Lo que yo quiero decir es América Latina...

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viernes, 28 de mayo de 2010

Ushuaia, Babel 3079.



¿Principio o fin? Con ese gran rotulo de “El fin del mundo”, la famosísima ciudad de Ushuaia se enclava allá, bien al sur del continente en las costas del no menos famoso Canal Beagle.
La vos gastada de Goyeneche canta…”Vuelvo al sur, como se vuelve siempre al amor, vuelvo a vos con mi deseo con mi temor, llevo el sur como un destino de corazón…”. Estando allí en ese lugar plagado de turistas europeos y estadounidenses, bajo la voz del cantor y con mis expectativas y vivencias por haber conquistado este sur, me preguntaba por las de ellos, en como asumirían este fantástico lugar. Ahora vuelvo a escuchar a Goyeneche, al Polaco, al de la voz de arena y siento que esa canción recoge mi sentir con este haber coronado al sur, coronado a mi manera, en esa forma humilde que tuve de ir acariciándolo desde Buenos Aires hasta acá, el sur argentino, siempre el sur.

Ya lo dice el Polaquito para traer estos, mis sentimientos con los que vengo al sur, ese sentimiento con el que se llega al amor; vaya usted a saber cómo es, cual es, ¿deseo, temor?...el sur es un destino, es el destino. Los vi desplazarse en sus terribles motos de todos los cilindrajes, vestidos con los más altos y especializados trajes, motos de todos los lugares del mundo con un solo destino: Ushuaia. Los vi en esos últimos kilómetros moviendo los pedales, luchando contra el frio y el viento, todo para llegar a su destino, desde los más lejanos confines: Ushuaia. Todos reclamábamos esa ciudad como destino, pero no sé si todos podrían decir como lo dijo Goyeneche, destino del corazón. Yo si lo sentía así, un destino del corazón que hace parte de esta Latinoamérica que sigo sintiendo tan mía cada vez que la recorro más, aunque en esta ciudad me haya sentido un tanto ajeno en términos de convivencia, no de geografía.

A Ushuaia la circunda un entramado de montañas que a diferencia de las de mi tierra se cubren con una fina capa, un manto blanco, una maraña de ternura que les da un toque angelical. Yo las vi desde lejos, inmensas, arrebatadoras, muchos kilómetros antes de llegar a la ciudad. En estos tiempos donde no son tiempos para llevar todo el ropaje blanco que las caracteriza en invierno apenas si tenían algunos manchones blancos aquí y allá, como si la nieve desordenada y juguetonamente callera donde quisiera, se posara en cualquier lugar de la piel de la montaña y así irse cayendo por el efecto de los parcos soles que a veces se suceden en esta temporada meramente nominal de verano que era lo que pasaba cuando llegue.

Los climas del sur son tan disimiles como aquellos que recuerdo del norte brasilero. Cuando llegue a Ushuaia el cielo se partió en dos y no me permitía ir a la ciudad todavía. Yo ávido por conocerla, palparla, saludarla tenía que esperar, allá en la parte de arriba, donde todavía no se divisa. Porque hay que decir que para llegar a la ciudad literalmente hay que bajar, bajar hasta la bahía donde se posa. Pero el tiempo, el clima después de dejarme penando me regalaba un flamante sol y me abría las puertas de la ciudad. Calles mojadas, charcos del inmenso aguacero. El fin del mundo está hecho de agua, liquida en su mar, su bahía, congelada en sus montañas donde se agrupan los cristales de nieve. Pero ahora había sol, ese sol que se abre paso en el sur y apenas calienta donde reina el imperio del frio.

Me despido del amigo que llega a su destino y quien sabe que vientos soplaran en sus caminos, parece que quiere navegar, llegar más lejos, más lejos aún de lo que en el fin del mundo se puede llegar. Porque aquí, en el fin del mundo se puede ir más lejos, porque el hombre siempre quiere más y más y no se conforma con el rotulo. Aquí se puede ir a la Antártida, cruzar en bote, barco o yate de lujo por altos costes y llegar al medio de la nada, al blanco final. Muchos lo hacen, muchos llegan con ese objetivo entre sus bolsillos.

Mi escasa economía no me permitía degustar de todas las mieles turísticas que les ofrecen a estos turistas que quieren hacerlo todo, comérselo todo, todo lo que les sirvan por supuesto. Pingüinos, canales, faros, botes, yates, caminatas seudo salvajes, excursiones “ecológicas”, todo todo en inmensos paquetes para conocer el fin del mundo. Mi ritmo como siempre va más lento y yo voy comiendo lo que aparezca, viajo para ver realmente lo que hay allí, citando a Kazantakis.
Me iba al centro de la ciudad como me iba por los barrios; los pocos, que también pertenecen a Ushuaia y no salen en las guías.

El centro de Ushuaia es una calle larga que hace las veces de centro comercial y aquí es donde aparece el titulo de este escrito, la Babel, babel congelada, el paraíso congelado como diría cierta canción de un grupo de rock colombiano…”la escarcha en las palmeras…y los pelicanos…, un paraíso congelado”. Hay miles de voces de otros lugares, lenguas, acentos, pieles, rostros que se confunden entre abrigos, suéteres, guantes, solo somos rostros. La oferta de vestimenta para el frio esta a la orden del día junto con los suvenires, si no puedes ir a ver un pingüino, cómprate uno de felpa o llévate la postal, o la camiseta que diga que habitaste el fin del mundo. Conocí quien fue hasta este lugar solo con ese fin, comprarse una camiseta alusiva al lugar y bueno, hay de todo.

Los otros barrios de Ushuaia que no son el centro turístico es donde existe la vida que discurre paralela a esos viajantes de paso. Donde la gente va a el trabajo y convive con el frio de las montañas y la visita en invierno de la nieve. Roberto, mi amigo que vive fotografiando aves, plantas y paisajes del fin del mundo, me contaba que cuando llego aquí hace más de veinte años su casa era una de las únicas de esta ladera, ahora detrás de la suya hay una casa verde que no nos permite ver la bahía, Roberto maldice ese verde hogar que un día apareció sin más ni más. Lo que si no se esconde desde la casa de Roberto son las gigantes montañas y allá donde me señala, el imponente glaciar Martial al que me encamino. Es una de esas maravillas naturales que todavía el capitalismo no puede explotar. Camino por el glaciar, rumbo a…no se la cima está muy lejos y no tengo equipo, solo quiero ir a conversar un poco con la nieve, palpar ese manto blanco. Voy subiendo con el cansancio propio de estos lugares donde falta el oxigeno y cada paso es un reto, no entiendo a los alpinistas, está bien, como alguien no entenderá a los que viajan en bici.
De repente empieza a llover, pero me percato de que no es una lluvia, no lo es. Finísimos copos de nieve se plantan en mi chaqueta, la nieve se me va instalando en todo el cuerpo, asisto a mi primera nevada y me quedo largo rato dejándome vestir con el manto blanco de la montaña, nieve, copos de nieve. El acenso debido a la fina lluvia y los juguetones copos de nieve se dificulta y forma lodo que hace que te resbales y ahora empiezo a entender a los montañistas, hay que llegar a algún lugar, para ellos la cima, para mí donde el cuerpo me lo permita. Llego a un finísimo lago y parece que es el fin de mi ruta he coronado mi cima, me creo Dios y hago mi primer muñeco de nieve, pienso en el Popol Vuh y sus hombres de maíz, así es como comienza la vida, jugando.

Tiene más que ofrecerme esta ciudad, AMIGOS, Leticia y Daniel, me llevan a conocer la mítica Estancia Haberton. Generaciones de ingleses instalados por años allí. Costumbres transmitidas de generación en generación, hasta el mismísimo Chatwin llego hasta aquí para hablar de ella en su libro “In Patagonia”, todo está detenido en este lugar, el té y las tortas, los cultivos y hasta la vestimenta de sus pobladores que se niegan a dejar su lengua y visten como granjeros. En el camino los árboles bandera nos saludan, postal de Ushuaia, esos árboles que el viento a peinado de una manera casi salvaje, inclinados, casi tocando el piso, aquí donde el viento es soberano, amo y señor.

El puerto, siempre el puerto, fascinante puerto donde duermen los gigantes, donde llegan y parten sueños, barcos enormes, botes pequeños, veleros mágicos. Me siento a contemplar el puerto a fumarme el puerto con una pipa llena de los tabacos argentinos y vienen a saludarme las aves que circundan el cielo de Ushuaia, se posan calladas y ruidosas cantándole al cielo. Cae la noche y las luces se dibujan en el agua, las de los barcos y los faroles, el sol se pone en el fin del mundo.

Pero todavía tengo que ir al fin del fin, al parque nacional tierra del fuego al kilómetro 3079. Me acompaña la Maleva y juntos nos vamos de camping. Hace un frio que congela los huesos pero que calienta el alma con esos paisajes majestuosos de lagos y caminos de piedra. Me saludan los zorrillos plateados y las liebres al lado de la carpa. Me ven cocinar y comer sobre una roca al lado de este pequeño lago, laguna esmeralda. Salgo en largas caminatas que me llevan al fin del camino, al fin de la ruta tres. Un cartel me avisa que aquí acaba todo, pero me gusta ver los finales también como principio. Ese cartel me hace pensar en los kilómetros atrás y no dejo de sentir alegría por ello. Bordeo un camino que me lleve más al fin, un sendero empantanado para ir a conversar con los patos que me miran con asombro, un hombre por estas tierras del fin del mundo. Allí vuelvo a instalarme y dejarme maravillar por el agua que discurre tranquila, saco mis zapatos y mis medias mojadas para sentir el frio en mis pies, camino descalzo por las rocas y subo a un minúsculo faro que me imagino se encenderá en la noches para iluminar la vida de estos parajes y marcarle la ruta a algunos barcos. Vuelvo al campamento para partir a la ciudad, no sin antes pasar por un lugar encantado en este parque, una casilla de correos, un hombre que se erige como gobernador de una isla y permite que mandemos postales a todos los confines del mundo. Hago lo propio e invoco a mi familia desde estos parajes, postales viajeras.

Uno de los atractivos de la ciudad paradójicamente es el presidio que se construyo en este remoto lugar. Los presos pusieron piedra por piedra y levantaron su refugio. Las paredes cuentan terroríficas historias de siniestros asesinatos y el frio se instala en las lúgubres celdas que ahora solo guardan voces encastradas en las piedras. Cuando el sistema no sabe qué hacer con los hombres se inventa estos lugares para salir de sus problemas. Como figurines, en uno de los pasillos del presidio y para deleite morboso de nosotros los turistas, se instalan las figuras de presos famosos, su soledad y su miedo se ve reflejado en las caras de esos maniquíes que sufrieron las inclemencias del lugar. No puedo olvidar la figura de ese anarquista al que sus hermanos lograron sacar con todo tipo de piruetas, las fraternas cartas que mandaban sus camaradas y la dignidad con que llevo su encierro. Todo por el precio de la libertad que tanto cuesta.

Así quedaba para mí en el recuerdo esta blanca ciudad donde me abrazo la nieve, el puerto, las montañas, los amigos y donde sigo pensando que el fin del mundo no es nada más que el principio.
Volvamos a cantar al polaquito diciendo ahora: “siempre…volveré al sur como se vuelve siempre…”

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