Lo que yo quiero decir es América Latina...

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viernes, 18 de junio de 2010

Dos ruedas para Chilito.

Por no cruzar la desolada ruta 40 en Argentina, un bus me trasportaba desandando los pasos que había hecho en bicicleta por la Argentina hasta mi nuevo país, Chile. 32 agotadoras horas saltando de país en país, para sentirme entonces de verdad en Chile.

Llegaba a la ciudad de Osorno, en el sur y entonces las cosas cambiaban. Los rostros, las calles, la economía, todo me indicaba que estaba por fin en Chile. Si bien es cierto que habite la Patagonia chilena, esos lugares apartados de nuestra América en cada país, parecen que nos hablaran de distintos países al interior de cada uno y por supuesto Chile con su forma de columna vertebral no era la excepción. Ahora me sentía en el sur, al interior de este país que se presentaba como una incógnita para mí. Los versos de Neruda, la lucha de los indios Mapuches, la danza de la cueca, era someramente lo que sabía de este hermano país.

América latina tiene infinitas caras, pero en este recorrido en bicicleta por ella puedo establecer dos bien marcadas. El atlántico nos habla del Caribe en la parte sur, hasta las costas brasileras, y luego ese sur un tanto europeizado, después y es donde me encontraba ahora el rostro mestizo de América, de aquí hacía el norte vería la cara indígena que nos habla de otra condición, otras costumbres.

Aturdido por el largo viaje en bus; cuestión anómala en este viaje, me di unos días a descansar en Osorno para remontar Chile. Quería empezar a oler la ciudad, degustarla, parparla en la forma que me gusta hacerlo, ir a su centro, ver rostros y escudriñar calles. Una pensión fue mi refugio, mi trinchera. Albergue para estudiantes y viajeros de paso, casa extraña entre familiar y de nadie. Me permitía cocinar para sobreponer el duro golpe que fue el cambio de economía, ya que Chile se me presentaba como el país más costoso del continente. Abrumado en un primer momento por los altos precios de la comida cocinaba mis sencillos platos, pero luego fui encontrando esa cara amable de cómo se juega en Latino América. Mercados populares, plazas llenas de puestos de comidas donde los precios son favorables y la oferta amplia. Los mariscos bañan a Chile y engalanan los platos. La palta; aguacate como lo llamamos en mí tierra, y el ají picantísimo acompañan todos los platos de Chile, así que me sentía en casa, llenándome de Paltas y poniendo ají a todas mis comidas. Percibía ese sabor supremamente popular en las calles de Osorno, los estudiantes, los cientos de estudiantes en la plaza principal, la vida lenta y tranquila de una ciudad que sabe andar despacio aunque a veces se vea invadida por eso que llaman progreso y los centros comerciales empiecen a invadirlo todo, pero entonces su mercado principal en el que encuentras la vida en toda su expresión se mantiene tan vivo y no se puede dejar de beber de él. En ese mercado me alimente un par de veces para comer exquisitos pescados y sopas, en ese mercado encontré sastrerías que remendaran mi roída ropa, en ese mercado corte mis cabellos, por eso digo que en ese mercado estaba la vida entera. Cada pasillo, cada sector era un mundo nuevo, comidas, víveres, artículos para el hogar, todo en esas puertas que se abren en la mañana y dan de comer al pueblo.

Aprovechaba esos tranquilos días en Osorno para escribir lo que me había dejado el sur argentino, ese frío recorrido de la estepa. Volvía a la plaza a ver la vida lenta, a escuchar el canto chileno de estas nuevas voces para mí y su particular acento que no se parece a ningún otro y que al principio cuesta entender. Pienso en la sentencia de Vallejo o del mismo Pessoa que la dijo antes, el colombiano por su parte diciendo que su patria es el español y Pessoa que no se cansaba de repetirnos que su patria era la lengua portuguesa. Pero estas patrias nuestras son rebeldes, juguetonas, bastardas, cambiantes. Esa lengua no se deja aprehender y te extravía, te despista, pero luego la tomas entre las manos y las haces tuya y de nuevo estás en tu patria, en mi lengua.

Llegaba el día de partir al norte, hacia arriba, a comerse Chile de muchos bocados. Qué bien se dejaban recorrer estas hermosas carreteras. Nunca me desvíe de la autopista y aunque el paisaje no cambiaba mucho, no dejaba de sorprender. Cada país de nuestro continente se ufana de tenerlo todo bajo su territorio y es cierto. Chile se debate entre la montaña y el mar. Desde cualquier punto todo está cerca.

Ese día que salía de la ciudad un frio amagaba con opacarlo todo y la mañana se cubría con un manto gris que luego el sol fue corriendo. Me dejo ver entonces esas hermosas cordilleras Chilenas, esas impresionantes montañas y algunas veces volcanes que se cubren en la punta con la bella nieve.

Con buen espacio al lado de la carretera que me cubriera de los voraces autos y una pista llana, la Maleva y yo rodábamos sin mayor preocupación ni prisa, como nos gusta. Cumplía con mis kilómetros diarios y jugaba a meterme en algún pueblito. Ahora era Máfil. Un pequeño lugar dividido en dos por los rieles del tren, ese tren que también aquí aniquilo el estado. Rodaba buscando un espacio y nada aparecía, a pesar de que en los lugares chicos siempre es más fácil buscar un espacio solidario. La estación de trenes se presento como la mejor opción. Las viejas maquinas que según me decían llevaban reparando hace años ocupaban el mismo lugar, ya no atravesaban Chile como solían hacerlo, ya no viajaban hasta el sur con precios favorables para el pueblo, llenando de vida cada pedacito de Chile, a nuestros dirigentes eso no les importa, un medio amable, económico y favorable al ambiente parece no importar mucho. Igual en aquella estación los vigilantes hacían los turnos y cuidaban aquellas maquinas y la vieja estación todavía tenía pintura fresca en sus paredes. Había pedido un espacio para mi carpa y me terminaron ofreciendo un colchón y un cuarto, era más de lo que podía pedir. Amables hombres me trataron con cordialidad y en la noche me regalaban su conversación, historias y palabras, se sentían felices de que pisara su país y querían regalarme todo, nuestra lengua fue nuestro mayor vínculo. Hasta me proponían que me quedara más tiempo en aquel lugar, así me empezaba a abrazar Chile.

Seguí rodando para parar en una ciudad grande donde me esperaban amigos. Temuco sería mi destino. Entraba tímido en el juego de las avenidas y los autos, pero al fin y al cabo no era una enorme ciudad. Una nueva casa, sus costumbres su tradición. Casas viejas donde la chimenea se mantiene encendida para espantar el frío, olor a leña y madera, olor a campo al interior de la ciudad. Con mi anfitriona salimos a caminar la ciudad, pasear a los perros y nos encontramos con un evento que mueve mis más viejas fibras musicales. Un concierto de hardcore punk para ayudar a poblar de libros una biblioteca de barrio. La música es una de las más bellas artes; tal vez la más diría yo, y un instrumento directo de expresión. En cada ritmo hay algo de rebeldía y de denuncia y es bien sabido que el Punk ha tenido esa consigna desde su nacimiento. Estos tipos rasgando sus guitarras desafinadas, el mal sonido de los amplificadores, la pésima acústica, el sonido primario de este fantástico ritmo que acompaño mis más tempranos años en la Medellín punkera, me trajo frescos recuerdos de cuando yo también hacía lo propio con mi banda de hardcore “Mancha Roja”. Cantando, denunciando, gritando todo con rabia e ira. Veía en estos chicos que las cosas no han cambiado y que por suerte se sigue gritando en cada rincón donde haya algo de conciencia. Ellos hablaban de su realidad que en nuestro continente no dista mucho la una de la otra en nuestras desgracias de dirigentes corruptos y ladrones nos reconocemos, en el aniquilamiento de nuestra memoria más fuerte, los indígenas, tristemente también. Ellos hablan de la lucha del pueblo Mapuche y mezclan instrumentos tradicionales entre los básicos acordes del punk, dos chicos rapean bajo la estridencia de los tarros que cada vez aumentan la velocidad.
En Temuco hay espacio para ir al campo, probar la chicha, que a diferencia de la nuestra no está hecha de maíz si no de las frutas propias de la región, en este caso de la manzana. En Temuco no fui a su centro, no sé porque, se me paso. Luego de que supe que allí paso sus primeros años, uno de los más grandes poetas de nuestra América, el chileno y universal Pablo Neruda, me dio un poco de tristeza no haber recorrido esas calles que fueron creando el carácter del poeta.

Paso por pequeños pueblos de nombres que me llaman la atención por su profundo carácter indígena, como Collipulli, hago noche en una estación de servicio cobijado por grandes volquetas, una estación de servicio de origen colombiano y me doy cuenta como se extienden los tentáculos de la patria.

En mi próxima ciudad comienzo a ver los estragos del terremoto que removió el país meses atrás. La tierra habló, movió sus entrañas para avisar que está viva y que ella tiene la última palabra y no el hombre que la cree dominar.

Antes de llegar a Los Ángeles la carretera ya me mostraba las fisuras del estremecimiento terrenal. Había un desvío a cada tanto y algunos puentes cedieron al movimiento telúrico. Pero ya en la ciudad la realidad era otra. Las viejas construcciones de tapia cedieron y muchas vinieron abajo. En otras se notaban profundos resquebrajamientos en sus paredes y en otras más solo había que esperar con mucho cuidado a que cayeran. Todavía se sucedían replicas y el miedo acechaba.

