Lo que yo quiero decir es América Latina...

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viernes, 10 de septiembre de 2010

Camino a la Paz.


Bajar de las alturas, caer a la tierra desde la ciudad de Potosí, ir en un interminable descenso. Surcar montañas en una extensa bajada que nos sacara de la ciudad. Para nuestros cansados cuerpos aquello venia de maravilla, era volver por los caminos de Bolivia, atravesarla, ir rumbo a su capital pasando por parajes desolados, ir a su centro.
En un terreno desconocido fuimos sumando kilómetros. Muchas veces el mapa no dice mucho y solo queda preguntar a los locales y es allí donde te das cuenta que poco saben sobre su propio lugar. Un eterno sube y baja de montañas, verdes montañas, curvas inquietas, subidas desafiantes, es la hermosa soledad del camino y el querer descifrar su verdad que no es otra que el horizonte. El sol que entra por un lado y sale por el otro y se esconde y se vuelve a dejar ver entre montículos.
Cumples con tu jornada y te encuentras un pueblecito que es un rejunte de casas a la vera del camino, juegas con los nombres tratando de retenerlos en tu memoria mientras avanzas por los caminos, es difícil, entre la disposición de los nombres y la forma como es dada la información se hace imposible retenerlos.
Tambo Alcalá es el primero de la jornada. No hay mucho, unas pocas casas y mujeres que lavan sus ropas en un hilo de agua canalizado. Una desolada edificación cerrada nos cobija y el campamento está instalado. Coquetea el frio, se sortea el hambre, cae la noche. Un pedazo de luna acompaña los alimentos que se cocinan tratando de cortar aquel vientecillo.
La jornada anterior define lo que serían los días venideros, la constante de agotadoras subidas. De nuevo la desalentadora noticia de no saber a cuanto esta el próximo pueblo ni de tener noticia, si es llano o en cuesta el terreno. Un dicho boliviano se escucha en cada rincón cuando preguntas la ubicación de un lugar: “Ahí sito no más”, expresión que denota una incertidumbre total, ya que puede ser una distancia que está a la vuelta de la esquina o como bien sucedía, una extensión interminable de kilómetros. La mentada expresión viene seguida de otra que podría denotar nuestra tranquilidad pero que poco se da, nos dicen que después del “Ahí sito no más”, seguirá “Solo pampa” y ni lo uno ni lo otro. El pueblo esperado se hace esperar por interminables minutos y cuestas y la tan mentada pampa nunca llega más que al término de la jornada. Lo que salvan esas jornadas es la belleza de esas montañas que se pierden en la inmensidad, que se juntan como gigantes a dormir sobre la cordillera, montañas que van pintando de otro color la caída del sol, montañas que son valles y hermosos despeñaderos ante los cuales hay que rendirse.
Hay jornadas que terminan con la caída del sol, el agotamiento de toda fuerza, de saberse casi perdido y de pronto encontrar algo para pernoctar, otro de esos pequeños pueblos, esta vez Tola palca.
Luego de este pueblo el paisaje regala descanso y llega la esperada Pampa, un regocijo para las cansadas piernas. Te vas perdiendo entre ríos y montañas que están a lo lejos, ya no surcas sus costados, las ves apenas allá, algunas pequeñas y otras inmensas. Por kilómetros me pierdo solo, como si el viento me llevara y me dejo ir viendo cómo nacen y mueren pueblos en mi camino, lugares de nadie, de pocos. El camino me recuerda lo vulnerable que puedo ser y me sucede un pinchazo, hace rato no pasa, no es nada para preocuparse. Poner a la maleva llantas arriba y manosear sus ruedas, un juego como otro.
Challapata se llama el nuevo destino, ciudad un tanto más grande que las otras y debido a nuestro cansancio buscamos resguardo en esas humildes posadas de paso. La aridez lo domina todo pero una tonada de nuestra tierra colombiana no deja de sonar en el ruidoso parlante de una tienda, hay otros aires. Son las notas de algún viejo vallenato que te recuerda la Colombia fiestera, ruidosa y caliente, esa de la costa Caribe, la del ron y el mar.
Un baño de agua caliente me devuelve a la vida y no hay mucho que ver por las calles de este pueblo. Entre el confort de la tarde apremian algunos antojos y los lácteos que hace rato no probamos nos seducen. ¡A por ellos! Un buen pedazo de queso, mermelada, buñuelos (que son una especie de hojuela de harina) y una bebida local llamada Api, calman nuestras ganas. Se llena la calle en la noche de puestos que venden todo tipo de comida, chicharrones, pescados, sopas, fritos y demás, vamos a la cama con el espíritu y la barriga llena.
Cambia un tanto el paisaje, montañas amarillas y rectas en el horizonte, casitas olvidadas al lado del camino y escuelas con su respectiva cancha de futbol, de futbol que muchos en esta fiebre mundialera juegan a cualquier hora del día. La carretera es tranquila, muy tranquila, atrás han quedado esas agotadoras colinas donde tenía que arrastrar la bicicleta y donde rogaba al cielo que la próxima curva trajera un descenso, esa inolvidable altura de 4.275 metros sobre el nivel del mar alcanzada en alguna montaña.
Aparece el pueblo de Poo Poo y kilómetros atrás nos informan de unas termas que gustosos visitamos. Esta agua caliente venida de la montaña, pequeños cuartos privados para sumergirse en el salado liquido que repone como ningún otro el cansancio de la jornada. Luego a buscarse esa posada solidaria, la de siempre, jugando en contra de las reglas del dinero.
