Lo que yo quiero decir es América Latina...

Lo que yo quiero decir es América Latina...

miércoles, 30 de junio de 2010

Norte Argentino, un amigo para cortar el frio.

Se dibujaba en la mente otro país, había que ir saliendo de Argentina, remontar su norte para cruzar a Bolivia. Pero en el papel todo resulta fácil y en esta Latinoamérica inusitada nunca sabes que hay a la vuelta de la curva.

Una fría mañana tucumana tenía que ser cortada a pedal después de mucho tiempo de no tomar las bielas. Con paciencia y un camino por delante salí. La constante hasta la salida de este país sería una: el intenso frio. Ni siquiera en el sur donde se supone todo lo cubre la nieve y las bajas temperaturas llegue a sentir tanto frio como aquí. Cada jornada suponía un nuevo descubrimiento de temperaturas jamás vividas. Las montañas se aparcaban a lado y lado como testigos del viento helado. En el primer pueblo que pare, Trancas, alguien me advirtió cuando vio que armaba mi carpa que caería una fuerte helada. Yo todavía con las imágenes y sensaciones del sur hice caso omiso. En verdad la noche no fue tan fría, lo que si sucedió en la madrugada cuando punzaba el frio. En la mañana vi lo inesperado, mi carpa estaba toda cubierta por una fina escarcha, pequeños trozos de hielos adheridos como babosas a sus paredes, fue ahí cuando entendí lo de la madrugada. Salí por los caminos y al ver las montañas que iban quedando atrás me di cuenta de la magnitud del frío nocturno pues la cima de ellas estaba cubierta de nieve. El camino se presentaba como una constante y ligera inclinación que exigía al cuerpo y aunque el sol se pusiera en el cielo el frio seguía imperando.

En una estación de servicio, degustando lo que era mi almuerzo de aquel día, galletas integrales, con jugo de durazno y maní, me aconteció un hecho de singular belleza. Nunca he enarbolado mi libertad al hacer lo que hago, solo la nombro en los actos que acontecen, pero hoy mi libertad se vio reflejada y cantada. Al sentarme a comer en aquella estación fui interpelado por una pareja de ancianos. Él, bastante curioso preguntaba sobre mi viaje, yo gustoso de nuevas conversaciones contestaba. Siempre se sirven en la mesa los temas de siempre, lo importante son los puntos de vista de cada uno. La señora por su parte callaba y solo intervenía para corregir a su esposo cuando erraba en los datos. Se despidieron amablemente y fue entonces cuando la señora tuvo voz propia para decirme lo siguiente: “Lo felicito por el sentido de la libertad que tiene”. No dijo más, con decir aquello ya todo estaba dicho. A mí me quedo sonando aquella frase todo el resto del camino, tanto como para terminar haciendo una jornada de 140 kilómetros sin que los sintiera mucho. Muchos hablan de lo que carecen, como aquello de que perro que ladra no muerde. Los he visto a lo largo del viaje hablando de su libertad, de sus alas, pero que tienen cadenas las cuales no pueden ver, en suma de lo que no tienen o lo que esta intervenido. No creo en la libertad, creo si, en como lo dijera el maestro González, los procesos de liberación, por eso creo que con cada pedalazo y la certeza de hacerlo me voy liberando y es tal vez lo que vio aquella señora sabiamente, un “sentido”, no un final, una forma de entenderlo, de vivirlo en última instancia.

Se acercaba otra ciudad bien mentada, Salta. Se acercaba otra fecha que pudiera ser cualquiera, pero no cuando se está sobre una bicicleta y en cualquier lugar del camino. Se acercaba mi cumpleaños, el tercero en este viaje y las cuestas del camino me negaban la llegada y yo que a veces me hayo preso de la ansiedad quise apurar para no verme en medio de la nada soplando las velas del pastel, son uno de esos sucesos que solo importan en este caso al que escribe estas palabras. Si, volví a pedir un ligero aventón y así llegar hasta Salta, la linda como la llaman.

Aunque como me decía el amigo que me llevo hasta la entrada de la ciudad, esta ha sido supremamente vendida como atractivo turístico, Salta sigue teniendo la magia de un tanto de urbe con la fascinación de los pequeños pueblos. Hay que ir a descubrir las calles de Salta en el encuentro de las esquinas. Hay que leer sus carteles con los nombres pomposos de calles y hay que dejarse iluminar con el sol que volvía a salir en Salta. Cumplí años acompañado de quien quise y de la mejor manera descubriendo un espacio lleno de calor. Supimos descubrir la otra Salta para transitarla como se debe, despacio. En su patio de las empanadas, las famosas salteñas, unas pequeñas empanaditas fritas que hacen las delicias de muchos paladares. Un hombre se pasea por el pequeño patio y toca canciones que me hacen recordar a mis padres de esas tonadas que escuchaba en la infancia, esas bellas sambas.

En Salta hay un cable al cielo para subir en teleférico y apreciar su belleza desde lo alto, entonces vemos como las montañas abrazan la ciudad que se ve bella hasta cuando el sol la abandona.
En una esquina perdida se encuentra uno con lo que se tiene que encontrar. Alejado del bullicio de la avenida Balcarce, la de las peñas y discotecas, Don Carlo fundo un pequeño café, Los Tribunales. Sus mesas llevan el paso del tiempo junto con las paredes donde las fotos cuentan historias de poetas y cantores. Hace 53 años Don Carlo sigue sirviendo esos cafés y cervezas con tanto gusto y allí no hay más música que el murmullo de los paisanos que hablan de política, de futbol o se saludan al calor de las copas.

En la plaza nueve de julio, los naranjos en flor adornan su contorno, eso además del ruido por el bicentenario. Me gusta aquello de los naranjos en flor porque no es nada más que otro tango que suena hasta en el norte argentino. Las ferias locales amenizan con bandas propias y comida abundante, el Locro “pulsudo”, reforzado o trancado como diríamos en mi tierra y las empanadas llenan las mesas y esas mismas mesas compartidas en la avenida del poeta hacen nuestra tarde. La conversación es la misma en toda la argentina, un pueblo fantástico para intercambiar la palabra. Así Salta se va yendo entre el júbilo del bicentenario, la buena mesa y mi inigualable compañía que me trajo toda la alegría por un año más de vida.

Saliendo de la ciudad recibo uno de los más lindos regalos en manos de un amigo que se encontraba justo en el otro extremo del país. Mi buen amigo Daniel, de Ushuaia se entera de que ando por estas tierras y se conecta con otro amigo que posee unas cabañas cerca de allí en la localidad de San Lorenzo. La solidaridad abre las puertas a este errante para que su cuerpo descanse en la tranquilidad y el silencio como a él gusta. Agradezco tamaño gesto y me resguardo entre el frio de las montañas y la comodidad de las cabañas del sol que por esos días se esconde haciendo placentera mi estancia.

Me entero de que luego el camino tendrá una dura cuesta y trepo en una mínima jornada de veinte kilómetros para acampar justo en el comienzo de la ladera. Me resguardo por un día para obtener otro regalo al día siguiente, esta vez por obra y gracia de la naturaleza. El camino es angosto, bordea la montaña y se ve una quebrada seca, La Caldera. Es de una belleza inusitada que aminora el esfuerzo físico hasta la cima, luego viene la cereza que cubre el postre, una inmensa, extensa bajada entre montañas y vegetación que cubren las laderas. Paso a la última provincia argentina, Jujuy, entre pequeñas lagunas y pueblos hermosos. Llego a la ciudad del mismo nombre que no reviste mayor atractivo y paso casi de largo. Saliendo de Jujuy sigue apretando el frio y las cuestas se hacen aun mayores, todavía hay verde en las montañas pero luego este norte argentino muestra su última y más bella cara. Es increíble cómo puedes pasar de un paisaje a otro así sin más ni más. Aquí viene la postal norteña y del frio se pasa a un delicioso calor, se pierde el verde y viene una acogedora aridez en las montañas y esos fálicos y espinosos amigos, los cactus adornan el paisaje por doquier.

Empiezan los pintorescos y últimos pueblos del norte bajo la pampa argentina. El primero de ellos Purmamarca con su cerro de los siete colores. El viento hace un poco de presión a la llegada pero remonto los kilómetros que te desvían para arrimarse al pueblo. La aridez lo cubre todo y es como un pueblo perdido en medio de la nada. Tiene renombre y por eso muchos turistas vienen hacia acá. Ya se empieza a presentir la tierra Boliviana, el rostro indígena de Latinoamérica. Los tejidos, gorros, mantas y otras artesanías locales se venden en la minúscula plaza, todo es de tierra y arena, las casas, las calles y en la noche aprieta con fuerza el frio.

En una agotadora jornada de pocos kilómetros acompañado por el viento que ya creía había desaparecido por estas tierras llego hasta la otra bien mentada Humahuaca. Un tanto más grande que el pueblo anterior sigue con ese mismo sabor de los pueblos del norte, típicos, de calles empedradas y aridez en las laderas. Aquí ocurre uno de los hechos más significativos de todo mi viaje. Yo, viajero solitario que renunciara a muchas compañías me veo de cara a una que no podía rechazar y es que como siempre digo, yo no busco, encuentro. No reniego a lo que viene de buena fe y a lo fortuito. Buscando refugio en este pueblo, buscando el precio económico de una morada para instalar mi carpa llego a un desolado y lejano camping dentro de la ciudad. El tipo está instalando su carpa, me saluda y en el tono común nos reconocemos. Del cansancio de escuchar esas mismas voces en la gran Buenos Aires viene la alegría ahora de escuchar la misma tonada de la tierra. Viene desde el Bolsón y tiene como meta Colombia. Un par de colombianos se encuentran, bajo un par de ruedas con el mismo destino. Cansado de lo foráneo me reconozco en el otro y ya tenemos una invitación al camino para hablar un mismo lenguaje desde la palabra y la acción, ahora tengo un compañero de viaje para mi grata sorpresa. Ahora la historia ha de ser escrita entre dos que comparten un mismo sueño.

Juan se llama el tipo, que tranquilo y nada pretencioso se ha ido comiendo el camino con humildad y ganas que es lo que se necesita para hacer una proeza como esta. Vamos hablando en esa lengua colombiana de dichos y códigos comunes y empezamos a establecer un puente que se va haciendo más firme con el paso de los días. Las noches a pesar del frio intenso se harían menos frías por el efecto de la conversación. Juntos ahora comenzamos a compartir la maravillosa vagabundería a la que nos hemos dado con fervor, cada uno a su manera.

Compartimos un día más de descanso en Humahuaca, momento preciso para ir conociendo y afinando tuercas. Compartimos nuestra hambre y economía que rompemos con finos guisos de lentejas y desayunos a la colombiana, suculentos huevos revueltos con cebolla y tomate, no tenemos nuestro café, pero tenemos la tradición y con el grano local la seguimos.

Seguimos camino que nos permite a su vez seguir la conversación en ruta, cuestión que pocas veces tuve pero que se apreciar de la mejor manera, sobre todo cuando las palabras vienen sinceras y sentidas. El ritmo viene unificado y como siempre he dicho, la vida es una cuestión de ritmo, si compartes este puedes compartir entonces la vida. Ya un par de pueblos nos separan de la frontera y desde un principio supimos establecer reglas claras para rodar, reglas basadas en la confianza y el respeto mutuo, todo mediado siempre por el dialogo.

Teníamos los mismos cánones de juego en la ruta. Proveerse de comida, parar a determinada distancia para comer, llegar a buscarse una posada solidaria y así pudimos avanzar exitosamente. Ese primer día llegamos a un pequeño pueblo llamado “Tres Cruces” a 3800 metros sobre el nivel del mar. Supimos como buscar posada y por gracia de la alcaldía nos dieron un resguardo bajo techo, unas casas en obra negra serían nuestra casa. En la noche, en esa casa sin luz nos vimos bajo la luz de una vela con una conversación extendida y las buenas cajas de vino barato que animaran el espíritu.

Seguíamos camino con esa frontera en la cabeza, esas ganas de cruzar. El paisaje no cambiaba mucho, excepto por esas coquetas llamas que se paseaban de lado a lado, con sus listones coloridos en las orejas y su cadencioso masticar constante. Parábamos para el respetivo descanso de frutas y empanadas en cualquier pueblo, Abra Pampa, digamos. Nos encontrábamos con otro ciclista, esta vez un francés. Intercambiar saludos, consejos de viaje, vivencias. Seguir camino y terminar en cualquier pueblito, esa es la suerte de la bicicleta, la magnífica incertidumbre de cada día. El camino lo va dando todo. Entre un pueblo y otro puedes encontrar uno perdido en el cual te preguntas como puede transcurrir la vida, digamos, Pumahuasi, donde unas llamas posan al lado del cartel de la entrada, que son esos mismos carteles ferroviarios que indicaban el paso del tren hace mucho, como ya sabemos del tren solo queda la sombra de las vías y las ruinas de la pequeña casa que hacía las veces de estación. Es en una de esas roídas casas donde dormimos en nuestra siguiente parada. El piso está sucio, no hay puerta, no se sabe quien pasa por allí, aunque alguien nos dijo que algunos ciclistas habitan ese espacio de pasada, puede ser. Para nosotros es un techo, una guarida, una casa. La tarde pasa entre suculentos inventos de arroz con verduras y el tiempo de luz que regala el sol. La noche vuelve a traer el cortante frio que tiene entrada libre pues nuestro cuarto no tiene puerta y en el techo se dibujan algunos huecos por los que se ven las estrellas, a pesar de eso se duerme bien.
Por fin llega el día glorioso de estrenar frontera, país, de cambiar de aires. Solo 50 kilómetros hay hasta la frontera. El camino se hace amable y ni el frio, ni el intenso viento pueden dañar este momento. A lo lejos se va viendo el pueblito, La Quiaca. Las llamas nos dan el último saludo y arribamos.

No paran de aparecer los carteles, en la entrada, más adelante, en las calles. La Quiaca, La Quiaca, La Quiaca, a tantos kilómetros de Ushuaia, a tantos metros sobre el nivel del mar, primer o último pueblo de Argentina, depende de donde se le mire. Es domingo y todo anda un poco muerto. Los pasos fronterizos estos días presentan otra cara. Un humilde camping nos acoge pues ya nuestros pesos están casi extintos, así se llega a una frontera, jugándosela para lo que viene. Vamos al puente, esos puentes que marcan lo otro y hormiguea el corazón de emoción de saberse en otro lugar, volvemos y hacemos noche en argentina. Mañana empezaremos a comernos Bolivia.



No hay comentarios: