Lo que yo quiero decir es América Latina...

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viernes, 29 de abril de 2011

De cara al pacifico.



El olor de la sal en la distancia. El profundo llamado de una ola. El arrebatador embrujo del océano. Fuera de Arequipa existía para mí eso y cada nuevo pedalazo proponía llevarme a él. Dibujaba el mapa una fina línea roja que desembocaba al pacifico. Un solo objetivo. Más que avanzar, volver al mar.

La salida de la ciudad no pudo ser mejor, cuando el camino te regala viento a favor y un descenso largo largo que se prolonga entre kilómetros y minutos. Entre verde y café se pintan las montañas que luego con el correr del camino darán paso a la dinámica de la aridez y lo rocoso que ponderara por un buen periodo de tiempo. Pero poco importa, estoy en movimiento perpetuo bajo los cielos peruanos y la santa soledad del camino me acompaña. El enfrentamiento con la nada. La cuesta que rompe la placidez de la bajada, una cuesta empinada que fustiga con el sol que impera en lo alto. Justo arriba como premio de montaña, una de las ruedas de mi compañero pincha, yo lo noto desde atrás, como disminuye el aire y nos detenemos en la cima. Mientras mi paciente amigo hace lo suyo, yo soy una libre de las montañas, brincando entre las rocas. Hay arriba una vista inmejorable, un valle con una tenue bruma y un horizonte donde se dibuja la cordillera que caracteriza a este país. Picos blancos abrazando los cerros.

La aridez se ve cortada por un pequeño pueblo que como una esponja traza una fracción de verde sobre las montañas de arena. Es la vid, la uva que arma su trinchera en estas rutas para dar paso al nacimiento del pisco peruano, bebida milenaria. Y en este pueblo donde los gestos de bondad se alzan como el astro rey. Ni bien hemos puesto las bicicletas a la entrada del humilde restaurante que anuncia almuerzo casero, un hombre levanta su voz para decir: Yo invito. Es así como nos vemos con un grupo de comensales, al amparo de los alimentos compartiendo la vida. Tenía que ser un fanático de las ruedas el hombre que nos invitara al almuerzo, tenía que ser una persona que sabe de pedales y los disfruto en su momento tanto como nosotros el que nos dejara sentar a su mesa. Cultivador del campo, de estos campos que se creyera no dan más que fragmentos de polvo, nos cuenta que no, que la cosa no es así, que pisamos una tierra fértil si se la sabe tratar, él cultiva Palta, aguacate como le llamamos en mi tierra y se asombra que este alimento brote por aquí en compañía de la uva. Sabios los que saben hablar con la tierra. Conocedor este hombre de caminos, nos ilustra un poco con lo que nos encontraremos, sin embargo toda descripción es poca cuando se corre el telón y pasa uno disfrutando la función del paisaje.

Y el camino es así, casi tan impredecible como el hombre, pero con menos conflictos. Una recta lo bastante extensa como para preguntarse si habrá algo al final de ella es cortada con una inesperada bajada, como caer a un foso sin fondo para luego tener que remontarlo y encontrar su salida. Se ha ido la tarde que presagia la noche y con presteza buscamos refugio en el campo, una especie de potrero es la casa. Entre el mugir de las vacas y el canto de los grillos cae el día.

Ha vuelto el verde y con él su frescor. Hoy es un día para pedalear dejándose llevar por el viento que sopla en dirección al mar, al vasto océano pacifico. Ni esa enorme cuesta que apareció kilómetros antes diezmo las fuerzas para ir en búsqueda de él, no es tan plano este camino de la costa como lo pensaba. Pero por supuesto, todo lo que sube, tiene que bajar y luego bajamos o más bien nos desprendimos, nos descolgamos desde lo alto sintiendo más cerca el rugir de ese monstruo hecho de agua. Hace rato que no lo veía, como a un viejo amigo que no lo ves en mucho tiempo y que entonces das la vuelta a la esquina y está ahí, recibiéndote con un abrazo como si el tiempo no hubiera pasado. Este, el del mar, es el más inmenso de los abrazos, un abrazo de sal que hueles en la distancia y unas juguetonas olas que son el saludo en movimiento. Ahora se suma este compañero de viaje y yo solo atino a decir como siempre, robándome las palabras de Lautreamont: “Te saludo viejo océano”.

Con la felicidad que proporciona este tipo de encuentros vamos buscando una morada y las playas desiertas de este pueblo fantasma resultan el mejor refugio. Después de un desabrido almuerzo, el más incipiente que se pueda ingerir ya que es inadmisible comer unos malos fideos al lado del mar por precios ridículos, recorremos unas calles donde la vida se ha detenido.

Pienso en el término del cual gustaba el viajero y escritor Paul Theroux, “temporada baja”, y entonces me parece que la vida se vive en temporadas y que hay algunas mejores que otras. Rimbaud planteo una terriblemente bella, en el infierno, que da título a uno de sus magníficos libros. En estos sitios que viven de la gente que los visita en sus lapsos de sol o nieve según sea el caso las temporadas bajas son tiempos muertos. Por aquí se pasea el fantasma de la algarabía que traen los forasteros, en las fachadas de restaurantes con puertas clausuradas se leen borrosos los exquisitos menús que ofrecieron, las campanillas de los hoteles solo las mece el viento que circula en la playa, en el aire hay una tonada de las discotecas que llenaban con su estruendo las calmas noches, pero un empecinado hombre vende productos de panadería paseándose por la fantasmagórica playa.

