Lo que yo quiero decir es América Latina...

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sábado, 12 de julio de 2008

Recife – Salvador. Perto do Mar, Lluvia fría y gente caliente

Siempre será una osadía comprimir en unas pocas líneas kilómetro y ciudades vividas intensamente, el trecho Recife – Salvador contiene tantas vivencias que hay que cogerlas despacio para llevarlas al papel.
Saliendo de Recife y por cierto embeleco paisajístico quería que mi próximo destino fuera la famosa playa “Porto de Galinhas” renombrada playa que ganara por siete años seguidos el titulo de la mejor playa de Brasil, tamaño titulo para un país que en su mayoría es litoral. Me deje cautivar por la oferta turística de sus piscinas naturales que encontraría allí, pero la vida que es sabia me recuerda que mi viaje es otro, de otro tipo, con una búsqueda diferente, no busco lugares simplemente los encuentro. Para llegar allá tuve que hacer un desvió de 18 kilómetros que me suponen casi una hora de pedaleo. Al llegar me fui topando con todos esos resorts y hoteles de lujo que ya me hablan de a donde llegaría. Por supuesto es otro de esos lugares hechos para turistas con dinero, dispuestos a que los hambrientos colmillos del sistema de vampiros chupe sus ahorros. Tan pronto como llegue ya estaba saliendo a una playa cercana llamada Macaraipé y en esas piruetas de la vida Javier y Carolina, un par de bicicletos uruguayos me recomiendan un lugar tranquilo y gratis para acampar. Es un encuentro para compartir experiencias de quienes entienden que es viajar un continente en dos ruedas, con equipaje y movido por la fuerza del corazón, como diría una buena amiga. La lluvia me retuvo por dos días en aquella playa, la fría lluvia que todo lo daña nos amarraba a mí y a la dama en esa playa que se hacía fría, de arena pesada por el agua, mi carpa era mi casa y cuando paso el temporal pude salir de allí, no sin antes despedirme de mis buenos amigos bicicletos. Sigo por esa ruta cerca de la mar, perto do mar, con ese cansancio que trae la lluvia haciéndolo todo más pesado, paso por Maragogi, me quedo de nuevo en una estación de policía, amables hombres, cambio de estado, en esta parte del litoral donde los estados son recogiditos y furtivo paso por ellos. En otra de esas maratónicas jornadas haciendo 130 kilómetros sobre mi bicicleta llego a una nueva ciudad, Maceio, en el estado de Alagoas. Así como la lluvia trae oscuridad, Maceio no me trae mucha alegría, hay ciudades que abrazan y cautivan y otras si apenas te hacen un guiño. Maceio me huele mal y hay un aire de desorganización en ella, como siempre tiene su lado de mostrar, el lado postal de las ciudades, pero yo que soy gusano de tierra, topo y animal que gusta de quitar los velos desenterrándolo todo, habito sus esquinas y no encuentro mucho que me atrape. Recuerdo con gracia aquella foto que no tome, que son las mejores que podamos tener, que en la ciudad de Maceio, y esto es de no creer, hay una réplica a menor escala de la misma estatua de la libertad de los americanos, según me cuentan regalo de los franceses también, esos franceses. En Maceio empecé a intuir con más fuerza las fiestas juninas de São João, con sus bailes de cuadrillas multicolores. En Maceio también me quede por la gente, la gente caliente de la vecindad que no deja que se agote la cerveza ni la camaradería, la que me hace quedar un día más con la promesa de hacer pan de ajo para mí, así fue como doña Adriana, una mujer festiva y dicharachera fabricaría el buen pan. Así van siguiendo estas ciudades, unas pasan sin mucho alboroto y otras te roban cada pedazo de corazón.
Del día que salí de Maceio, Junio 23, tengo el recuerdo vivido y húmedo todavía hoy que escribo esto, una jornada entera pasada por agua, una jornada de desesperación, kilómetros y kilómetros bajo la lluvia, una lluvia fuerte y aquello sin un lugar donde meterse, gajes del viaje. Pero al otro día de camino hay compensación y para anotar, una de las particularidades de esta ruta es que en ciertos trechos hay que tomar una balsa para pasar un rio, una laguna, un riachuelo, eso lo hace interesante, bello. Subir a esos pequeños ferry que llevan un par de autos y algunas personas, dejarse transportar. Sería pasando del estado de Alagoas a Sergipe donde tendría otro de esos encuentros que marcan y claro, dan una mano. Sergio, que va en su camioneta me hace detener y me cuenta que es profesor de educación física, que se ha andado más de medio continente en bicicleta y que solo le faltan unos pequeños tramos para completarlo, él me ve y entiende perfectamente en que ando, viene él de la próxima ciudad a la que voy y como presente me da una estadía en la posada que acaba de pernoctar. El camino para llegar a ella es difícil, no es de asfalto, es de tierra, pero todo lo vale, la tranquilidad y la comida y un amigo que queda pendiente en la ruta. Al día siguiente termine la ruta de tierra con la suerte de esta vez no ser alcanzado por la lluvia y brindarme mi decima ciudad brasilera, Aracaju. Ciudad con nombre de pájaro y fruta, que magnifica combinación, el Arara o papagayo y el cajú, fruta gustosa y común por estas tierras. Una ciudad así solo tenía que traer cosas buenas, desde que cruzara ese enorme puente sobre el río Sergipe, el nuevo puente con solo un año de vida, el puente que aun no desplaza a las pequeñas embarcaciones que siguen cruzando a la gente de lado a lado, difícil luchar contra la costumbre, esos barquitos llamados tototó, entrar por su mercado central, el viejo mercado de Aracaju vestido de São João, recubierto por la fiesta con multicolores banderines, casetas de comida y bebida, dos tarimas gigantes y el ambiente de fiesta, de fiesta junina sintiéndose en el aire. Un grupo de amigos me recibiría allí en Aracaju, donde todo fue baile, fiesta, conversaciones, disertaciones y aprendizaje de la historia de su ciudad, una ciudad en la que de verdad billa el sol aunque por estas temporadas sigamos peleando con la lluvia. Aquí sentí con total intensidad eso de las fiestas juninas, con su ritmo de forró, el que viniera desde la tradición con Luis Gonzaga y ahora tuviera tantas vertientes para seguir mostrando que Brasil es ritmo, ritmo por doquier.
Mis mapas me mostraban que la ruta entre Aracaju y Salvador era llamada la línea verde, una carretera de 190 kilómetros que comenzaba unos kilómetros después de Aracaju donde tuve que volver a tomar un par de balsas para cruzar sendos ríos. La línea verde fue uno de los trayectos más difíciles en Brasil, constante sube y bajas por terrenos desolados hacían la dificultad del terreno, la lluvia seguía haciéndose presente. Dure dos días en cruzarlo, volviendo a parar en una estación de policía en la que apenas me abrieron las puertas y la otra en una de esas playas para turistas de afuera, en otra pasarela construida para el confort de los que todo lo tienen y no quieren que en su lugar de veraneo esto se les olvide. Como siempre en estos lugares me es difícil buscar albergue, pero la suerte sigue conmigo, no solo pude dormir bien, en un estacionamiento pose mi carpa y pude dormir tranquilo y seguro, si no que hice un par de amigos que me ofrecieron futuras posadas. Felipe me invitaría a comer y pondría su casa de Río de Janeiro a disposición y el Mestre Cabeludo, maestro en Capoeira me acogería en su academia en la ciudad de Salvador. La estancia en salvador traería tantas sorpresas y sensaciones como le es posible dar a una ciudad, ciudad de ritmos, caras y sabores mil, ciudad de choque y revuelque, ciudad de todas las razas y ley propia.

3 comentarios:

Unknown dijo...

COMO JAVIER Y CAROLINA...
TU SUEÑO, MI DESAFIO...
PERTO SEMPRE PERTO,TQQMMM!

Unknown dijo...

GRACIAS!
con tus palabras acepto y reafirmo mi deasafio...y hasta puedo vencer mi miedo...

Troyana dijo...

Los límites de mis dedos
parecer contener un témpano de hielo,
siento el frió de tu recuerdo
y me deleito con el exceso de humedad
que moja nuestros cuerpos por este tiempo

No pensemos en luchas
ni peleas
ni angustiantes desesperaciones
con el tiempo

Solo un espacio
y un silencio,
para que la hoguera de los buenos momentos
acompañe el monologo
de muchos de nuestros trayectos