Lo que yo quiero decir es América Latina...

Lo que yo quiero decir es América Latina...

viernes, 29 de abril de 2011

Vaho de Lima


Si Arequipa había sido un hilo del recuerdo, en esta Lima, todo se convertía en un enorme ovillo de recuerdos, necesario volver a pasar por el corazón con otra mirada. Este era otro lugar para desandar los pasos. Aquellos pasos andados 10 años atrás, aquellos pasos de una tempranísima juventud. Aquella Lima pasajera y desconocida, aquel centro de la ciudad entre histórico y con olor apestoso a orines. Hoy venia yo al encuentro de los amigos, hoy venia rodando en pos de ellos.

Antes de comenzar este viaje llegaban a mi casa en Medellín un par de tipos que pretendían darse la vuelta al continente con mochila en hombro. Y como vuelvo a pensar en la frase de Vinicius de Moraes, aquella de: “Los amigos no se hacen, se reconocen”. Jóvenes y con la ganas de vagabundear de la mejor manera venían el Franco y el Camilo. Yo les abría mis brazos y la puerta de mi casa y ellos lo agradecían con una sonrisa, honestidad y alegría. Fue un fugaz fin de semana que nos marcaria a todos. Tiempo después en este encuentro recordábamos el anterior y Medellín entonces era una fantástica resaca de luces, fritos, locura y desenfreno. Hoy en la capital peruana me era dado volver a los amigos y teníamos cuentas por saldar, calles por descubrir, recovecos por andar y palabras por compartir.

A Lima entraba en bus. Ya lo he dicho que estas capitales, la mayoría te aplastan y hay que tomárselo con calma para llegar. En esta ocasión me sentía menos perdido y las imágenes iban regresando a mi mente, por la ventanilla del bus volvían los retratos de tiempos atrás, descifrando calles, avenidas, reconociendo espacios. Menos perdidos nos bajamos en algún lugar cerca del centro y la ciudad gris como siempre, gris como es Lima dejaba caer la tarde sobre sus avenidas.

Franco y Camilo se habían buscado una casa, al regreso de su viaje por Sur América solo para recibir a cuanto viajero pasara por Lima, un hogar para retribuir la ayuda que el continente les había dado en cada una de las casas que habitaron, yo sí que sabía de aquello. Con dirección en mano nos fuimos sumergiendo en la ciudad, en esa hora caótica a la salida del trabajo, en que todos se vuelcan a la calle como desesperados para buscar el cobijo del hogar. A los buses se le sale la gente por puertas y ventanillas y los que van en sus propios autos no quieren reconocer semáforos ni autoridades, entonces en ese mar de gente nos íbamos abriendo paso para encontrar la mejor salida e ir al encuentro de los amigos.

Descendíamos por la avenida Venezuela y parece que fuéramos al fin del mundo porque la avenida nunca terminaba y no dábamos con la dirección, pero de pronto aparecía la indicación, el solcito de la fábrica D’Onofrio, por ahí era, estábamos cerca. Como olvidar ese solcito, si todos los colombianos de mi generación crecimos con la televisión peruana que llegaba mágicamente a través del cable y nos tragábamos cuanta serie viniese del hermano país, su publicidad era la nuestra, sus helados, detergentes, cómicos eran nuestros, así que nada de extraño tienen muchas cosas en este país para un colombiano como yo.

Una unidad de antiguos bloques. Allí, en cualquier apartamento quedaba la guarida. Y es que eso era la casa, una guarida, un hermoso antro. Para el viajero desprevenido que solo buscara un lugar donde tirar su bolsa, este era el lugar perfecto. Para quien buscara una limpia, amplia e iluminada habitación; como ocurrió en algunas ocasiones, me contaron mis amigos, debían dar un paso atrás y buscarse un hostal en Miraflores o barranco.

Franco no se encontraba, andaba en alguna correría latinoamericana y Camilo me recibió. Un poco más de años y experiencia habían afinado su tacto y su gusto, que a este hombre junto con su amigo, les sobra. Primero hubo que ubicarse y hacer espacio entre las otras bolsas de dormir que se encontraban tiradas por el piso, ninguno de los anfitriones se encontraba, pero eso aquí no era problema, la casa siempre se encontraba habitada, alguna llave quedaba por ahí. Fue en la noche que nos encontramos y el abrazo no pudo ser más apretado. Es fantástica esta situación de no venir a una gran ciudad como un turista desprevenido. Mejor llegar a tocar la puerta de un amigo y volver a otras caras de la ciudad como ocurriría en esta ocasión.

