Lo que yo quiero decir es América Latina...

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viernes, 29 de abril de 2011

Líneas…de mar.


La ciudad que tiene atractivo desde el aire. Las líneas, las figuras ancestrales, el enigma. Otro de los lugares cuyo fenómeno principal obnubila la ciudad, esta se convierte solo en un gran hotel donde cientos de viajeros y turistas pernoctan y comen algún plato típico para ir a ver aquella maravilla. En la ciudad de Nazca las líneas se extienden mas allá de los predios donde se ubican. En la ciudad todo toma su nombre: Farmacia Líneas de nazca, papelería las líneas de nazca, carnes líneas de nazca, restaurante líneas de nazca.

En el piso de la placita principal se dibujan las líneas, las figuras están copiadas por doquier, en los autos, en las casas, en una que otra empresa. A decir verdad la ciudad es apenas un pequeño pueblo. Por los días que por allí pase, se hacían algunos arreglos en las calles y se aumentaba entonces el caos que tienen nuestras ciudades latinoamericanas, pero aquí hasta este fenómeno hacia armonía. Nosotros simples transeúntes de a pie, pasábamos de acera a acera, de mercado en mercado indagando y olfateando la ciudad.

Este era otro atractivo turístico que se nos escapaba, pues las pomposas líneas de nazca como ya bien lo dije solo se pueden apreciar en su magnitud desde el aire, lo que supone gastar una considerable suma de dinero para que te den un paseíto de media hora dando círculos en el cielo en un pequeño artefacto de metal. Lo que hicimos fue aprovechar lo que la ciudad en si misma ofrece, sus alrededores que eran el verdadero centro de la cultura nazca. La bicicleta permitía el perfecto desplazamiento y no muy lejos de allí todavía el tiempo cuidaba antiquísimas ruinas que el viento despeinaba mostrando nuevas caras.

Ahí, al lado del camino antiguos templos se dejaban ver y si te adentrabas un poco mas ibas en pos de perfectas obras de ingeniería como lo eran hasta el día de hoy el sistema de acueducto creado por los nazca. Profundos pozos concéntricos creados en roca, piedra por piedra sobrepuesta para manejar el nivel del agua. Hasta por ver estos pozos nos quisieron cobrar, pero hay que apelar entonces al buen don de la palabra y con nuestras bicicletas como carnet de identidad se nos abrían las puertas, ellas ponían la mejor cara por nosotros y nos daban paso. Al lado del acueducto bastos cultivos de papa, de esas decenas de variedades de papa que dan estas fértiles tierras circundaban los pozos.

Esta ciudad volvía a ser descanso debido a los agotadores días que habíamos tenido, las largas jornadas que nos exigía el pacifico peruano, sus cuestas y sus soles fulgurantes. Aquí nos resguardábamos y comíamos esos platos tan peruanos, que se dan al paso nada mas, en cualquier esquina los puedes encontrar, platos humildes que afuera adquieren una gran rimbombancia, un arroz chaufa, el clásico pollo a las brasa y como no, el ceviche, que esta vez defraudo un poco, pues vas afinando tu paladar y con el paso de los kilómetros aprendes un poco de cada mano.

En nazca se encontraron amigos que compartían sueños, un par de amigos que también soñaban con un viaje largo en bicicleta, veían en nosotros la posibilidad de hacerlo. Ellos albergaban viajeros que venían con sus historias y alimentaban su sueño, solo que para ellos, latinoamericanos como nosotros y de una posición económica no muy pudiente dar el primer paso en un viaje es lo más difícil, o en este caso se hace más difícil, pero bueno, el aporte con nuestra presencia es ratificar que los sueños son posibles y los kilómetros no son una utopía, por que como me lo recordaba un grafiti en el norte argentino: “La utopía es eso que todavía no hicimos”

Despidiéndonos de la ciudad salimos para remontar el camino. Es un camino más solitario aun y muchos carteles te avisan que estas pasando por un terreno en el cual no debes ingresar, es patrimonio de la humanidad, paso restringido, las líneas se quedan allá en su soledad dialogando con el tiempo que las ve pasar, como las ven esos turistas asombrados que no dejan de sobrevolar estas tierras. Todavía tengo en mis tímpanos los zumbidos de esos pájaros de metal que pasan y pasan y no dejan de pasar para romper el silencio de la inmensidad en el aire, ellos asombrados las ven. Pero a la vera del camino hay un regalo para quien no pueda remontar los aires. Un mirador se alza unos kilómetros más adelante y por devaluados dos soles puedes subir a la torre y apreciar dos figuras de las nombradas líneas. Cercanas a la carretera las líneas se dejan apreciar, como dos animales tímidos que se acercan a la gente para que los admiren. No se define bien que es cada figura, es parte del enigma, la magia. El tiempo y el viento ha borrado un poco su contorno pero todavía se aprecian y hacen pensar en la mano de estos magnos dibujantes que esculpieron en la arena figuras para la posteridad.

Estábamos en el centro del país donde se produce la bebida peruana por excelencia: El Pisco y nuestros amigos de nazca nos habían dado unos tips para ir a conocer una bodega de pisco, hablar con su dueño y conocer un poco sobre esta bebida. Aquello suponía un desvío en nuestro camino pero la curiosidad lo valía. Salimos de la carretera principal y esos pocos kilómetros que no representan mucho para los que van en auto para nosotros si suman y más con el sol en su máxima expresión y un camino nada regular, pero esta buena curiosidad tuvo su recompensa. Buscábamos las bodegas del señor Roberto García, sin saber con qué nos íbamos a encontrar.

La verdad yo esperaba un engalanado e insípido hombre de negocios, pero tuve la suerte de encontrarme con todo lo contrario. Nos habíamos demorado un poco para encontrar la bodega, pasándonos unos cuantos kilómetros pues la verdad esperábamos encontrarnos con una gran fábrica o algo así por el estilo y nada de eso había. Los famosos “Piscos García”, se producían ahí mismo en una modesta bodega que ahora se encontraba en remodelación para ser una especie de casa de campo donde; como nos lo conto el propio señor García, la familia se entretuviera entre animales de campo, una buena parrillada y pudiera conocer de cerca el fascinante mundo del pisco. Preguntamos a una mujer por el señor García y nos informo que estaba por allá, regando los mangos, ya eso hablaba bastante bien de él. Fuimos a su encuentro entre campos de papas y el modesto señor García se encontraba haciendo su trabajo de campo. Sonriente y conversador como buen hombre de campo nos recibió sin ningún reparo. Con una inmensa disposición nos contaba su sueño con ese lugar que quería convertir en un espacio que fuese acogedor para todos. Nos fue contando el proceso de la uva para convertirse en esa maravillosa bebida y luego, como no, nos dio a probar de sus reservas.

En uno de esos corredores el señor García nos mostraba las variedades de pisco, que ha decir verdad uno se encontraba mejor que el otro, la conversación era cada vez más emotiva y amigable, pero nuestro camino debía seguir, no podíamos dejarnos atrapar del todo por el elixir del pisco así nos encantara. Lo difícil; además de despedirse del amistoso señor García, fue remontar el camino. Algo chispeados por la bebida, buscamos un lugar donde comer algo para hacer esos últimos y difícil kilómetros. La comida nos remato y ahí mismo en aquel restaurante, sobre las mesas hicimos una leve siesta, lo otro luego fue poder llegar.

Haciendo camino llegábamos a otra gran ciudad, Ica. La ciudad del ruido por antonomasia y todo venido de las moto taxis, ese vehículo tan peruano. Es lo primero que notas en esta ciudad. Aquí no hay más transporte público que estos diminutos vehículos que hacen todo el ruido que les es posible. Son hordas de ellos y su ley es la bocina que imperiosos tocan para pasar de calle a calle, para avisar una parada, para denotar que no llevan pasajeros, para gritar que llevan pasajeros, para buscar pasajeros. Para todo, estos vehículos tocan y tocan hasta el cansancio la bocina, que se convierte en un caótico concierto que nunca termina.

Muy cerca de Ica hay un oasis, si, así como se lee, hay un oasis. La ciudad esta circundada por montañas de arena y muy cerca se encuentra Huacachina que es un pequeño poblado en el cual hay un lago entre dunas de arena. Es todo un espectáculo este lugar, como si no existiera, como si fuese un espejismo. Las dulces aguas están allí y en medio ese océano de arena. Se han instalado como no, algunos hoteles, bares y ese movimiento turístico que plaga a un lugar como estos, pero no deja de perder su encanto.

El sitio es famoso por ser la capital del sand boarding. Gente que sobre una tabla de madera juega a deslizarse sobre las dunas de arena, a falta de nieve, arena, dorada arena. Yo lo intente, pero me di cuenta que lo mío es más la contemplación y los deportes extremos no me van. En este caso no encontré divertido que mis pantalones, camisa y zapatos se llenaran de fina arena invadiéndolo todo, eso además de mi nula destreza para maniobrar la tabla y el vaivén de subir y bajar la montaña para deslizarse de nuevo, prefiero subir una vez y contemplar a todo aquellos que lo hacen y lo que es mejor ver el reflejo del sol sobre la laguna o como este se esconde luego tras alguna montaña de arena.

Muy cerca de aquella ciudad se encontraba el mar y seducidos por cierto lugar que nos sugirieron, una reserva natural, nos aventuramos a pasar unos días en la compañía del océano. La salida de la ciudad como todas, el caos, el ruido, el afán de los autos y luego, el silencio del camino, la más bella constante. La idea era llegar hasta un pueblito llamado Paracas, parar un par de horas, proveerse de víveres para los días en la playa y seguir, pues de allí solo 12 kilómetros nos separarían de nuestro paraíso, pero uno no sabe cuando el infierno toca a sus puertas, siempre ardiente, acechante.

Tomando la panamericana hay que hacer un desvío para llegar a Paracas, justo en ese desvío nos detuvimos para comer algo. Íbamos felices y tranquilos, la cercanía con el mar lo propiciaba. El camino a Paracas era una apacible recta y como hace un buen tiempo no lo hacíamos, dada la soledad y tranquilidad del camino, me puse al lado de mi compañero para ir conversando mientras pedaleábamos, esta es una de las cosas más placenteras del recorrido. En la panamericana es impensable hacer eso, es por esto que veníamos tranquilos disfrutando los pedales y la conversación. Ya no recuerdo lo que veníamos hablando, solo que lo disfrutábamos y entre risas y recuerdos todo cambio en un segundo.

La carretera era angosta y absolutamente desolada, a cada tanto pasaba un auto que te veía a kilómetros y podíamos hacernos a un costado o el tranquilamente pasar a nuestro lado, pero ahora no fue así. Como esas cosas, que pasan en un segundo, como un mal sueño, un mal rato, una camioneta rompió el encanto del momento y por muy poco alguna de nuestras vidas. Recuerdo varias cosas, como flashes. Hay un ruido y una imagen. El ruido, el tremendo rechinar de ruedas producto de un frenazo justo detrás de mis oídos. La imagen, el cuerpo de Juan volando por los aires junto con sus alforjas y otras pertenencias. Luego el silencio y de nuevo el ruido, el aturdimiento. Increíblemente no me había pasado nada.

Me encontraba unos metros más adelante y solo un par de objetos se habían desprendido de mi bicicleta, pero Juan estaba levantándose del piso, con algunos raspones, un poco de sangre y todas sus cosas tiradas al lado de la carretera junto con la bicicleta. Mi compañero rompió en improperios contra el agresor que se encontraba más asustado que nosotros sin saber qué hacer. No sé de qué manera en estas situaciones apelo a una calma que no tengo. Al verme sin heridas y ver que mi compañero se encontraba vociferando y hasta brincando de la rabia supe que todo estaba bien, por lo menos no habían huesos rotos y estábamos con vida, más allá de que nuestras compañeras hubieran sufrido.

Tenía que ponerlo todo en calma, tanto a mi compañero que hervía de la rabia; y no era para menos, como ponerme al tanto del sujeto que nos había hecho el daño. Como se sabe, esta clase de sujetos tienden a huir y era precisamente eso lo que quería evitar. Por suerte el hombre quería colaborar. Iba acompañado por una chica que parecía ser su pareja, no se sabe si la oficial, a pasar un fin de semana en la playa, en el carro de la empresa, era esto lo que argumentaba. Nosotros nos encontrábamos alterados porque vimos truncado nuestro sueño, sin bicicletas no habría nada que hacer, era eso en lo único que pensábamos. Hacíamos cuentas de los posibles daños y asustábamos al agresor con números de lo que debía pagar.

Por mi parte como la cabeza fría de la situación resolví que debíamos ir al pueblo, sentarnos, evaluar conscientemente los daños y arreglarlo con una suma de dinero que el hombre aquel accedió a pagar. Así nos encontramos entonces en Paracas con averías en las parrillas de nuestras bicicletas; nada considerable, y una alforja de Juan bastante averiada. Con unos soles de más en el bolsillo tuvimos que quedarnos esa noche en el pueblo para poner a tono a nuestras compañeras, calmarnos por tremendo impase y tomar aire para continuar al día siguiente.

Salir al camino al otro día tenía otro tinte y desde allí las cosas no volverían a ser iguales. Cada proximidad con un auto nos alteraba, el rugir de los motores de esos autos inmensos era como el rugir de un gran dinosaurio que nos sacaba del camino. Por suerte íbamos a la playa a olvidarnos de todo y el mar hizo lo suyo. Lagunillas se llamaba la playa y era uno de esos lugares donde llevan a los turistas para que paguen altos precios por un plato de pescado. Por supuesto nuestras dos carpas eran las únicas que pernoctaban allí. Solo estaba la extensión del océano y la tierra. El día pasaba supremamente lento, con esa lentitud que da la tranquilidad. Los pelicanos y gaviotas se disputaban los peces que traían los pescadores, esos que abastecían los 3 o 4 restaurantes que daban de comer a los turistas, nosotros teníamos nuestros fideos y sopas. Aunque uno de esos días que pasamos allí, mi buen amigo Juan se aventuro a pedir algunas conchas a los pescadores y como si nada una gran bolsa de ellas nos fue entregada, comeríamos unos fantásticos fideos marinos ese día. Volvía a encontrarme con la belleza de las barquitas de pescadores y me siguen fascinando como siempre. A la tarde se juntaban todas y quedaban estáticas mecidas solo por tímidas olas, algunas se alineaban como cuidándose, otras se juntaban de a dos, había las solitarias mirando al horizonte y otras acompañadas por pájaros en su proa, todo enmarcado por la caída del sol.

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