Lo que yo quiero decir es América Latina...

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martes, 10 de abril de 2012

Cuestiones del trópico

Calor, calor y más calor. Estas en Guayaquil e indefectiblemente empiezas a traspirar junto con la ciudad que se mueve rápido, rapidito, entre el tumulto y el gentío, sea la hora que sea, entres por donde entres, esto es el trópico, estamos cerca a la línea ecuatorial, estamos en otro puerto.

Allá por el año 1999 yo caminaba lo que sería el gran Malecón 2000, ni siquiera habíamos llegado por ese entonces al temido fin del mundo de aquellos días pero el hombre seguía inventando estructuras y al lado del tremendo río Guayas, del mismo nombre de la región, empezaba a armarse ese paseo peatonal, con tablas muy bien puestas para que la gente pasee sus días y sus noches, para que se encuentre con sus amores mientras el rio moja sus penas para otros. Apenas había unos tramos, poca iluminación, pero ya era fascinante mirar desde su altura como la noche se sumergía en las aguas del rio y en el día la gente como iguanas mostraba su piel, al fin y al cabo esto es el trópico donde somos de piel.

Pasaría de largo en el año 2002 sin saber cómo iba la obra, pero ya de oídas Guayaquil sabía que seguía creciendo. Hoy en un presente 2010 regresaba y Guayaquil abría sus puertas para recibirnos colándonos por alguna de sus concurridas calles en la hora en que todos corren a sus casas.

Lo del calor en Guayaquil se queda corto, hasta las palabras se consumen. Una buena amiga nos brinda la mano para ofrecer su hogar, un pequeño departamento donde nuestras bicis lo llenan todo, pero el amor hace un campito para los forasteros. En estas tierras y más en estas condiciones el baño es anhelado para quitarse todo el agotamiento de la pedaleada.

Hay que volver a reconocer la ciudad, palparla bajo las plantas de los pies que es la mejor forma, sentir su latir. Así que empezamos con pocas indicaciones a encontrar lo que haya que encontrar. Encaminados al famoso Malecón con este sol abrazador vamos a su encuentro. Recuerdo que la primera vez que lo pise era de noche y además víspera de navidad, las calles hervían de gentes, dejando basura a su paso, la ciudad me pareció eso, un solo basurero, pero afortunadamente hoy me encontraba con otra ciudad, no sé si sería la hora o una ínfima cuota de civismo.

La obra estaba ya terminada, el Malecón era una realidad y así empezamos a desentrañarlo. Dividido por espacios y colores, módulos, y ese afán de progreso que es medido hoy en día por cuantos centros comerciales quepan en un solo espacio, aquí habían varios, somos una copia en todos lados, la idea es la misma pero multiplicada, fotocopias de fachadas y seres. Igual resultaba agradable caminar por aquí, ver las familias y parejas pasearse, dejarse ir mientras el astro rey hace lo suyo.

El Malecón discurre por toda la orilla de la ciudad acariciando sus calles y allá al final, los próceres y sus banderines, una estatua más y más, más allá un barrio pintoresco y particular, el cerro Santa Ana con sus cientos de escalones y fachadas de colores en el barrio Las Peñas. Todavía hay tiempo y vamos a la cumbre pero sin prisa, contando escalón por escalón y empezamos a dejarnos perder por los pasadizos, seguros de que nos llevarán a la cima. Los más variados negocios se encuentran en el camino, cafés, bares, tiendas de suvenires, en fin. Llegando a la cima todavía hay que sortear otro laberinto para encontrar la cumbre donde claro, hay una iglesia y un mirador precioso donde se ve la extensión real del rio. Pudimos ver el puente aquel antes de llegar a la ciudad y nos admiramos de su extensión, siempre a la distancia todo adquiere otros matices, digamos una realidad. Hay espacio para dejar hablar al viento desde aquí arriba sentir como soplan otros aires.

Ciudad de agua, ciudad liquida para soportar tanto calor y calmar tanta hambre en el Mercado Caraguay, que espectáculo, que cuadros. A veces me avergüenzo profundamente de ser tan citadino, porque quiérase o no soy hijo de la urbe y del asfalto, no tuve más Malecón que la avenida La Playa y las frutas y verduras para mí no venían más que de algún almacén, lo reconozco con un poco de pena, así que cuando sobre una blanca loza observo un pescado de tamaño descomunal que ha perdido su cabeza y lo nombran como un atún, me mortifica más la pena, porque para mí; aunque sepan que son peces, estos vienen en las latas de van camps, y en cada nueva loza cuando camino por los pasillos de este santuario de frutos del mar los hay más y más grandes, viendo sus cortes transversales pienso en esos enormes árboles caídos cuyos círculos se ven al interior, los atunes tienen lo suyo también. Qué decir de los camarones. Ahora entiendo aquello de camarones ecuatorianos, la progresión del tamaño y al llegar los langostinos se entre corta el aliento, se confunden sobre las lozas el picudo, la albacora, corvina, el robalo y también hay espacio para las frutas y aquí es dónde uno sabe que inevitablemente esta en el trópico y se desparraman colores y aromas entre verduras y frutos que no me son ajenos y me van aliviando el alma.

Aquello era el movimiento normal de un día en el mercado, pero hay un dato que nos es proporcionado por nuestra anfitriona y es que en la noche es cuando en verdad cobra vida este mercado en la sección de frutos del mar, aquello es un total trafico de peces, no paran de llegar camiones con ejemplares aún más grandes que los vistos en la tarde, entonces si se corta el aliento y se confunde con el frio de los hielos que se van derritiendo conforme pasa la noche para mantener frescos esta delicias. Y en algún callejón están los crustáceos, hordas de cangrejos vivos, tocando un pasodoble con sus tenazas, clic, clac, clic, clac, cajas y cajas de cangrejos apelmazados, hombres que gritan la mejor oferta mientras todavía están con vida los cangrejos.
Con este preámbulo de Guayaquil nos dirigimos a la mar, al océano, al punto de partida de todo y recordamos las palabras del maestro Álvaro de Campos en su “Oda marítima”:

“Los viajes de ahora son tan bellos como los de antes y un navío será siempre bello sólo por ser un navío. Viajar aún es viajar, y la lejanía está donde siempre estuvo: ¡en ninguna parte, a Dios gracias!.

Vamos bordeando esta costa pacífica que nos regala el sol y así buscamos nuestro primer refugio en un apacible lugar llamado San Pablo, tan pequeño como para que la emisora del pueblo todavía sea el método para dejar recados que son oídos por toda la comunidad y el mensaje llegará a buen puerto. En alguna parte de la arena al lado de las barquitas de los pescadores armamos nuestro hogar y no hay de otra que contemplar el espejo azul, arriba y el del horizonte con espuma que forman las olas y la noche que cae bajo ese manto.

Sigue el camino con la vegetación espesa a la derecha y el mar a la izquierda y así de resguardados voy en búsqueda de una playa que encontré en el año de 1999 cuando contaba con mis escasos 20 años, en aquella primera expedición fuera de las fronteras de mi país. Este es un lugar que con el tiempo ha cobrado más y más fama. Cada mochilero que visita ecuador tiene que venir aquí.

En aquel lejano 1999 lo disfrute como ningún otro, con el desenfreno de aquellos años, la por entonces apacible playa de Montañita recibía a un gran número de extranjeros que hacían noche allí. Cada uno iba llegando con su historia, su mochila, artesanías y malabares. El pueblito apenas se estaba poblando, eran pocos los hostales y los escasos bares que había eran lo bastante rústicos para que armaran un cuadro perfecto, llevabas dos días en Montañitas y ya todos te saludaban, todos nos conocíamos. No había llegado el pavimento y no recuerdo haber visto una escuela ni cafés internet, nada de eso, aquí venia uno a desconectarse del mundo, ese fue el apacible, pero a la vez prendido lugar que yo conocí y donde di la bienvenida a este nuevo milenio entre cientos de abrazos y jubilo. Pero ahora…, llegaba cargado de historias, con más años, menos ingenuidad, más cansado, más escéptico con todo y mis ojos no podían dar crédito a lo que allí veía.

Lo que voy a describir puede no sonar muy agradable para muchos que gustan de este lugar y que en verdad son los más, pero todo depende con el cristal que se le mire y de lo que se esté buscando. Yo ya había venido de la rumba y el jolgorio de todo un continente, de las cosas que ame cuando fueron verdaderas. El asfalto había llegado a Montañita y con el la publicidad y esa cierta idea de progreso. Antes habían unos pocos hostales disgregados por aquí y por allá, casitas a lo sumo a una que otra construcción presuntuosa hecha con madera pero que guardaba el espíritu del lugar, ahora en cambio me encontraba con mega construcciones edificios que se alzaban en medio de la calle, las calles que estaba llenas de restaurantes de todo tipo, cuando en aquella época eran glorioso los jugos y empanadas que vendía un único local. Algunos bares emulaban esos de las playas europeas ofreciendo música electrónica y cocteles exóticos, a mí me tocó ir a al el bar el chivo que quedaba a unos 10 minutos caminando por la oscura playa, ya que era un bar que quedaba al lado del mar y abría solo en la noche, como era de esperarse era otra chocita de madera, pero el ambiente era otra cosa.

No podía dar crédito a lo que veía, si bien es cierto pensé que las cosas estarían un tanto cambiadas no me espere tanto la verdad, ya dije que venía de un pueblo donde la emisora del pueblo se amplificaba en parlante y llevaba y traía recados todavía y aquí queríamos emular lo absolutamente foráneo. Hubo algo eso sí que me llenó el corazón y fue descubrir que el camping donde pernocte esos días todavía seguía en pie. Con gran alegría preguntamos y había espacio, la distribución era totalmente diferente, la parte de atrás había sido habilitada oficialmente como camping donde antes había solo maleza. La distribución de aquellos días era arbitraria y la carpa se armaba donde cayera, pero fue estimulante ver que el lugar estaba en pie. La única foto que tome en montañita fue de aquel lugar, de lo otro no quería tener más registro que el que tenía en mi corazón por los días pasados.

La lluvia hacia de las suyas por esta temporada y un día mas nos retuvo en Montañita, sin ningún gusto nos quedamos pero al día siguiente y todavía con amague de lluvia salimos al camino. Todo mas húmedo, mojado, las pocas cuestas que habían se hacían aún más difíciles. Este trópico húmedo como sexo de mujer, la Latinoamérica salvaje de pasajes que todavía el hombre no manipula tenía para nosotros como destino la playa de Puerto López, lugar desconocido para mi, pero no para mí compañero de viaje.

Puerto López posee más asomo de ciudad pero en verdad es un pueblo chico. Los días anteriores la lluvia lo inundo todo, en las calles estancadas estaba el agua todavía y en otros lugares los pantanos de lodo hacían presencia, era difícil moverse con nuestras compañeras de viaje y levemente mojados nos fuimos abriendo paso para encontrar un lugar, el dinero se hacia cada vez más escaso y las posada solidarias brillaban por su ausencia en este lugar, ni los bomberos pudieron ayudarnos esta vez. Con desgano y sacándonos unos pesos del bolsillo un hombre accede a que en su lugar donde alquila cabañas pongamos nuestra carpa pro ahí, en medio de ellas, ni un baño nos fue concedido y así con el cansancio de la jornada nos dimos a caminar las calles de este llamado Puerto donde lo único que embarcan son las ballenas que cada tanto vienen a visitarlo.



1 comentario:

Clari dijo...

gran experiencia, en Ecuador siempre se viven ese tipo de cosas. me acuerdo cuando yo saque pasajes a montañita, divinas épocas. ojala pueda volver para esos pagos, me falta islas galápagos