Lo que yo quiero decir es América Latina...

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viernes, 10 de septiembre de 2010

Camino a Potosí


El más, el menos. Aburrido, divertido, seguro, peligroso, alto, bajo, frio, caliente. Así se la pasa uno definiendo los caminos, las gentes, los lugares, las ciudades y así en definiciones se va yendo el rumbo. Cuando crees que has vivido algo y nada lo puede cambiar llega otra situación a mostrarte una cara más cruenta o amable de la moneda.
Que el mundo no es plano eso ya lo se hace rato. De vez en cuando llega una cuestica a recordármelo. Viene detrás de la curva, escondida y en una larga sonrisa me muestra su extensión. Otras veces me muestra solo un pedazo, una curva que te deja en el vilo de saber que habrá después. Están las dos caras del camino, la del asfalto y el ripio. El monótono asfalto con su uniformidad bendita. Bendita para las ruedas, espalda y riñones, en suma, para la salud y no tanto la física, la mental inclusive, la de saberse cómodo por algunos kilómetros, para mí no es monótono esa extensión de asfalto que a veces se sucede por días enteros. La otra cara es el ripio. El despiadado juntarse de rocas y arena sin uniformidad alguna. La carretera destapada como la llamamos en mi tierra. Los agrestes caminos virginales. Solo que uno va preguntando aquí y allá, esquivando estos caminos que no vienen nada bien para la bicicleta y los instrumentos llevados en ella y por supuesto para quien la maneja, en este caso yo. Así esquivando estos caminos cuando se puede se da uno por bien librado y les hace el quite, viéndolos de lejos apenas presumiendo su dificultad. Pero esta Latinoamérica que tiene lo suyo te lleva en ocasiones por esos caminos ineludibles. En Bolivia estos caminos son la ley, no hay forma de no transitarlos y hasta he escuchado en que bus son igual de tortuosos.
Saliendo de Uyuni nos esperaba el que es sin duda alguna el camino más difícil de todo el viaje hasta el momento. Por eso me refería a esas categorizaciones de más y menos. Desde la ciudad se divisaba esa primera subida, empinadísima he infinita. Uno no sabía que le depararía ni como la enfrentaría, solo la veía allá a lo lejos tenaz e inquietante.
En la mañana hay sol y uno no sabe si eso es bueno o malo. No es un sol que queme, en estas tierras es difícil eso, es un sol que apenas batalla con la brisa que trae siempre el frio. Hay expectativa por remontar el camino, sobre todo para mí por ir en búsqueda de Potosí, una ciudad que me llama poderosamente la atención.
Entre brinquito y brinquito por la cantidad de piedras del camino se puede decir que avanzo, primero en una recta que te acerca cada vez más a la temida cuesta por mí. Es particular pero todavía en estas instancias una cuesta para mi sigue siendo un reto que impone sus condiciones las cuales siempre se me hacen desfavorables.
Estas bicicletas de montaña o todo terreno, como también las llaman, se supone deben estar adecuadas para estas lides, pero resulta que a la mía tanto como a mí no nos van mucho estos retos. Me vi fatalmente derrotado por la cuesta. No me gusta entrar en el juego de la muerte con ellas, si su inclinación es demasiada, solo le sobo el lomo y me voy lento con la maleva arrastrándola, es así, sin más ni más. Solo que el camino es largo y las cuestas se extienden por kilómetros y kilómetros y entonces la acción de arrastrar la bicicleta se convierte en un pesado fardo, una tortura extensa. A esto hay que sumarle varios factores, uno y quizás el más determinante es la altura. No hay que olvidar que Bolivia se enclava alto alto. La altura te imposibilita una correcta respiración, falta el aire y a mí particularmente me empezó un fuerte dolor de garganta que hacía más difícil toda acción. Entre subidas y bajadas cambiabas absurdamente de altura sobre el nivel del mar. Lo otro era en aquellas alturas el vientecillo helado que te pegaba directo en los huesos.
Se nos había sumado una parejita de españoles con sus bicis y todos sucumbíamos ante la cuesta, unos menos que otros por supuesto, siempre están los avezados. Lo que hacía que el ritmo disminuyera aun más por uno que había que esperar en lo alto de un pedazo de cuesta.
Desde arriba podía verse una gran extensión del Salar. En verdad es un mar blanco que te nubla la vista y vuelve a dejarte perplejo. Pero ahora había que mirar hacia el frente. Unas dos horas aproximadamente para sortear solo ocho kilómetros, aquello era una cuestión de paciencia también. Entre eternas subidas y ligeras bajadas, que dado lo dificultoso del terreno tampoco podían hacerse rápido, el camino iba avanzando bastante lento. Las llamas brinconeaban por allí sin que nada les importase, sus pezuñas eran más efectivas que los piñones de nuestras bicicletas. A cada tanto un pueblecito perdido aparecía por ahí, sin dar rastro de gente, se preguntaba uno entonces como es que se sucede la vida en esos lugares, el agua, la luz, el transporte, la vida cotidiana allí tan alejado de todo.
En Bolivia las carreteras siempre están en construcción. Hay eternos carteles de “Hombres trabajando”, trabajan por pedazos y pienso yo, que por temporadas. Hay tramos en los que han intentado tirar algo de asfalto y algo parecido a ello queda en la vía. Nos regala la carretera pedazos llanos en donde soy rey y me desplazo velozmente, pero luego vuelve la montaña, la nada. El agua se agota y una fábrica de no sé que aparece en la ruta. Nos acercamos con la esperanza de obtener tan preciado liquido y obtenemos solo una negativa, agua no hay. Me pregunto cómo trabajan estos pobres hombres, aprieta tanto el calor como el frio y falta algo tan básico como el agua. Andan tan desorientados estos hombres que ni siquiera saben a cuanta distancia esta el próximo pueblo, sin embargo nuestros mapas arrojan vagas distancias.
El efecto del ripio se deja ver sobre las bicis y uno que otro tornillo se ha caído, mi prevenido compañero tiene como solucionarlo. Se han juntado las horas del día y el cansancio hace presencia y entonces algo como un pueblito, una pequeña población va apareciendo. Tica tica se llama, nos recibe calmada y tranquila, casitas a lado y lado del camino. Se hace difícil poner la carpa, hay frio, hay mucho cansancio. Pero no hay problema, llega la mano amiga. Un buen hombre nos dice: Bienvenidos a mi casa, que es la casa de Dios. Si Dios nos quiere recibir bienvenido sea. Es un humilde cuarto con una pequeña cama, hay bultos de papa y de maíz. Como siempre la presencia de los niños, eternos curiosos no se hace esperar. Con ellos departimos mientras preparamos algunos alimentos que calmen el hambre. Nos cuentan de sus vidas, de sus esperanzas, quieren ser futbolistas cuando grandes, jugar en el equipo de Potosí. Vence el cansancio una de las jornadas más agotadoras pero estamos bajo techo.
El día siguiente no cambiaria mucho la geografía, el paisaje y la carretera. Te levantas con otra cuesta bajo tus pies, hay que apretar la garganta y seguir, aquí no hay de otra. Sigue implacable esa abierta carretera y la altura y todavía quedan bastantes kilómetros por delante, digamos que unos dos días de lo mismo para arribar a Potosí.
Aparece un restaurante y decidimos cambiar las empanadas de nuestras alforjas por un suculento plato que nos regrese a la vida y eso que solo hemos cumplido con 30 kilómetros. Una gaseosa local hace lo propio con mi estomago y lo destroza en el acto, ni bien termino el ultimo vaso tengo que correr al baño. Eso no se ve nada alentador para lo que viene, sin embargo decidimos tomar camino, pero es imposible, mi cuerpo vuelve a pedir un baño, por supuesto tengo que recurrir a la naturalidad del camino, estoy destrozado, no puedo seguir así, el camino se ha pronunciado y ya no hay nada que hacer, los últimos pasos habría que hacerlos en bus. Sobre ese desvencijado aparato de muchas ruedas vamos llegando a la ciudad y me percato de la imposibilidad de haber hecho ese tramo en dos ruedas. Llegamos entonces a la ciudad de Potosí la más encumbrada del mundo con una historia que descubrir.

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