En esa temporada baja, la vida tiene un respiro y se deja escuchar el mar en toda su extensión, se come uno la ilusión de los menús que no probará y hay que deleitarse con el vacio en la arena. Como si todos durmieran un larguísimo sueño las casas cerradas no se abrirán hasta que suelten la jauría que volverá a llenarlo todo en la temporada alta, gracias al cielo esta no lo es. Con el permiso que nos da la soledad de estas playas armamos cómodamente campamento en ellas y un cansancio que va de la mano con la alegría de la mar nos duerme.

Luego vendrían una sucesión de pequeños pueblos al lado del mar. La constante de este camino la marcarían dos factores, de un lado la admiración por pedalear observando las vastas aguas del pacífico, ese gran pacífico que no cabía en ningún lugar y que dejaron frente a la ventana del poeta Neruda como a él le gustaba decir y que ahora se desparramaba por todas partes y de otro en lo concerniente al camino mismo. Veíamos una línea dibujada al lado del mar y pensamos en una llanura, pero no fue así. Por momentos, aparecía una cuesta que se empinaba hacia una montaña de arena y roca alejándonos de la mar, luego el sol hacia lo suyo cuando se encumbraba en lo alto y hacia difícil la jornada. Fueron días de pocos kilómetros, de mucho esfuerzo y de una gratitud infinita. De pronto te perdías por un par de horas llegando a la cima de una montaña y luego el azul de las aguas saludaba desde arriba para luego dejarse acariciar por el viento, el viento que en este caso corría a nuestro favor. Por momentos cuando nos deteníamos a descansar y una fruta calmaba el hambre y la sed nos alegrábamos de estar a su favor, pensábamos en los viajeros que podrían venir en su contra y entonces el camino no les sería tan favorable.

Algunas poblaciones se alejaban de la orilla y había que ir hacia dentro a buscarlas, de repente un campo de cebollas y un pueblo, otro fragmento de verde que concuerda con el azul del mar. Noches en coliseos deportivos en Ocoña con el eco de nuestras voces y el hervor de unas verduras, días en estaciones de policía en Atico en los que vuelves a estar de cara al mar y en las noches el viento golpea las carpas mientras en la playa reposan las algas al sol.

Hacemos otros tantos kilómetros peinando las montañas de arena que parecen helados que el viento saborea creando un reflejo de las olas que ve en el mar, se miran, se observan, el mar y la arena. Hay que mirar de soslayo esas inmensas dunas ya que el reflejo del sol golpea fuerte en los ojos. Por otros instantes todo desparece y hay un fino hilo de asfalto que se pierde en la nada, por allí van nuestras ruedas como único testigo, son muchísimas horas de viento. En un descenso parece que llegáramos al paraíso. Primero un pueblo pesquero deja sus barcazas descansando a las orillas para que nos saluden junto con un refulgente sol en esa paz de las primeras horas de la tarde y luego unos pasos más adelante un par de hombres, esos que comandan las barcazas nos estiran la mano a nuestra llegada con unas cervezas frías. No nos conocemos pero eso aquí no importa. Sin más remedio que detenerse y disfrutar se nos pasan unos buenos minutos allí, justo a la entrada del pueblo. Ese recibimiento basta para que la tarde se vaya tranquila en Chala, que volvamos a encontrar resguardo en la ley y descansemos para seguir avanzando al día siguiente.

El pacífico sigue inabarcable a nuestra vista y los hilos de asfalto se pierden cada vez más, poca vida hay por estos parajes, algún parador a la vera del camino, poblaciones más pequeñas calman nuestra hambre para poder seguir con la jornada. Insospechado pueblo de Yauca con sus olivares. Luego y como para seguir fieles a lo planeado en el comienzo del día vamos buscando el siguiente pueblo, Lomas, pero este se nos va escurriendo en una potencial tangente que parece nos alejara del camino correcto, pero así es la geografía. Más bien es el camino buscando a la mar. En este escondido pueblo tan diminuto ya apartado no hallábamos morada, hasta que la municipalidad volvió a abrir sus puertas. Una vieja casa, venida a menos fue refugio y la amabilidad de una señora que vendía “Picarones”, ciertas frituras bañadas en miel, nos permitieron un postre antes de ir a la cama. La casa estaba vacía, olvidada, antes servía para las vacaciones de los pequeños del pueblo, talleres, actividades se desarrollaban allí, ahora el polvo era el dueño y señor, un tanto lúgubre nuestra morada, pero al fin y al cabo una casa, un techo.

Veníamos de unos días nutridos por el mar, de pedalear casi sin descanso, pernoctar, seguir, pernoctar, seguir, por olvidados pueblos y el cansancio se hizo presente al día siguiente, el cuerpo habló. No podríamos llegar a nuestro próximo destino por nuestra cuenta, lo intuimos cuando nos levantamos, sin embargo tratamos de hacerlo yendo al camino y una vez en él, entre el aletargamiento de nuestros músculos y la cara gris de ese día, levantamos nuestro dedo para que un camión se detuviera, para nuestra sorpresa esto se dio de inmediato, dimos un salto a su interior y de esta manera llegábamos a la ciudad de las líneas, las de Nazca.




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