Empezaría una sucesión de frenéticos días en la ciudad de Lima. No sé si llamarle a aquello descanso. Ahora no importaba nada o casi nada, ir a conocer lo que se “debe” conocer de una ciudad no estaba en la programación. Yo ya había tenido mi momento en Lima y con calma lo hice en esos días. La casa aquella se encontraba siempre llena de gente, pero parece que se desvanecieran ante la presencia de la amistad fuerte que nos unía a nosotros.

En el día, digamos había un respiro, ya que mi amigo Camilo trabajaba, así que tenía espacio para ir al centro de la ciudad a saludar la plaza de armas, una de las más bellas de toda Sur América. Todavía con sus fachadas pintadas de amarillo y ocre, sus carruajes tirados por caballos para que se paseen los turistas, emulando el pasado. El pasto siempre bien cortado, exageradamente bien cortado, casi cada día por medio lo cortaban, un molesto hombre que solo cumplía su trabajo venía son su máquina a hacerte parar de un banco de la plaza mientras todo era contemplación. La guardia presidencial seguía haciendo su numerito y el cambio de guardia deslumbraba a los turistas. Soldaditos como maquinas, maquinitas de cuerda caminaban de aquí para allá para el deleite de la tradición y la estupidez.

Y la plaza, la plaza incólume, con sus poderes mirándose de frente, callando sus muertes e hipocresías. Colonial iglesia, pulcra alcaldía de balcones tallados en madera. Cerca de allí el tribunal de la santa inquisición, una de sus más poderosas sedes en antaño, se ubicó aquí, ahora convertido en museo, un museo de horror que no quise volver a visitar, ya me había bastado con la ira de la primera vez.

El centro de la ciudad seguía tan variopinto como siempre y entre esa inmensa colonia china instalada aquí hace tanto me abría paso por el barrio chino donde la cultura peruana había conjugado un ser. Seguía serpenteando por las calles esta vez buscando algo de comida y es en esto donde Perú no decepciona en lo más mínimo. Orgullosos de su gastronomía este pueblo se yergue con algunos de los mejores platos del continente, entonces a este vagabundo viajero le he es dado comer muy bien por muy poco. Sin mucha pompa en algún recoveco del centro, por algún pasadizo, se instalan puestos de comida, de comida de mar, para ser más específicos y hay una lista de pescados de diferente preparación, con un ceviche o chupe de mariscos de entrada, por precios irrisibles. Como era de esperarse el lugar se encuentra abarrotado de comensales que diariamente llenan las mesas. La comida se abre paso entre las cabezas y el olor a mar llega a la punta de nuestras narices y luego los frutos del mar colman nuestro apetito.

Luego las noches, las noches de Lima. Noches bañadas enteramente en pisco, conservadas en la fuerte calidez de esa bebida milenaria, conversaciones en sucias tabernas de cualquier callejuela del centro o en la tienda de nuestro barrio que no nos defrauda y después de cerrada la puerta escuchamos los cantos de la ebriedad al interior y sabemos que podemos conseguir otro tanto de lúpulo para cerrar otra noche. Noches de Lima sin rumbo, de platos baratos, de caldos de cabeza, de porotos, noches de gente que va por ahí y que ha perdido el juicio. Sube sube sube, baja baja baja, pregonan los hombres que cuelgan de los buses.

Aquí el transporte urbano tiene su propia ley, arman su recorrido como les viene en gana dependiendo de la demanda, el precio es conversable dependiendo de todo, de tu ánimo, de la extensión del recorrido y la buena voluntad del que te cobra el boleto. Sube sube sube, ahí está el hombre del bus convenciéndote para que hagas un recorrido que no es el tuyo o para ofrecerte uno mejor o para recordarte que ese es el bus que debes tomar, baja baja baja, siguiente parada, señor déjeme aquí, señorita córrase al fondo. Buses viejos, colectivos pequeños, bancas desvencijadas, carteles multicolores, me siento como en casa. No hay gala en ningún autobús, hay artistas, hay dulces, hay chucherías, hay vida. Sube sube sube, baja baja baja, avenida Brasil, centro, plaza de armas, Venezuela, barranco directo, Miraflores, rotonda, caballero a donde va, suba que este le sirve. No paran, no descansan estos buses y en lo alto de la noche cuando el cansancio nos vence y los alcoholes también y estamos demasiado lejos de nuestro hogar vamos a alguna avenida y aparece el pregón, sube sube sube, baja, baja, baja, y nos vemos de nuevo viajando en otro bus capitalino.

Hay ciudades que son más o menos amables al ciclista. Lima es una ciudad en la cual montar en bici constituye un deporte extremo en sí. Sus calles llenas de huecos y la rapidez de los autos hacen que no sea nada confortable andar en bicicleta. Tienes que andar con mas sentidos de los que tienes para salir vivo de la situación, debe ser por esta razón que no vi muchos ciclistas en las calles. Sin embargo me di a la tarea de andar algunas calles, en última instancia la bici sigue siendo el mejor medio para conocerla, sobre todo cuando se trata de capitales, de lugares enormes, puedes discurrir y abarcar más espacio en tus dos ruedas.

Para mi sorpresa en un lugar cualquiera encontré una ciclo ruta y resguardado en la confianza de no ser atropellado converse con la ciudad mientras la pedaleaba, vi la pasividad de algunos seres que andan por una que otra calle y los inagotables estudiantes que andan en grupos comiendo chicle y dando gritos por ahí. Como toda buena capital Lima tiene sus caras, caras que sorprenden. En el centro, saliendo un poco de él, observas esos apabullantes cordones de miseria que delimitan la ciudad, casitas de colores sobre una montaña gris cubierta de smog. Pero te mueves al centro turístico y ves a un Miraflores y un Barranco perfectamente maquillados para encantar. Y claro que encantan, más cuando vas por los corredores de Miraflores bordeando el mar desde lo alto. El pacifico saludando las ventanas de los apartamentos que han tenido la suerte de plantarse ahí.

Parece increíble esa presencia de la mar en una ciudad tan gris, una ciudad que no suele ser acompañada por la lluvia y en la que las olas apenas la tocan. Barranco se planta con un tanto de bohemia y algunos balcones al mar, eso la hacen un lugar atractivo, más cuando en la noche las luces iluminan esos balcones.

Sumado el tercer mosquetero al grupo de amigos se iba despidiendo la ciudad como era debido. Franco llegaba con su euforia y su chispa a iluminarlo todo. Fue de uno de esos paseos en bici por la ciudad cuando lo vi. Él mismo me abrió la puerta y no lo podía creer, casi fantasmagórico, con unos pedazos de barba y un cabello ensortijado, me apretó en un abrazo que todavía recuerdo. No paraba de hablar de tanta cosa. Del pasado, de nuestros viajes. De su roída gaveta que había en la cocina saco los mejores manjares para celebrar aquel día y nos dimos pasos entre exquisitas bebidas.

Las palabras entre los tres fluían entra la risa y el éxtasis y entiendes aquello de que la felicidad solo es real cuando es compartida. Otros viajes nos llevarían por la colonial Lima hablando de lo divino y lo terreno, juntando como heroicos caballeros mientras los otros no entendían nada. Los comentarios punzantes de mis amigos hacia la humanidad en general, las mujeres y los hippies levantaban querellas que me encantaban. Los anfitriones se iban lanza en ristre contra todo y sus invitados no atinaban a decir palabra, a mi me salían enormes risotadas y las más de las veces estaba con ellos y cuando no, los retaba haciéndoles o bien callar o que se desgañotaran en improperios, pero todo aquello era un teatro hermoso, el más grande de los performances.

Esta vez Lima no fue tours gastronómicos, históricos, de cámara fotográfica en mano por plazas, avenidas principales, parques importantes, lugares cercanos, bares de moda, no. Esta vez Lima fue el encuentro de la amistad. Fue la sublevación de la palabra en lugares no mentados, fue la anti guía turística, fue el desparpajo viajero. Fue el reconocimiento de que los lugares, las ciudades, los espacios los construye la gente, que esos espacios nacen en el encuentro y en la multiplicación de las experiencias que nazcan de él. Gracias a mis amigos por no mostrarme la Lima de siempre y dejarme oler su vaho que tanto me gusto.


No hay comentarios: