Lo que yo quiero decir es América Latina...

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miércoles, 30 de junio de 2010

Santiago y Valparaíso

Otra gran ciudad, otra capital. Todavía me rezumbaba en el alma el rugido furioso de Buenos Aires, mi última capital. Todavía tenía en la piel los arañazos de fiera que me había dado y ahora retornaba a otra gran urbe sin saber que me esperaba.

Santiago es una mujer de piernas larguísimas. Fui entrando a ella por sus piernas, que son unas grandes avenidas que ni siquiera te dan la bienvenida. Piernas largas de mujer engalanada, piernas que nunca se acaban. Plantas, pantorrillas, unos muslos fuertes donde ya se sentía el agite de ciudad y luego, luego unos túneles luminosos de ciudad cosmopolita. Si las avenidas son piernas, los túneles son como un sexo oscuro al que retornas, un hueco cálido lleno de ruido, de autos que te quieren comer, una luz esperada al final. Así salía y entraba definitivamente en Santiago.

Todas estas capitales son como monstruos que no se muestran a la primera. Van dejando ver sus caras, sus múltiples caras, las de terror, de pánico de la periferia casi siempre con sus cordones de miseria. Estas grandes ciudades no comienzan en ningún lugar, se van dando así de repente. No son como esos acogedores pueblos perdidos de los caminos que con un humilde letrero te avisan donde estas, no. Aquí tienes que dar por hecho que ya has llegado, que estas adentro, que ya no puedes salir, caíste.

Me vi en uno de esos barrios de la periferia de Santiago pensando que ya estaba adentro y todavía me faltaban kilómetros y avenidas. Un leve temor me invadió pues como ya dije, nunca entras por la mejor cara de la ciudad. Entre por la parte sin maquillaje de Santiago, una mujer despintada y trajinada por la vida. Tuve que saber que me faltaba algo para ir a su centro y los buces me fueron zumbando casi llevándome con su ritmo frenético a donde quería ir.

Centro, caos, ventas, avenidas salvajes, gente corriendo maratones, miradas perdidas, iglesias, edificios mirando al cielo, parques con vagos, parejas furtivas, publicidad por doquier, había llegado a Santiago. Esa ciudad que como dice Neruda es una ciudad prisionera, cercada por sus muros de nieve. Y claro están los cerros que cuando el smog lo permite y se va, los deja ver, a veces en esos días de frio donde los cubre todos.

Instalado en la banca de un parque, al lado del instituto de bellas artes, bajo el asombro de que allí sobreviviera una escultura de uno de los artistas de mi tierra, Fernando Botero, ese que llena con sus voluminosas formulas el mundo entero, esperaba mientras mi anfitriona llegara a su casa. Yo que soy experto en ir dejando pasar el tiempo amasaba minutos en aquella banca, comiendo las paltas donadas por mi tan generosa familia, huevos duros, pan, atún, todo un gran picnic sobre ruedas y en aquella espera una chica que pasaba con su bici, saco de su mochilita una preciosa flauta traversa y me regalo unas notas.

Llegada la noche estaba de nuevo en un hogar. Cálido como todos los que abren sus puertas. Una mujer diminuta, bella, tranquila, una paz brotando de aquella morada, de la fantástica música que salía del estéreo, un caldillo de salmón con la mejor charla y todo mojado por el mejor vino del mundo, el chileno por supuesto.

Y bien, un día nuevo para sentir la ciudad. Meterse de lleno con dos patas y dejar las ruedas para convertirse en transeúnte anónimo. Nada más que una libreta y una escueta cámara fotográfica para pescar algunos peces de letras e imágenes. Siempre al centro del centro. Ahora las llamamos “Plaza de Armas” en este lado del continente. Plazas enormes donde se fundaban las ciudades. La gigante catedral que da sombra a mendigos, putas, vagos, desempleados, oficinistas que pasan raudos al medio día en busca de su almuerzo, vendedores ambulantes, comediantes locales que no paran de disparar chascarrillos todo el santo día y por supuesto, nosotros, los anónimos sin máscara. Volvía a ser la hormiga de la manada, la abeja obrera del panal, me parapetaba tomando fotos de lo que me parecía particular, como los jugadores de ajedrez del centro de la plaza, con su espacio dispuesto para ello o las esquinas ya sea con inscripciones históricas o pintadas contestarías. Así me iba de calle en calle mirando fachadas coloniales, entradas de museos que no habitaba, porque para mí la verdadera historia es la que se está dando ahora, es decir, en el momento que yo paso y mi viaje es por gentes y sucesos cotidianos.

Me gustaba ese frio de otoño en Santiago, sus ventas de completos italianos engalanados con palta calmando el hambre de tantos, barato alimento para el pueblo y claro esta yo como loco consumiendo de aquello.

En el centro político de la ciudad todavía estaba el palacio de la moneda y a quienes nos gusta la dignidad no podemos pasar por alto los hechos del grande Allende que desde allí soporto los embates del imperialismo bruto y salvaje hasta que le sobrevino la parca en oscuros hechos.
Por invitación de mi anfitriona volvía a montarme en dos ruedas para ir a mirar la ciudad, ahora de noche. Cuento con la mejor de las suertes al tener como amigos a gente que quiere mirar el mundo de otra forma, y en dos ruedas sí que se le puede mirar bien.

Empieza la mejor de las guías, la mejor de las noches, la mejor de las compañías. Bares, calles, barrios, pedazos de historia se me van abriendo con mi compañía. Un local típico, “La piojera”, para comer unas empanadas de pino, acompañarlas con un huevo duro, aquel coctel llamado terremoto con esa bola de helado flotante, como flota el humo de los cigarros en todo el local que entre jóvenes y viejos rasgan guitarras y entonan canciones hasta al delirio alcohólico.

La noche discurre entre el barrio Brasil, el concha y toro con su plaza de la libertad de prensa, plaza adoquinada con pequeña fuente en el centro para mojar la noche. Después, la “peluquería francesa”, que entre cabellos en el piso y figuras en las paredes nos ofrece un delicioso “Pisco Sour”, trago que se sigue debatiendo la autoría entre Chile y Perú, pero eso aquí no importa, América latina es una sola. Siguen los barrios, ahora el más antiguo, el Yungay de la época de la Colonia, luego de todo esto hay que llamar a más amigos y como el espíritu está arriba hay que moverlo con el baile. Hace aparición la cueca, baile tradicional, alzamos los pañuelos y zapateamos el piso, mientras truenan las guitarras, el piano, la caja, el acordeón y canta todo chile, así termina una bonita noche.

Con la Maleva, que sigue de curiosa como yo, vamos al día siguiente al Cerro San Cristóbal para mirar a la ciudad desde arriba y atraparla en su extensión hasta donde alcance la mirada. Todos esos hombres y mujeres deportistas, junto con familias enteras suben el cerro para apreciar la ciudad, yo lento muy lento corono los 4 kilómetros hasta la cima. Santiago se abre desde allí y es imposible abarcarla toda, tremendo animal. Una virgen abre los brazos en el cerro saludando la ciudad, tomo un mote con huesillos para refrescar la jornada, pienso, miro la ciudad y vuelvo a bajar raudo esos 4 kilómetros.

Tengo una visita pendiente, “La Chascona”, una de las casas del poeta Pablo Neruda, una de esas casas que construyo la palabra, la poesía. Esas casas no son más que un homenaje al juego, a la amistad, al mar. El marinero en tierra, como se hacía llamar el poeta juega con el diseño para construir una morada en la cual seguir jugando y descansado su amor con Matilde. Pasadizos, bares, escaleras que van de un lugar a otro, nada estructurado como la vida del poeta. Hermoso lugar en el cual perderse. Objetos de todas partes del mundo con el mejor gusto adornan la casa, esa que la dictadura en los últimos días violo y violento, esa en la que su gran amor Matilde vivió hasta los últimos días sobreviviendo con estoicismo la ausencia del poeta. Neruda visionario la construyo en el que ahora se dice, es el barrio “Bohemio” de Santiago. Barrio lleno de bares, talleres que emulan lo artístico y calles llenas de grafitis y pintadas con frases del poeta, el barrio Bellavista.

Así paso Santiago por mi piel dejando una marca imborrable y un amor duradero.

Hablemos de Valparaíso…

Yo no llevo guías ni me lleno de información sobre los lugares que voy a visitar, son las voces del camino que me van contando con lo que podría encontrarme y mucho se me dijo sobre esta ciudad, pero no sabría que esta era otra de las que se quedaría con un pedazo de mi corazón del que ya va quedando poco o casi nada pues América Latina con sus espacios y gentes se lo ha quedado todo.

Tengo que citar de nuevo a Neruda para introducir a Valparaíso cuando dice de esta que, “abre sus puertas al infinito mar, a los gritos de las calles, a los ojos de los niños”. Mar y cerros, así escuetamente se podría definir a Valparaíso. Y digo escuetamente porque pos supuesto es mucho más que eso, pero esos dos factores son lo que primero te cautivan y de allí parte todo para definirla.

Nace en el mar, en el infinito océano pacifico y se dirige hacia el cielo por sus escaleras todas y los ascensores que van hasta las casitas de sus cerros. Decenas de ascensores empinadísimos, viejos y todavía supremamente útiles y bellos nos llevan a otro punto de la ciudad.

Contaba con la inmensa suerte de tener todavía a mi compañera santiagueña como la mejor de las guías para recorrer ahora a Valparaíso y juntos nos fuimos a perder por la ciudad para escudriñarla todo lo que fuera posible en un día. De un cerro a otro, del centro a un ascensor, a un bar, a otro más, al puerto, a la cercanía de la noche, así se nos fue pasando el día.

Del cerro Barón al túnel del cerro Polanco; como aquel personaje de Cortázar en su “62 modelo para armar”, túnel oscuro y húmedo que te lleva a una puerta de un ascensor rayado por el tiempo. Un buen hombre que oficia la ceremonia de ascensión todos los días con una sonrisa nos lleva a lo más alto y entonces una de las miles de ventanas de la ciudad se abre. Casas de colores, humilde ciudad que mira al mar, callejones pequeños que suben y bajan son el preámbulo del día.

En el cerro Bellavista esta el museo a cielo abierto, que no deja de ser otra cosa que las mismas bellas calles adornadas con pinturas y murales, pasadizos de arte tajados por el tiempo. Los cerros se extienden tanto que hay que parar en mitad de alguna calle para descansar por lo empinado y sin embargo aquí vive gente que convive entre ascensos y descensos diarios.

Hay que volver al centro, el hambre apremia y otro pasadizo descubierto por mi compañera me lleva a uno de esos sitios únicos para comer en el sitio que se dice invento las “Chorrillanas”, plato de papas fritas miles, con cebolla, huevo y trozos de carne, una montaña de comida que junto con ese buen vino hace las delicias de los comensales. El sitio esta tapizado por las firmas de quien por allí pasa, cada uno imprime su nombre para pasar a la posteridad, el tiempo los va borrando y otros quedan más en la memoria.

Esta ciudad es mar y el mar es puerto y el puerto es el mundo entero que se abre, es la boca más grande de todas, es el vientre que trae al mundo todo el alimento, mercancías, víveres, enseres. El puerto es la casa de altos marines y humildes porteadores, de vividores, de pescadores con barquitos coloridos que alimentan el hambre de mar que tenemos los que habitamos en tierra, es hogar de aves que no paran de revolotear esperando algún pez que caiga vivo o muerto. El puerto es tiempo detenido, el puerto es llegada y partida, de sueños y encuentros, el puerto siempre es luz, en el día fuerte de sol radiante y en la noche faroles de enamorados que buscan refugio, el puerto siempre está vivo y palpitando, es el lugar más cosmopolita del mundo porque aunque los aviones sigan surcando el aire y algunas vías del tren lleven y traigan mercancías, el infinito mar nunca cerrara sus aguas y un puerto siempre será la mejor puerta abierta a todos.

Esos puertos siempre me dejan sin aliento y cada vez que llego a uno me veo arrebatado por el silencio de la contemplación de horas enteras mirando sus barcos y sus aguas. Quedo sediento, pero el puerto que sabe de aguas siempre regala algún bar cercano y una fría cerveza que calme la sed de viaje.

Una cerveza morena, una artesanal en esos bares que parecen haber nacido con el mar, por ese que tantos pasaron y muchos todavía pasan y entonces sin pensarlo nos cobija la noche, hay que subir a otro cerro para verla desde arriba. Cerro alegre, ascensor el Peral, paseo yugoslavo, se confunden nombres, calles, gentes como sombras que todavía transitan a esa hora.

La noche se cierra en otro típico bar, el Cinzano, donde tantos han cantado y las paredes dibujan a Gardel y otros grandes del tango, hoy no hay tanta música, pero si la buena comida como un sándwich de mechada, papas fritas y una jarra de borgoña, así hemos mojado, bebido y caminado Valparaíso, viviéndola intensamente.

Bastaron otro par de días para terminar de sentir la ciudad. Tenía que visitar “La Sebastiana”, la otra morada de Neruda, dejarme seducir por la incomparable vista que el poeta poseía desde su casa – barco donde decía él le habían dejado el pacifico tirado porque no cabía en ninguna parte.
Me despedía de Valparaíso en algún restaurantico perdido por ahí en una plaza comiendo un chupe de mariscos y bebiendo una cerveza de litro para salir embriagado no por el alcohol si no por su magia.

Despidámonos con las palabras del poeta que supo vivir esta ciudad, el eterno Neruda que nos dijo:

“Pequeños mundos de Valparaíso, abandonados, sin razón y sin tiempo, como cajones que alguna vez quedaron en el fondo de una bodega y que nadie más reclamó, y no se sabe de dónde vinieron, ni se saldrán jamás de sus límites. Tal vez en estos dominios secretos, en estas almas de Valparaíso, quedaron guardadas para siempre la perdida soberanía de una ola, la tormenta, la sal, el mar que zumba y parpadea. El mar de cada uno, amenazante y encerrado: un sonido incomunicable, un movimiento solitario que pasó a ser harina y espuma de los sueños.”






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