Lo que yo quiero decir es América Latina...

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martes, 10 de abril de 2012

Cómo terminan las cosas.

El viaje nunca terminó. Podría decir que el viaje tal vez empezó a terminar cuando montaba la bicicleta aquella noche en el bus que de Pasto se dirigía hacia mi ciudad, Medellín, un 11 de octubre del 2010, pero no, así no se cerraba la cuestión. Como tampoco se cerraba cuando baja la bicicleta en el alto de minas, 40 kilómetros antes de arribar a la ciudad para montar por última vez las alforjas. Un día frío, engalanado con nubes grises y un vientecito helado que se cortaba con el descenso curveante desde la montaña. El camino que zigzagueaba hacía el llamado a la prudencia y al accionar de los frenos, lentamente se me presentaba la ciudad.

Iba reconociendo el camino que dibuje años atrás para mi llegada. La vieja carretera de Caldas, ese antiguo municipio perteneciente al área metropolitana de esta ciudad primaveral que ahora el invierno cobijaba. El invierno que aquí son las lluvias y no ese frio gélido del cono sur del continente. Me abrí paso entre los muchos colectivos que se apelmazaban por la vieja carretera y fui dando con la ciudad. Entre desconcertado y alegre, era un extraño ser que se movía con mundo en la parrilla, nadie entendía, yo no entendía.

Ese gusano gris seguía moviéndose en dirección sur norte, norte sur, a la vista de todos, a mi propia vista que todavía no daba crédito. No lo veía pero la mucha gente que se agolpaba esperándolo en cada una de las estaciones daba cuenta de él. Empezó a abrirse el día como para que yo recordara aquello de la eterna primavera, necesitaba sol, pedía sol y me fue dado.

Mas ladrillos, más polución fue lo que encontré a mi llegada. Enormes construcciones donde antes había vacio llenaban los huecos de esta ciudad que se ufana de progresista entre sus avances tecnológicos y digitales, desamparando cada vez más, sumiendo cada vez más a sus ciudadanos en un espejismo de progreso que les llena la boca más no el espíritu. Sin embargo el río todavía estaba allí. Sucio, canalizado, muerto, siguiendo la misma dirección de siempre, recibiendo los nuevos desechos de las nuevas industrias y las de siempre también, para convertirse en espuma más adelante y luego perderse en el magdalena y luego en el mar y luego quien sabe dónde, cómo esta humanidad sin cause.

Pero ese rayito de sol que me era regalado desde el cielo iluminaba otro sentimiento, el de volver a casa, ahora con todo un continente a mis espaldas, mil historias en mis mochilas que paradójicamente venían más ligeras.

Vieja carretera de caldas, la avenida del río, avenida San Juan. La ciudad plantada de centros comerciales, negocios, locales, la gente adormilada en el estupor de las tres de la tarde. En sus oficinas quizás, en sus miles de locales tal vez. Creía que nadie me veía mientras espiaba a la urbe desde mi bicicleta que tampoco conocía a la misma, mientras rodábamos y yo se la presentaba. Un latido más fuerte en el corazón, directo al vientre materno, como un eterno retorno, irse para volver, volver sin haberse ido. Carrera 65, pasaje habitual de tantas andanzas sobre dos viejas ruedas que ya no están conmigo. Vuelvo a toparme con los rieles del gusano en la altura, una llamada para dar parte de vida y del otro lado de la bocina la voz de la madre que nunca se fue, que siempre estuvo. La canalización, tan estrecha como siempre. La unidad deportiva que ya no reconozco, emperifollada con trajes nuevos para presentaciones pasadas, ¡viva el progreso!, estoy a un paso de casa, pero ya no sé si tengo casa yo que tuve tantas en el camino.

Una curva, dos curvas y salta el corazón, llega primero que yo a la puerta de la vieja casa que me vio partir y golpea la puerta con fuerza. De ahí en adelante todo es confusión y lágrimas. Abrazo al mundo entero que es mi madre y creo que ya llegue a casa, creo que el viaje ha terminado pero sé que no es así. Mi bicicleta se ve despojada de sus ropajes y descansa, pero yo todavía no puedo descansar, creo que ya nunca descansare, tengo en mí todos los cansancios del camino, las hambres de las eternas jornadas que me sobrevinieron y al entrar a la vieja casa entro en un mare magnum de cariños y abrazos que se acaban de robar los pocos fragmentos de corazón que ya me venía quitando todo el continente.

La madre, el padre, la abuela, despellejan mi alma que es de ellos y de nadie más, del amigo y del amor quizás. Traigo unas gotas de sudor del último trayecto las cuales comparto en cada abrazo de los que amablemente quisieron estar allí conmigo para darme esta afectuosa bienvenida. Escudriño rostros de antiguos familiares, me sorprendo del paso del tiempo, el propio reflejado en el ajeno. Hablo poco, hablo mucho, respondo más cada una de las preguntas que me hacen, ellos tiene sed de curiosidad, yo tengo sed, física sed que calmo con frutos de esta tierra que mi madre guardaba para mí.

Indago en las paredes de este, mi antiguo hogar, este pequeño laberinto adornado hasta la saciedad. Tengo que tomar asiento y no por el cansancio si no por la falta de aire y vuelvo a pensar que ya llegue, que todo termino, pero no es así. Tengo que seguir cumpliendo con esos pequeños rituales de siempre y tomo una ducha, en mi baño, en el baño. A solas conmigo vuelvo a pensar que ya llegue, que estoy en casa, que afuera hay júbilo por mi llegada, pero mi pensamiento sigue por cualquier carretera del continente dando pedalazos.

Ya más calmo me dejo colmar de abrazos y besos, nos regalamos caricias como si no nos hubiéramos visto en una eternidad y soy como un niño estrenando una familia. Corren las bebidas, los alimentos, las preguntas, las respuestas, la fluida conversación en un acento hace tiempo no escuchado y que degusto como ninguna otra cosa, como degusto el sol que todavía brilla y más cuando me dicen que en días anteriores reinaba la lluvia sobre la ciudad, así que el cielo también ha puesto lo suyo a mi llegada.

Vienen los amigos, los regalos, viene la noche, viene la ebriedad de la felicidad. La mesa se llena de platos soñados en jornadas atrás, delante de mí desfila el mundo entero, mi mundo. Las notas de un par de músicos de clásicas guitarras en mano sueltan los acordes que todos queremos escuchar, las viejas canciones, las de siempre, las que todos disfrutamos.

Así voy volviendo, así creo que voy volviendo y todo se apaga, pero no. No he vuelto hasta que cumpla con ciertos rituales, con ciertos encuentros. Tengo que encontrarme con otras voces que cierren este periplo que nunca ha de terminar, tengo que monologarme con los míos para encontrar esas voces que resonaban conmigo en la distancia, esas voces que nunca me dejaron de alentar.

En una jornada las reúno a todas que siento mias y entonces cantamos en un júbilo que más parece una orgia, un éxtasis de amistad. Pero siento que algo queda pendiente. Faltaba una voz que tenía que encontrar en soledad para sentir que ya por fin había llegado. Era la voz del amigo, del albacea de toda esta odisea, del custodio de todos los pasos, en este caso de todos los pedalazos, del que alentó desde el comienzo cuando nadie creyó que esto fuera posible, cuando nadie dio crédito a esta aparente locura y él con su bendita terquedad, tanto como la mía alentó y alentó y alentó.

Tenía que encontrarme con esa voz, que eran todas las presencias del viaje, con ese espíritu que resumía los olvidados del camino, las historias que nadie cuenta, los lugares que nadie visita, la gente en que nadie cree. Tenía que encontrarme para saber que por fin estaba poniendo los pies en tierra y que ya no estaban más sobre el pedal, por que él con eterna sabiduría me ayudaba desde su cubículo estático a no perder el rumbo siempre, porque como dicen por ahí: “la felicidad solo es real, cuando es compartida”. Tenía que terminar entonces de compartir mi felicidad con mi otra parte, venir a dialogar y contarle que había llegado más vivo de lo que me fui, que era el mismo, pero que ya era otro, que no se puede ser el mismo cuando todo un continente te pasa por el alma y en especial uno como este, Sur América. Él ya lo sabía, el supo todo de este viaje, más que nadie y yo tuve la fortuna de tener un interlocutor. Todavía me rio cuando recuerdo la pregunta de siempre en todo lugar, ¿pero, viaja solo? Yo nunca viaje solo, mi bicicleta tenía varios tripulantes y cada vez se sumaban más en todas las hermosas presencias que fui habitando durante el recorrido.

Nos sentamos esa noche, en frente de una botella de cachaça, ese néctar brasilero a hacer lo que mejor sabemos hacer, hablar y escuchar. Hablar como hable con Sur América y a escuchar, porque a eso me fui de viaje, a saber cómo suena este continente.

Y nos vio el amanecer hablando como me vieron tantos amaneceres en estas tierras que recorrí.

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