Los amigos seguían abriendo puertas para probar a Chile con ese gusto a picante, licor y verduras. Maravillado por sus mercados populares siempre iba en búsqueda de ellos, de este nos llevamos un jugoso queso, fresco y barato. Las jarritas con el ají casero, verdes, rojas, grandes, pequeñas, desafiantes, frutos endiablados para mover el espíritu de una buena comida o que decir de esas verduras que son un enigma agolpadas en bultos.

En los Ángeles volví al campo, a la casa de mi amigo que vive cerca de allí, a pasar un día como se debe, con la paz que da la naturaleza de esa gente que no sabe de correrías, de afanes. En esas veredas vive gente que constantemente va a trabajar a la ciudad, no son más de 20 kilómetros, han decidido no sucumbir ante los supuestos encantos de la urbe y viven en su santa paz.

La casa era pequeña, humilde pero llena de amor y con todo lo suficiente para no salir del lugar. Mi inocente amigo me mostraba los frutos dados por la tierra, para él era natural aquello de las nueces, membrillo, variedades de uvas, manzanas, peras, mandarinas que crecían desaforadamente sin mayor ley que la de la naturaleza. Yo le decía que vivía en un paraíso.
Quienes tenemos que lidiar con la ciudad y yo que las mas de las veces por la forma en que como viajo me proveo de muchas frutas como fuente de energía vemos aquellos espacios como lugares de ensueño. Allí las manzanas caían porque no hay quien las recoja y son un festín para los alados pájaros que tiene en ese lugar un corno de la abundancia. Las nueces que valen una fortuna en cualquier mercado se lanzaban de los árboles para ser abono de la tierra. Nunca había comido tal cantidad de frutas, picaba todo como un pájaro también. Le daba dos mordiscos a una manzana y luego probaba el membrillo que indiscutiblemente tiene mejor sabor en el dulce. Pasaba a las nueces que me daban problemas con su coraza y luego una deliciosa recompensa se encontraba en su interior, como un pequeño tesoro proteico. Probaba todos los tipos de uvas, además que estábamos en cosecha y me volvía loco con los colores, tamaños y dulzura de esos frutos báquicos.

A veces las bicicletas vuelan, no solo ruedan al ritmo de los pedales. Cuando el viento se pone de nuestra parte salen alas de las alforjas y los autos no entienden que pasa. El trayecto de Los Ángeles a la ciudad de Chillán resulto casi automático. Los kilómetros pasaban raudos en el velocímetro y las montañas nevadas a lo lejos a penas si se dibujaban a mi paso. Son esos días que pareces de otra raza y la bicicleta tiene algo de Pegaso, zumba el viento detrás de las orejas y te cuenta que va contigo. Así de un momento a otro se dejo ver la ciudad de Chillán.

Esta vez una hermosa familia me acogía de nuevo como a uno de los suyos. Acostumbrados estaban estos a los locos de la bicicleta. Me entero que meses atrás un par de colombianos bicicleteros hicieron lo propio parando en la misma morada. La familia guardaba un libro que todos los viajeros que por allí pasaban iban firmando con gusto y no podía uno hacer menos de la manera en que éramos tratados por ellos, como siempre la palabra se queda corta cuando la solidaridad y el amor la supera.

En Chile es bastante fuerte la tradición de esa comida que va entre almuerzo y cena, que en los diferentes países tiene muchos nombres. Me asombre de que aquí tuviese el mismo nombre que en la ciudad de Bogotá, las onces la llaman ellos. Y como no recibir a este viajero con unas buenas onces en un sitio típico de la ciudad, lleno de tiempo y recuerdos. Los estudiantes, en su mayoría universitarios acuden a tomar un buen vino chileno que bien saben hacer en estas tierras. De entrada esas empanadas con buen picante, de tomar, una bebida que habla de la realidad del país, un pueblo que se burla de sus desgracias naturales. La bebida se llama “terremoto”, es un vino local con una bola de helado que se la va comiendo la uva. De pronto llega un enorme plato a nuestra mesa, la famosa “Pichanga”, una suculenta mezcla de papas fritas, con carne, salchichas, queso, aceitunas y palta, algo bien propio de aquí.

El mercado central de Chillán tiene renombre y no es para menos. Hay que perderse por sus pasadizos de artesanías, patios de comidas, verduras, frutas, especias, granos, flores, artículos variados, todo, todo se encuentra en ese lugar. No me quedaba de otra que sentarme en alguno de esos puestos a mojar la tarde con una enorme cerveza chilena y luego comer un perro caliente, completo como lo llaman aquí, cubierto de palta y tomate y como no, el ají, ese que cuelga en enormes gajos por todo el mercado. Dos hombres en la mesa de al lado interpelan a la vida con una guitarra en mano, mientras hablan de mitos griegos entonan una canción en el medio y saludan a las damiselas de paso, algunas de ellas se ven seducidas por los acordes de la guitarra.

Las eternas partidas me llevan a otra ciudad mientras que las fuerzas sobre la bicicleta se mantienen y a veces me dejan hacer jornadas olímpicas, esta vez y contra todo pronóstico de 165 kilómetros hasta la ciudad de Talca.
Aquí ha golpeado mas el terremoto acabando con muchas edificaciones del centro. En las aceras todavía se ven y se verán por algún tiempo los escombros de lo que se derrumbo. Chile se levanta con dignidad de esta catástrofe pero cuesta. En algún momento por esta tragedia pensé en no rodar por estas tierras, temía que el ánimo estuviese como sus casas, abajo, pero no, el pueblo chileno es un pueblo cordial, sin mucho jubilo la verdad, pero siempre con la palabra justa para acoger al errante. Aunque a estas alturas todavía la tierra se movía, habían replicas esporádicas y la gente se iba acostumbrando tomando sus precauciones. Aquí viví una de ellas. Fue en la madrugada y de no más de tres segundos, un ligero remesón. Pensé entonces en cómo fue aquello que duro tres minutos, tres minutos apocalípticos para muchos chilenos.

El camino me ponía ahora en una de las regiones vinícolas por excelencia de Chile. Yo miraba atónito desde la bici esos enormes sembrados de uvas que se perdían en la lejanía, jamás había visto algo igual. Organizados racimos colgaban de los parrales de los más diferentes colores, unos rojos, otros verdes y otros por efecto del otoño en unos hermosos ocres.

En la ciudad de Curicó los bomberos volvieron a ser mi refugio. Estos alegres hombres no vieron problema en acoger al viajero y brindarle una posada. En Chile los bomberos son voluntarios, sin mayor apoyo del estado y uno de ellos me decía que era mejor así, cuando las cosas se hacen de corazón. Sonaba esa ensordecedora alarma y entonces dejaban lo que estuvieran haciendo y acudían al imprevisto, siempre dispuestos, atentos a solucionar problemas de cualquier índole.

Ya cerca de Santiago, la flamante capital, en la ciudad de Rancagua tuve uno de los mayores regalos que me fueron dados. Pensé que me iba sin poder conocer un viñedo, pero la suerte que esta siempre de mi lado hizo que parara en casa de un amigo cuyo trabajo consistía en ser guía de uno de estos frondosos viñedos chilenos, uno de los mejores vinos del mundo. Allí en esa inmensa casona con parrales extensos luego de degustar un buen vino me vinieron estas palabras que recogía en mis libretas de viaje:

Colchagua se llama el valle. Aquí me trajo el camino y la amistad, la hermandad de la uva de esos viñedos que veía desde la carretera y que ahora estoy viviendo en carne propia. Apostado en una banca de esta fastuosa hacienda que se hace tan mía como las tierras que he venido conociendo. Se me abrieron las puertas de este viñedo y por sus senderos volcados de pequeñas frutas camine. Temporada de uvas, diminutos círculos morados y verdes que posteriormente el hombre; que cuando quiere y puede ser sabio y bello, transforma en esa bebida majestuosa, el vino. Hectáreas de parras frondosas que dejan colgar sus racimos de uvas, campos que se extienden hasta donde alcanza la vista, laboriosos hombres y mujeres el divino fruto en néctar jugoso y embriagante para el deleite terrenal. Experiencia mágica, divina, embrujada que se esconde en esas hojas que ahora el otoño decolora. Ahí está el vino, en estado puro. Luego viaja hasta la mesa y un sabio gurú nos comparte su conocimiento, entonces la bebida cobra sabor, aroma, cuerpo, vetas, fragancias que nunca antes experimente y aquella sentencia cobra aún más fuerza: “la felicidad solo es verdadera cuando es compartida”. Una mesa redonda, tres nacionalidades, muchas copas, un solo continente, el mismo, el único, América Latina, esta vez brotando de las entrañas de esta tierra chilena. Embriagaba más la buena conversación y la risa que va soltando la uva y sobre esa mesa se ponen sueños, se abren mas caminos y reina la paz que dan los frutos de la tierra. Esos toneles guardaban el fruto de la felicidad, la amistad que se añeja y madura como la vida misma. Aquí en el epicentro mismo donde la tierra unos días atrás se estremeció, el espíritu de la uva sigue intacto para mostrarnos su verdad, humilde fruto que ha perdurado por siglos y aun se mantiene inquieto. Larga vida a la vid de las tierras chilenas, larga, perdurable y jugosa.

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