La municipalidad siempre es una buena casa en los pueblos chicos. En la secretaria una mujer me dice que para obtener el permiso debo hablar con el alcalde, el cual se encuentra afuera bebiendo cerveza con otros paisanos, estas son las cosas de mi continente. Se encuentran celebrando la entrega de una herramienta para trabajar la tierra. Su fraternidad no se hace esperar, se cruzan palabras, se pregunta por recorrido, origen y hasta un libro de visitas firmamos.
Ese particular movimiento de la tarde en estos pueblos donde luego de la hora del almuerzo todo queda quieto, como un animal que apenas se mueve. Algunos puestos todavía venden comida. Como olvidar unas tajadas de plátano maduro que te recuerdan la tierra, te hablan de que somos una misma manta con distintos parches pero que cobija una misma tierra. Vence el cansancio y hay que dormir un poco, tirarse donde se pueda en la municipalidad que por supuesto no tiene un lugar concreto donde dormir, donde recibir a ese desprevenido viajero que viene de paso pidiendo una mano. Un corredor hace las veces de morada, pero la fraternidad tiene otro rostro y nos es ofrecido el mismísimo salón de reuniones. Piso de tablas, un viejo piano que no se sabe quien tocara con sus teclas empolvadas y balcones donde pienso en algún tiempo se promulgo algún discurso. Cae la noche.
En el camino que no cambiaba mucho con sus planicies y sus llamas saludando al paso aparecería la ciudad de Oruro. Cifrada estaban las esperanzas de hacer un alto en el camino, varios días de pedaleo tenían el cuerpo más que exhausto, pero esta ciudad mostraría una cara no muy amable. Se iba dejando ver a lo lejos y su centro se perdía entre pedalazos viendo como las casitas coronaban los cerros, esos famosos cordones de miseria de nuestra Latinoamérica. Ventas de todo tipo a las afueras de la ciudad, esos mercados llenos de verduras y frutas que ya pasando el día dejan las sobras y sus frutas podridas a los al rededores. La típica desorientación a la entrada de una ciudad grande nos lleva al centro, un centro sumamente caótico y sin orientación, perdidos vamos entrando sin saber a dónde ir, sin un lugar donde dormir. Más ventas al interior de la ciudad, entre comidas, víveres y enseres de cocina, de casa, prendas de vestir, dulces y cuanta cosa se pueda uno imaginar debe uno abrirse paso para buscar una morada. La morada aparece y no es lo imaginado. Barata, fría, un tanto sucia, acomodada al presupuesto pero no apta para el descanso nos hace pensar que solo un día podemos estar allí. El día de descanso se convierte en una larga jornada capoteando las horas para que el día más frío del año, donde la gente come perros calientes, hace fogatas y enciende fuegos pirotécnicos, pueda pasar, pasar en ese cuarto de pensión, cansados y al cobijo de un vino barato.
Sacando fuerzas de donde no hay, se remonta el camino, de donde pensábamos parar un par de días. Reconforta que el camino no lleve muchas cuestas, que el paisaje aunque seco sea agradable, con unas montañas entre verdes y amarillas, un viento peina las ruedas mientras se suman kilómetros y ya se presiente la capital.
Konani se llama el pueblo. Árido por supuesto, calmo, un tanto apagado. Su plaza central es apenas un pasto seco cercado por unos adobes y el movimiento esta dado por la cercanía con la capital, buses que van y vienen cargando y descargando gente. Entran y salen bultos de esas bodegas que parece que no les entrara un bulto más.
Regresa el dilema de donde parar, donde pernoctar. Una banca del parque calienta la tarde y quema las ideas, nada pasa, nada sucede. Hay un gran caserón que parece tiene que ver con la municipalidad. Acercándome a ello constato que si lo es. Adentro muchas mujeres con esos faldones beben cerveza, a cada trago ingerido va uno al piso en ofrenda a la tierra. El interior huele a cebada y comida. Se supone, es una reunión política. Hay un hombre que viene de la paz a dictar una charla sobre no se qué. Nadie nos presta atención, nosotros solo queremos un lugar donde dormir. Después de mucho intentar y preguntar, indagar por quien sería el encargado, sabemos que hay que hablar con la sub alcaldesa. Nos animamos a entrar y este buen hombre nos ofrece de su cerveza, ya nos han dicho que efectivamente tenemos posada, otra victoria, pensamos que es un gesto desinteresado, el de la cerveza, pero cual sería nuestra sorpresa cuando la misma sub alcaldesa nos pide una gran suma de dinero y en dólares por que dice ella que nadie beberá gratis de su cerveza. No se da cuenta esta señora, que particularmente encarna la autoridad, que si no tenemos plata para pagar un hospedaje, menos tendremos para comprar una caja de cervezas, no es nuestro objetivo. Así y después de nuestros argumentos, nos mandan a descansar con marcada diplomacia.
Abajo comienza un jolgorio de grandes magnitudes entre cumbias locales y un ruido que menos mal no se extiende mucho, debido a la borrachera temprana que llevaban todos allí. Nuestros cansados cuerpos caen en un par de colchonetas de aquello que pareció ser la municipalidad de Konani.
El día siguiente tiene una gran meta, la capital, La Paz. Mi compañero de viaje vuelve a ser víctima de la comida boliviana y lo que pensamos como jornada de pedal, se convierte en un tranquilo viaje en bus para remontar esos últimos kilómetros. El paisaje no cambio mucho, nos vamos acercando al alto, la ciudad que precede a la paz, un espectacular caos, de autos y gente por doquier y allá, allá abajo en un hueco esta La Paz. Con su inmensidad y su cemento, su falta de verde, sus casa que se extienden a lo lejos y te resecan la garganta, otro monstruo, otra capital por descubrir.

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