hay que acercarse a él con timidez, es un animal inmenso que duerme, que se mueve desde adentro en un movimiento invisible a los ojos humanos. El hombre ha construido una plataforma para irlo tanteando desde la distancia, una plataforma que descaradamente se ha ido acercando cada vez más. El ya se ha cobrado unas cuantas vidas, recordando que hay que tomar distancia. Gruesos pedazos se han desprendido y una daga de hielo ha acabado con ciertas vidas, así es la naturaleza.

Al perito hay que irlo viendo por partes, no se nos muestra por completo. Va uno maravillándose con cada pedacito que nos da desde la lejanía. Esa organizada plataforma nos va acercando a lo que él se deja y luego de caminar un rato desde lo más alto que podemos llegar, pobres mortales, aparece en su extensión, la que nos dan este par de ojos. No cabe, no cabe en nuestra cabecita para verlo todo, hay que quedarse en silencio para verlo en su extensión que parece infinita, el va a esconder en las heladas montañas que cubre un poncho blanco y lo que se nos muestra son unos picos quietos que a cada tanto se van desprendiendo, se lanzan al agua, en un armonioso suicidio que los convierta en agua para cumplir el ciclo y volver de nuevo a sus entrañas.

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