Lo que yo quiero decir es América Latina...

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martes, 10 de abril de 2012

La última capital, la última frontera, el primer país.

En las calles de Puerto López se escucha un rumor, todo el pueblo se agolpa frente a los televisores, por las aceras todavía llenas de barro, vemos un movimiento que nos desconcierta, algo pasa, algo extraño está sucediendo. Llegan noticias de la capital, pero hasta ahora nada entendemos. Hay murmullo, incertidumbre, caras largas y angustiadas, no es lo de siempre o si, lo mismo pero con distinto matiz.

Habíamos decidió salir de allí, pero al acercarnos a las correrías de gente convocadas por la pantalla nos damos cuenta de algo no tan bueno para nosotros. Hay un intento de golpe de estado en la capital y las cosas están feas. La radio no deja de trasmitir y entre ondas cortas y largas nos va llegando la noticia, no entendemos bien lo que pasa pero algo huele mal, huele a podrido, a culebrón. Otra función más de los dirigentes de turno, otro de sus actos por perpetuarse en el poder, muchas luces, mucho flash de cámaras y una inmensa cortina de humo.

Un presidente retenido en el hospital por policías rebeldes (en sí, el concepto es contradictorio), hay cruce de fuego, hay bombas lacrimógenas, hay heridos y un gran despliegue de la prensa que todo lo magnifica. El pueblo se rebela, lo mismo hacen las autoridades. Barricadas en las calles, fuego cruzado, caos, desconcierto, incertidumbre y nosotros en medio de aquello tratando de llegar a la capital. No hay de otra que avanzar en esa dirección. Indagamos con algunos amigos sobre la verdadera situación y como es de esperarse no es como lo pintan los medios. Debemos procurarnos un pasaje en bus para llegar a buen puerto y esto ya suena a odisea. Escasean los buses, el camino por el clima se hace difícil y además constatamos que los colombianos en este país no son muy queridos, es así, tristemente.

Cansados del rechazo por nuestro acento atinamos a preguntar a una vendedora de tiquetes la razón de su odio y me encuentro de nuevo con la absurda constante, el vecino nunca es bien visto. Los colombianos, según ellos, cruzan la frontera cada vez en números mayores para delinquir en nuestro país, nos dicen. Se nos señala de ladrones, de irrumpir en su espacio y los precios para nosotros y el trato no son los mejores. Cargados con bicicletas y nuestro equipaje por fin podemos obtener un bus que sale en las horas de la noche y pareciera entonces que vamos a la boca del lobo.

La noche se disuelve rápidamente dentro del bus y en la madrugada vamos entrando a Quito. Hay cierto temor, es innegable, la ciudad esta desoldada, es una especie de pueblo fantasma y todavía en los cruces de avenidas vemos los restos de las llantas quemadas el día anterior, pero ninguna bala ni horda salvaje viene a nuestro encuentro, solo el frío de la capital nos recibe mientras vamos en busca de la casa de nuestros amigos, esos que ya en un tiempo lejano nos encontramos trasegando con sus bicicletas en el norte argentino, los mismos que en manada buscaban el camino del agua, pedaleaban con un fin, los Yakuñan.

Con dificultad llegamos a nuestro nuevo hogar, perdidos entre túneles urbanos erramos nuestro camino y de muy mala gana un agente del orden y la ley nos lo hace saber, pero por fin llegamos a buen puerto y allí las cosas son a otro precio. Es grato volver al calor de hogar, al abrazo de amigos que comparten una causa común. Estas mujeres y hombres que tomaron sus bicicletas desde Quito y llegaron hasta las cataratas de Foz de Iguazú para enseñarle al mundo sobre el cuidado de algo tan vital como lo es el agua, bien sabemos que hoy en día ya hay guerras en el mundo por el preciado liquido, el petróleo no se toma, el agua sí.

Hay momento para compartir historias, dar cuenta de un camino, lavar el cansancio de jornadas anteriores y disfrutar de un café, una cama, una ducha y el calor de hogar. La ciudad se encuentra en una tensa calma y el teatro presidencial se va aclarando, ya han tenido suficiente prensa para seguir adelante. El centro de Quito se encuentra militarizado y es bastante molesto caminar por allí con hombres armados en todas las esquinas como si la guerra fuera a estallar, la presencia de las armas intimida, habla de su miedo, de su inseguridad. Las pintadas en las calles gritan: “Chapas, Hijos de Puta”, los chapas es como se les llama popularmente a la policía. El cielo es de un gris particular y a la gente no se la ve muy cómoda con esta situación. A lo largo del país y en especial aquí el gobierno promulga su consigna de “La Revolución ciudadana está en marcha” como perros rabiosos gritando al viento y en la plaza algunos carteles dicen: ¡América despierta!, y otro ¡Libres naturalmente!

En Quito me sorprendo de buena manera con la organización del movimiento de ciclistas urbanos. Constituidos en bloque peleando con el pedal, proponiendo, luchando por sus derechos, el derecho a circular libremente, a desintoxicar las ciudades del smog de los autos con sus caballitos de acero. Hay hasta un espacio en la radio para hablar semanalmente de todo esto y junto con los Yakuñan vamos a conversar de lo que nos gusta, a hablar de nuestras proezas por hacer algo diferente, ellos cuentan de su viaje por el agua y yo hablo de mi experiencia en solitario tratando de re escribir esta América.

Hay un espacio bello, “La Cleta”, un bar hecho por y para ciclistas. Todo gira en torno a la bici, por supuesto su dueño junto con su esposa son amantes de las bicis y han hecho sus viajes, ahora la pelea es desde otro flanco. En ese espacio te sientes como en casa, además de lo agradable que es estar allí, somos como una familia, afuera las bicicletas apiñadas, seguras, mientras adentro se habla de la vida. La decoración por supuesto va de acuerdo con el tema de la bici, todo el mobiliario, las sillas, las lámparas son hechas de partes de bicicletas, así que te sientas en un sillón hecho de aros de bici y las lámparas tienen pedales y cadenas que cuelgan formando un decorado precioso. Se me ocurre entonces que es un espacio propicio para compartir mi experiencia del viaje, que tendré receptores que gustarán de escuchar a este viajero que tiene kilómetros encima y armamos mi primer y único conversatorio en todo el viaje.

No puedo ocultar la emoción al poder compartir con otros estas vivencias. Desde que comencé siempre he dicho que este es un viaje literario por la América que me propuse descubrir en bicicleta así que además de los kilómetros y las fotos, fui juntando experiencias que se veían transmutadas como ahora, en palabras que daban cuenta del recorrido. Por vez primera tenía un auditorio que aunque pequeño esperaba expectante mis palabras. Adelante las caras atentas, atrás las fotos del viaje que iban pasando lentamente y desfilaban en la pared, las carreteras colombianas de los primeros días, la sabana venezolana, los ríos brasileros, la rambla uruguaya, la Patagonia argentina y en medio yo y mis palabras, las palabras que cuentan lo que somos como diría el maestro Eduardo Galeano. Me impresionaba la atención de la gente a medida que se sucedía el discurso, luego como amigos venían las preguntas e inquietudes normales ante la vivencia, yo tranquilo compartía mis vivencias y así el dialogo quedaba establecido.

En Quito ocurre un hecho tristísimo para mí que merece un texto aparte. El Juan se me fue, partió antes que yo de la ciudad por esas cosas del amor y otro tanto del destino y la economía, no lo pude retener y se fue unos días antes. Yo me quede descansando otro poco y compartiendo con mis amigos, pero para mí también llego el momento de la partida y había que montar de nuevo la bicicleta.

Fueron cuatro meses pedaleando en compañía, tomando decisiones en conjunto, viendo al Juan delante de mí en el camino o sintiendo su presencia cuando se quedaba atrás. Llegando juntos a pueblos y ciudades, comiendo del mismo plato y compartiendo las más variadas posadas, fue una experiencia tremendamente enriquecedora para mí, pero hoy tenía que salir de nuevo solo al camino. La consabida despedida en la mañana, bien temprano como siempre y el abrazo de mis amigas que se quedan con otro pedacito de corazón.

Era muy extraño volver a esta soledad que tanto habite por los caminos, Juan ya no estaba, de nuevo el camino y yo, de nuevo las decisiones en solitario, esa autonomía, pero claro que se le extrañaba, se extraña al amigo de tantas correrías, con ninguna otra persona viviría algo así. Serpenteando entre autos que corren veloces a sus trabajos en el caos de una mañana capitalina fui saliendo de Quito y las montañas me saludaban, fui juntando kilómetros con el corazón en la mano, por un sin número de circunstancias, mucho por la soledad que pesaba y otro tanto por la inminencia de Colombia, la sentía tan cerca que podía la oler. Viendo el mapa por delante ya no quedaba nada y esto también me asustaba.

En este trayecto ocurrió algo bien extraño. Yo que trasegué las alturas de un Perú o la misma Bolivia, nunca sentí el llamado mal de altura, pero después de unos buenos kilómetros el cuerpo se manifestó sin saber que pasaba en esos momentos. No respondía, en absoluto, daba dos pedalazos y tenía que bajarme de la bici, no podía respirar, arrastraba mi pobre humanidad pensando solo en los kilómetros que me faltaban para llegar a mi próximo destino. Cada curva se presentaba más agresiva que la anterior y las cuestas aprecian con una extensión que me dejaba sin aliento. No supe como hice esos kilómetros para llegar a Tabacundo. Me dolía la cabeza, el cuerpo no respondía, me sentía mareado, pero por fin pude llegar.

Una vez allí lo primero que hice antes que nada fue comer, entrar a uno de esos restaurantes de paso atendido por una humilde mujer y comer lo que se me presentara, pensé que calmando el hambre mi cuerpo volvería a la vida, pero no sucedió, los síntomas seguían y hasta alguna medicina hube de tomar. Tome un poco de aire sentado en aquella posada porque no había alientos de ponerse en pie siquiera. Con las pocas fuerzas que poseía tenía que procurarme lugar para dormir y esto también fue tarea laboriosa, nada aprecia en el panorama que se tornaba más oscuro, nada solidario en el camino. Decidí buscar ayuda en la alcaldía y entonces sucedió de la manera más inesperada. La alcaldía como tal no pudo brindarme ayuda pero un buen hombre que trabajaba en ese lugar me acogió así sin más ni más. Pude tomar un baño y descansar en una cómoda cama que era lo único que quería. Ya en la noche hubo espacio para la conversación con mi salvador y el día paso rápido.

Cada vez más cerca la frontera y hoy rumbo a un lugar conocido por mí, la bella ciudad de Otavalo, esa que también visitara en mi temprana juventud en compañía del amigo. Con la presteza que me ha dado el tiempo y la experiencia me dirijo a la estación de bomberos para buscar una posada y como siempre estos buenos hombres abren sus puertas, hoy igual me encuentro un poco mareado, la altura me sigue afectando y eso que este no es uno de los lugares más altos por los que he pasado.

Otavalo es reconocida por su feria de tejidos y artesanías, el cuerpo de bomberos donde me instalo queda cerca de allí pero a esta hora en que llego ya han ido cerrando algunos, igual puedo pasearme entre esos bellos tejidos a mano, vestidos, bolsos y demás. La población tiene esta tez indígena tan particular de estas tierras, me produce fascinación sobre todo ver la gala con la que visten las mujeres, que entre esos faldones negros, sus largas cabelleras y unos cinturones de colores parecen reinas, un reinado que sigue imperando a través del tiempo y es que no son nada baratas estas vestimentas. Preguntando en alguno de los locales que venden estas ropas me doy cuenta de su elevado precio.

Hay espacio para recorrer las ferias de comida, ir a comer un buen pescado, ver como cuelgan esas carnes y se fríen otras tantas y al hablar de frutas ya estamos en la misma línea que Colombia, los bananos, esos que hacen tan famosos este país imperan por doquier. Con paso tranquilo recorro estas calles que he olvidado con el paso del tiempo, sus iglesias varias y sus calles empedradas siguen allí, los mercados inmutables a no ser por la proliferación de propaganda y un clima que se hace más frio por ser temporada invernal, siento un aire de nostalgia en el ambiente, ¿cercanía con Colombia?, tal vez. En las bancas de los parques duermen los viejos, hombres y mujeres pequeñas que como a niños les cuelgan los pies y dejan pasar el tiempo mientras un hombre vende algodones de azúcar. La noche cae y los jóvenes dan vuelta al parque, recorren las calles donde se mueve más gente y aparece otra vida, me parece entonces que tengo que ir dejando a Otavalo, que otro país queda atrás, que Ecuador se va yendo.

Despierto y no sé que pase hoy, miro el mapa, ese mapa que se gasta de tanto mirarlo, desde Perú lo veo una y otra vez queriendo borrar las fronteras que tengo para comerme, todo sucede como si el paisaje se difuminara.

Saliendo al camino por entre un tumulto de gente llego a la salida del pueblo, carros vendiendo comida, puestos de comida, comida en las calles, comida por todas partes, transito de chanchos, de gallinas, mercancía, todo esta tan vivo y me detengo al lado del camino para comer algo que soporte la jornada. Tengo algún punto marcado en el camino para llegar, pero algo dentro de mí me dice que tendré otro destino, todo tan cerca y tan lejos, de igual manera empiezo a avanzar. Las montañas me acompañan, esa infinita cordillera que va desde el sur del continente naciendo, muriendo, levantándose y que se bifurca allá en Colombia con sus tres cordilleras.

Contados lo kilómetros siento un agotamiento y el sol se ha puesto bien arriba, de pronto, una cuesta, una interminable cuesta aparece y ya no tengo ganas de hacerme el heroico y enfrentarla, me detengo, no sé qué pasa. Entonces empiezo a maquinar pensamientos, a jugar con las proporciones de camino en mi cabeza, pensaba que la llegada sería de otra manera, el cansancio y las ganas de estar del otro lado ganan la batalla, estoy dentro de un auto yendo a la frontera con Colombia y mi corazón se acelera corriendo más rápido que los autos, mis ansias van adelante. Bajo en Tulcán y sigo pensando. Del otro lado esta Colombia, no es tarde para avanzar, pienso en quedarme y ver la frontera más temprano al otro día, tengo la posibilidad de alguien que ofreció una posada aquí, hago un par de llamadas pero ese alguien no está. Vuelvo a pensar en la frontera, miro el cielo encapotado y con algunas nubes grises que amenazan con soltar sus goterones, pienso, me quedo pensando y luego estoy pedaleando lo más rápido que puedo a la frontera, mi frontera, mi primera frontera allá en el año de 1999 y mi última frontera en este periplo que parece cerrase. Entonces el cielo deja caer un diluvio como queriéndome detener, lo hace, lo logra por unos minutos, pero parece que el también al igual que yo está indeciso, se calma, se abre el cielo, yo me abro paso y continuo, huele a Colombia, aunque no sé bien a que huele Colombia. Veo algunas placas de autos de mi país, lo presiento, estoy cerca, una avenida grande, un par de curvas y entonces aparece el puente internacional de Rumichaca. Elevo un grito altivo al cielo y sé que tengo que entrar a Colombia.

Estos serán los últimos trámites fronterizos, siento un poco de nostalgia cuando imprimen ese sello, siento que todo se va apagando que el pasaporte también muere, que no seguirá siendo útil más que para el recuerdo. Un sello en Ecuador, un aviso que me indica de mí último país y entonces cruzo la frontera como en un sueño, pensando en todo lo hecho atrás, rostros colombianos van de aquí a allá y entonces el sello final que cierra todo. Bienvenido a Colombia.


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